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jueves, 27 de febrero de 2014

EL CHANEQUITO SILVIO Tomás Uscanga Constantino

EL CHANEQUITO SILVIO
TOMÁS USCANGA CONSTANTINO

No tenía ganas de jugar. Que en otra parte sus parientes se divirtieran encantando a los intrusos profanadores de la selva. Él ahora tenía mucho quehacer: Se había dormido y le habían ganado la partida. Cuando despertó vio troncos derribados, ramas secas, hojas marchitas llorando su desdicha desprendidas del tallo, corazones de árboles heridos sangrando a ras de tierra. Por dondequiera oía lamentos: ¡Ay, me duele! –gemía un suchi. ¡Me muero! – gritaba un encino–roble. ¡Acabaron conmigo! – se lamentaba un cosquelite. Esto obligó a sus padres a emigrar. Su madre, la chaneca achileanchada –famosa por haber logrado un injerto de patololote con hoja de piedra, ala de santiaguillo y pico de tucán, que dio como resultado la flor más hermosa de la selva a la que pusieron el nombre de “polvo de arcoiris” –fue la primera en salir huyendo encocorada.
   
      Su padre el chaneque Chopepe –el que le había mordido el ombligo a un brujo que vino a quererlo zarandear –lo tomó de la mano para llevárselo, pero el chanequito se resistía a pesar de la insistencia de su padre. Aquí nací – le dijo –  No podría vivir en otro bosque que no fuera éste, porque aquí estoy empezando a desarrollar mi magia de encantador. A su padre no le gustaba la idea. Éste era su tesoyote. Los mayores le habían salido medio flojos y traviesos. Un día por poco lo matan. Estaba saboreando unas bolitas de bismalaga y sintió el sabor de un veneno amargo. Los grandulones le habían cambiado el jugo a la fruta y se reían divertidos de su hazaña… En cambio Silvio, su chanequito más pequeño, le había salido responsable y estudioso; no lo iba a dejar que se muriera en medio de tanta sequía. Pero a pesar de sus ruegos el chanequito insistió en quedarse. Allá nos alcanzas – le dijo su padre –  Ya sabes cuáles son los caminos. Y salió despavorido porque la  peste del herbicida ya estaba acabando con él.

     No hay tiempo que perder – se dijo Silvio – Este espacio no me lo van a quitar. Es hora de poner a prueba mis conocimientos. Y diciendo y haciendo: primero masticó una hojitas de dormilona con semillas de berenjena y exprimió en su garganta un tochole de schoschogo para no marearse con el olor de los líquidos matahierbas que habían derramado; después se puso a remover la tierra con sus propias manos de las que habían brotado puntas tan largas y filosas como uñas de gato o como guadañas. Y a medida que caminaba iba formando surcos bien trazados, porque sus pies eran como guatacas que se hundían en la tierra y la aflojaban. Al mismo tiempo iba lanzando en los surcos salivazos que se sembraban junto con sus gotas de sudor.

     Cuando hubo terminado esta faena abrió la llave de la regadera del cielo y él mismo se sembró como semilla en uno de los huecos que había dejado un árbol caído.

     Llovió sin parar durante meses enteros. Y el chanequito Silvio, formando y extendiendo raíces debajo de la tierra, acumulaba savia mientras reía satisfecho.

     En poco tiempo el monte estuvo nuevamente tan verde y tan tupido que el que hubiera visto la devastación anterior no habría creído que de la nada surgiera esta nueva selva, fresca como el principio del mundo.


     Y a medida que los troncos de los árboles iban engrosando, más claramente se oía un coro de carcajadas confundidas con el bramido del viento, con el rugido de los monos saraguatos, lo que hubiera bastado para volver loco a cualquiera que osara internarse en ese lugar.

     DE TIERRA Y AGUA Narraciones, mitos y leyendas de Catemaco. Tomás Uscanga Constantino. Colección Atarazanas. 


SAN VALENTÍN El Santo de los Enamorados

SAN VALENTÍN
¡EL SANTO DE LOS ENAMORADOS!


