UN
ARBUSTO DE JAZMÍN DE ESPAÑA
Con este título el escritor H. Remy (1992)
relata la epopeya vivida por los habitantes de Ixtla ante la erupción del
volcán Titepetl (cerro de fuego), o Volcán de San Martín, en Los Tuxtlas,
Veracruz en 1793. Debido a la belleza de su contenido transcribo literalmente
una parte de él: “Fue en 1793, en la hora de las grandes conmociones políticas.
¿Todo se unió tan bien en la naturaleza que las revoluciones físicas y las
revoluciones morales se dieron la mano? El cielo era puro, la atmósfera dulce;
era la vida bajo su velo más ligero. Solo, el bosque, tranquilo en sus sombrías
profundidades, dejaba correr sobre la copa de sus árboles gigantescos un
murmullo desconocido. Bajo esta presión desconocida, la hoja temblaba un
momento y todo volvía al silencio. El mes de mayo vertía todos los tesoros de
su rica copa y el sol sus más bellos rayos; la montaña y la planicie sonreían
bajo sus cálidas caricias. Al anochecer, el horizonte se tiñó de colores
extraños. Sordos bramidos llegados de quien sabe dónde turbaron el eco de las
montañas y recorrieron barrancos y torrentes. Los perros aullaban y la mula
piafaba, como si el fuego la hubiera rodeado. Sin embargo, San Martín estaba
calmado, e Ixtla, aldea confiada (que se encontraba a algunas millas del
volcán, asentada sobre una de las grupas alargadas que se extienden hacia el
océano), porque su volcán seguía silencioso, se durmió, en medio de estos
presagios, en una profunda seguridad.
Cerca de la media noche, lejanos fragores
y violentas sacudidas rompieron sin más aviso esta engañosa calma. El cráter
vomitaba a boca llena sus cóleras acumuladas desde hacía tiempo. Desde la
primera sacudida había tomado las proporciones de un gigante. La lava corría,
las rocas llovían, la ceniza se tendía como un mantel de fuego; el firmamento
se había velado ante estas lúgubres majestades de la muerte. Todo rugía; la
tempestad sacudía los bosques y desgarradoras agonías torcían desde la brizna
de hierba hasta el palo más elevado. Se dice que también el oro, la plata y el
cobre corrían en sus filones puestos al desnudo, igual que corre el flujo del
torrente. En verdad, San Martín había vaciado sus quemantes entrañas; Ixtla
acababa de desaparecer.
El volcán nunca más ha dejado de escuchar
su terrible voz. Se durmió en el mismo sueño que la aldea, y cerca del mudo
volcán el pueblo no se ha reconstruido. Ixtla y San Martín eran lo mismo; la
cólera de uno acabó con la vida del otro; descansan los dos envueltos en la
misma mortaja.
El espanto se propagó lejos sobre el ala
del trueno. De todos los lugares, pronto llegaron los hijos de la tribu. Se
excavó, se buscó, se interrogó a todas las ruinas, se escuchó incluso el ruido
más ligero. Muchos cadáveres fueron retirados de esta tumba de fuego para
darles un sitio en una tumba fresca. Hacía cuatro días que se excavaba cuando
retiraron de entre algunos restos a una joven niña agotada, pero viva y sin
heridas. Desde hacía cuatro días que, en este estrecho espacio, asía entre sus
brazos, apretado contra su pecho, inmóviles los dos, uno por el frío de la
muerte y la otra por falta de espacio, aun joven niño, su hermano, al que había
tratado de salvar.
Haila era su nombre.
Durante todo el tiempo que había durado su
acto de abnegación, Haila había conservado su belleza, su energía, su decisión.
Su pecho se había acostumbrado al frío del cadáver. Tomaba su propia vitalidad
por la del niño: ¿acaso esperaba un milagro – el milagro que todos los
desgraciados han invocado y que rara vez ha venido en la hora necesitada? –
Devuelta al día y a la vida, hubo que quitarle su preciso fardo; dejó que lo
tomaran. Era su vida, su savia la que se llevaban. Sin embargo, su salud se
recuperó; hay tanta fuerza, tanta energía en una mujer de quince años. Recobró
su belleza, su frescura, pero no su felicidad ni sus aspiraciones. Las fiestas
de su corazón se habían desvanecido bajo una capa de lava. La vista de un niño
la desgarraba, no podía soportarlo. Jamás quiso casarse u ordenarse religiosa.
El aspecto de una cabaña la hacía erizarse; la casa le daba miedo; palidecía
repentinamente, como si todas las angustias de esa noche horrible, que duró
para ella cuatro días, se hubieran materializado ante sus ojos. Se iba a
sentar, a descansar y a dormir a la sombra de un árbol, donde parecía perseguir
el fantasma encantado de un sueño más dulce.
Haila vivió mucho tiempo así, sola en el
barrio que antiguamente había sido su aldea. Porque lo que más amamos, me dijo
un indio, es la cabaña y la aldea en donde está plantada la cabaña. Luego un
día se apagó como la lámpara que no se ha alimentado o que la brisa demasiado
fuerte cansó. Reposa aquí, cerca de un arbusto de jazmín de España, en medio de
las ruinas de Ixtla.
La quise mucho- continúo el indio, que
parecía ser el guardián de la tumba siempre fresca- ¡Si, la quise mucho! ¡Era
tan bella bajo una corona de jazmín; sus ojos eran tan dulces y su mirada tan
aterciopela! La había tomado de la grácil estrella de la noche. Su sonrisa era
un perfume; su voz suave como el murmullo del colibrí. Era flexible como
nuestras lianas, como la flor bajo el rocío de la mañana. Pero hubo una
desgracia entre nosotros. Permanece como una santa imagen. La invoco con
frecuencia: aún creo poder alcanzar mi felicidad perdida. No sé quién de los
dos tuvo más valor. Si a mí me faltó, 22 años de dolor deben pagar mis culpas.
Amaba a las flores y sabía más cosas
secretas y misteriosas que todas las jóvenes mujeres del pueblo de Ixtla.
Muchas veces recogí para ella lo que la sabana y el monte, la laguna y la
colina habían creado en seductores caprichos con forma de flores y frutos y de
mariposas con alas de zafiro y de rubí. Ella aceptaba mis flores pero jamás me
dejó ceñir su frente con ninguna de esas coronas que trenzaba con todo mi amor.
Su miraba fue a veces un benévolo intérprete. ¡Tenía tanta sencillez y nobleza!
¡Oh, si todas las niñas del pueblo tuvieran su valor, la nación sería grande!
Fui yo quien sembró el jazmín. Debió haber
cubierto otra cosa que una tumba, y sin embargo florece como si los que la
amaron aún vinieran a pedirle su canto, sus perfumes y sus flores. ¿Acaso la
vida no es más que una mentira, y el amor un sueño vano? Haila tenía suficiente
fuerza, voluntad y devoción para ser de mí un hombre. Uniendo la savia de su
corazón con la fuerza de mí brazo, habríamos abierto en la montaña un rico
surco en donde nuestra tierra hubiera dado más de lo que logran las intrigas y
las miserias de la gran cabaña. Hace ya mucho tiempo que la perdí; mucho tiempo
ha pasado desde que su voz ha dejado de hablar en mí oído y, sin embargo, aún
la amo, como la amé cuando la vi por primera vez.
Lo que hago de bueno es su obra; mis
faltas y mis errores me pertenecen. Algunas veces tengo como una vaga aparición
de sus formas en el sueño. Veo su gracia y siento que su mirada me envuelve;
las lágrimas que se escapan de sus ojos no me entristecen. Tomo valor aun para
el tiempo en que el despertar ha roto el sueño. ¿El sueño, por el tiempo que
dura, no es mejor que la realidad? ¿Acaso no nos gusta acariciarlo aún después
de que ha dejado de ser?
La esperanza se ha marchitado en mí
corazón, como la hoja bajo las ardientes ráfagas del sur. Vivo porque la vida
es un deber, a decir verdad en este momento muy triste. Me consuelo pensando en
que Haila haya podido amarme, que valemos más que nuestros amos y que nuestras
mujeres valen más que nosotros.
El indio arrancó una
rama floreada del jazmín de España, me la dio y despareció en el monte.
Extraído de mi libro "Los Tuxtlas,
nombres geográficos pipil, náhuatl, taíno y popoluca". Analogía de las
cosmologías de las culturas mesoamericanas. El cual incluye un diccionario de
localismos y mexicanismos.
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