San Valentín era un sacerdote que hacia el siglo III ejercía en Roma. Gobernaba el emperador Claudio II, quien decidió prohibir la celebración de matrimonios para los jóvenes, porque en su opinión los solteros sin familia eran mejores soldados, ya que tenían menos ataduras. El sacerdote consideró que el decreto era injusto y desafió al emperador. Celebraba en secreto matrimonios para jóvenes enamorados (de ahí se ha popularizado que San Valentín sea el patrón de los enamorados). El emperador Claudio se enteró y como San Valentín gozaba de un gran prestigio en Roma, el emperador lo llamó a Palacio. San Valentín aprovechó aquella ocasión para hacer proselitismo del cristianismo.

     Aunque en un principio Claudio II mostró interés, el ejército y el Gobernador de Roma, llamado Calpurnio, le persuadieron para quitárselo de la cabeza.

     El emperador Claudio dio entonces orden de que encarcelasen a Valentín. Entonces, el oficial Asterius, encargado de encarcelarle, quiso ridiculizar y poner a prueba a Valentín. Le retó a que devolviese la vista a una hija suya, llamada Julia, que nació ciega. Valentín aceptó y en nombre del Señor, le devolvió la vista.

     Este hecho convulsionó a Asterius y su familia, quienes se convirtieron al cristianismo. De todas formas, Valentín siguió preso y el débil emperador Claudio finalmente ordenó que lo martirizaran y ejecutaran el 14 de Febrero del año 270. La joven Julia, agradecida al santo, plantó un almendro de flores rosadas junto a su tumba. De ahí que el almendro sea símbolo de amor y amistad duraderos.

     La fecha de celebración del 14 de febrero fue establecida por el Papa Gelasio para honrar a San Valentín entre el año 496 y el 498 después de Cristo. Los restos mortales de San Valentín se conservan actualmente en la Basílica de su mismo nombre, que está situada en la ciudad italiana de Terni (Italia). Cada 14 de febrero se celebra en dicho templo, un acto de compromiso por parte de diferentes parejas que quieren contraer matrimonio al año siguiente.

     La costumbre de intercambiar regalos y cartas de amor el 14 de febrero nació en Gran Bretaña y en Francia durante la Edad Media, entre la caída del Imperio Romano y mediados del siglo XV.

     San Valentín

     Los norteamericanos adoptaron la costumbre a principios del siglo XVIII. Los avances de la imprenta y el bajón en los precios del servicio postal incentivaron el envío de saludos por San Valentín. Hacia 1840, Esther A. Howland comenzó a vender las primeras tarjetas postales masivas de San Valentín en Estados Unidos.



     Aunque sean los enamorados los que principalmente celebran este día, sin embargo hoy en día se festeja también a todos aquellos que comparten la amistad, ya sea maestros, parientes, compañeros de trabajo y todo el que siente, tenga la edad que tenga, el olor del amor que, como flor de primavera, nunca debe perder su agradable perfume. ¡Feliz día de los enamorados y de la amistad!

lunes, 24 de febrero de 2014

EL PRÍNCIPE FELIZ Óscar Wilde

EL PRÍNCIPE FELIZ
OSCAR WILDE

En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?

-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.

Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.

Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.

Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.

-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.

Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.

Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.

Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante.

-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.

Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.

-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.

-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.

Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.

-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!

Y la Golondrina se fue.

Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.

-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.

Entonces divisó la estatua sobre la columnita.

-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.

Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.

-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.

Y se dispuso a dormir.

Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.

-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.

Entonces cayó una nueva gota.

-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.

Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.

La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.

Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.

-¿Quién sois? -dijo.

-Soy el Príncipe Feliz.

-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.

-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.

«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.

-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.

-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!

-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.

-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.

-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.

Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.

Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.

Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.

Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.

-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!

-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!

Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.

Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio.

La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.

-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.

Y cayó en un delicioso sueño.

Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.

Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.

Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.

-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!

Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.

Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...

-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.

Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.

Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia.

Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:

-¡Qué extranjera más distinguida!

Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.

-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?

-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.

-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?

-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.

-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.

Y se puso a llorar.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.

Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.

El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.

-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.

Y parecía completamente feliz.

Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.

Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.

-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.

-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.

Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.

-He venido para deciros adiós -le dijo.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?

-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.

-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.

-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.

Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.

-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.

- Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.

-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.

-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.

Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños.

Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.

-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.

Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.

Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras.

Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.

-¡Qué hambre tenemos! -decían.

-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.

Y se alejaron bajo la lluvia.

Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.

-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.

Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.

Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.

-¡Ya tenemos pan! -gritaban.

Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.

Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.

Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.

La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.

Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.

Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.

-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.

-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.

-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.

En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.

El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacia un frío terrible.

A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad.

Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.

-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!

-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.

Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.

-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.

-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.

-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.

Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.

Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.

-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.

-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

-O la mía -dijo cada uno de los concejales.

Y acabaron disputando.

-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.

Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.

-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.


-Todas las fotos fueron bajadas de Internet-





domingo, 23 de febrero de 2014

LA ABUELITA BRUJA Cuento zapoteco

LA ABUELITA
CUENTO ZAPOTECO



Era una tarde misteriosa de otoño. La neblina brotaba de los arroyos aledaños, resbalaba sobre las piedras húmedas, se retorcía alrededor de los árboles, volando sus formas agresivas.

     En una choza apartada, una mujer campesina se hallaba inclinada sobre el metate, moviendo hábilmente el metlapil para ablandar la masa de las tortillas. Su hijo, de escasos seis meses, se había callado al fin y parecía dormir. En un momento en que levantó los ojos pudo distinguir a través de las rendijas del cerco la figura de una anciana que se acercaba con pasos rápidos. Se asustó al principio, pero luego se dio cuenta de que era la abuelita. Cubrió entonces con una servilleta las tortillas que estaban sobre el comal y salió a recibirla.

     ─Buenas tardes tenga su señoría─ saludó cortésmente la supuesta abuelita, mientras en una mirada desplegaba su gran poder mental sobre la mujer.

     El niño estalló en llantos otra vez, como si se despertara con hambre. La abuelita se aproximó a la cuna de bejucos, colocada en el rincón opuesto al del brasero, y dijo:

     ─ ¡Oh mi amor! No llores, precioso.
Lo cargó luego en sus brazos y comenzó a arrullarlo con ternura.

     ─Yo me ocuparé del niño; tú prepárame un atole de elote ─ordenó la anciana.

     La mujer cogió un cántaro y fue hasta el arroyo a traer agua. Como se hallaba retirado, y se entretuvo allí con unos pececillos, demoró en regresar. Encontró a la abuelita acuclillada junto a la cuna, haciéndose pequeñita, como si no quisiera molestar. La penumbra era ya más densa en ese rincón, por lo que pensó que venía la noche. Se puso a pelar los elotes. Un pájaro chilló entre los árboles vecinos. Llegó luego a los oídos de la mujer un ruido muy leve.

     ─ ¿Qué comes abuelita? ─ le preguntó sin desatender su trabajo.

     ─Estoy comiendo semillitas ─ respondió la anciana con voz cascada y humilde.  

     Cuando dejó de masticar el silencio adquirió un peso mayor. En cierto instante la anciana se incorporó con un ligero rumor de ropas, y entonó frente a la cuna un canto muy antiguo y muy extraño. El canto se fue haciendo cada vez más finito, como si proviniera ya de un ser del otro mundo. Recién entonces la mujer reaccionó, comprendiendo lo que sucedía, y se volvió hacia la falsa abuelita, pero  no percibió más que una sombra que se escurría entre los harapos de la niebla.

     Se arrojó desesperada sobre la cuna, más en lugar del niño encontró al metlapil envuelto en sus pañales. En el suelo, desparramados, quedaban algunos huesos.


     La mujer pidió auxilio, se hundió en la bruma gritando que la bruja se había comido a su hijo, llorando tropezó contra las piedras, pero sus lamentos se perdían en esa soledad inmensa de la montaña.






EL PERRO Lorenzo Turrent Rozas

“EL PERRO”
LORENZO TURRENT ROZAS

     Sin su consentimiento, publico varios fragmentos de una carta de mi amigo el coronel M. S., viejo revolucionario, actualmente jefe de un sector militar en el Sur del Estado de Veracruz.
     Respeto su estilo, muchas veces arbitrario. Dejo intactas diversas consideraciones que, aunque rompen la unidad del relato contenido en la carta, en cambio, para mí, son de algún interés.
     Y a continuación los fragmentos de la carta.
     ─“Como nunca he vivido en estas tierras como ahora me encuentro, no podrá comprender que haya tardado tanto en contestarle, para proporcionarle los datos que me pide acerca de la vida de “El Perro”.
     ─Imposible escribir algo en los meses que acaban de pasar. ¿Ha oído hablar, acaso de las tremendas sequías, que azotan en ocasiones a ciertas zonas del Sur del estado de Veracruz? Por mi parte ni siquiera tenía idea de ellas. Imagine, en estos climas, el transcurrir de los primeros meses del año, sin que del cielo caiga una gota de agua. Así hasta junio, hasta julio. La vegetación comienza a morir. Lo más terrible es el espectáculo de los campos. El pasto se torna amarillo, primero, luego desaparece. Allí está el ganado, somnoliento bajo el castigo de un sol implacable, lamiendo la tierra reseca, sin agua.  Imposible hacer nada en esa vida cubierta por la telaraña de un polvo terco, que se levanta en las tardes, que grita a través de las noches de luna grande y sucia, como viejo peso porfiriano. Pero sí, se hace algo: Sudar y ser testigo de las emigraciones del ganado, a través de los campos polvosos, en busca del hilo de agua de algún arroyo. Sudar y oír la voz quejumbrosa de los vaqueros, de los arreadores: Jey, Jey, Jeeeey… Así todo el día, todos los días. No, en estas condiciones no se puede contestar una carta. Mucho menos pensar en la vida de “El Perro”.
     ─Este año ha sido así. Llegó el mes de julio y no había caído una gota de agua. Pero ayer llovió. Sentí caer el agua sobre mi lengua, sobre mi garganta, sobre mi espíritu. ¡Y el grito primario, salvaje, de los árboles, de los campos, de la naturaleza entera estremecida al recibir el primer contacto del agua! Debía oírlo alguna vez, usted, pobre amigo, condenado a escuchar, únicamente, la voz artificiosa y envenenada de las grandes ciudades.
     ─Hoy me he acordado de la vida de “El Perro” y he leído nuevamente, la carta de usted. Es raro: siempre pienso en él, cuando, como ahora, de la tierra sube un nuevo aliento de vida.
     ─No, yo no escribiré mi autobiografía. No tengo ningún veneno que derramar sobre nadie. Esto indudablemente, aseguraría su fracaso. Además, no me avergüenza confesar que me fui a la Revolución por que sí, por algo obscuro que todavía no puedo explicarme bien. Si lo dijera, muchos tontos se reirían de mí.
     ─Así me sucede con “El Perro”. Tampoco puedo explicarme, en su totalidad, ese impulso violento que me llevó a salvarle la vida.
     ─Retirado transitoriamente del servicio militar, me habían designado Juez Municipal de aquel pueblo perdido en el Norte de la República, situado dentro de la zona dominada por las fuerzas villistas.
     ─Una mañana vi que lo llevaban a fusilar. Era menudo, mugroso, prieto. Un verdadero perro corriente, lleno de pulgas. Me dio lástima. Vagamente comprendí que se trataba de ejercer algo injusto, monstruoso.
     ─Porque me dio lástima monté en mi caballo y me dirigí al cuartel, para pedir que me lo entregaran con el objeto de seguirle un proceso. Discutí hasta conseguir mi propósito. Entonces, con la orden respectiva, inicié aquella carrera desenfrenada hasta el cementerio, lugar donde lo iban a fusilar.
     ─No, no lo salvé yo. Lo salvó su miedo a la muerte. Formando el cuadro, el muy perro se desmayó. Llegué cuando los soldados hacían grandes esfuerzos para levantarlo, cuando le pegaban con la culata de los rifles:
     “─ ¡Párese hijo de perra! ¡Muera como los hombres!”
     ─¿Tendría algún interés en mi autobiografía si me resolviera a escribirla? En ella me ocuparía esencialmente, de todos estos personajes obscuros, que formaron la gran masa, carne de nuestro movimiento revolucionario. También ─ ¿y por qué no? ─ trataría acerca de mi tren militar. De mi tren militar que un día quedó tirado en el campo, patas arriba, las tripas al aire… Pero ahora debo precisar lo de “El Perro”.
     ─Creo que, en esa ocasión, murió en parte. Sin embargo, regresó conmigo del cementerio. Lo puse en la cárcel, le seguí un proceso y poco tiempo después tenía que ordenar su libertad, pues se le acusaba, se le iba a fusilar por un delito que no había cometido.
     ─Fue entonces cuando comenzaron a llamarle “El Perro”. No crea que por sus palabras, porque nunca hablaba. Más bien por su conducta. Si lo hubiera oído decir que me debía la vida, que me estaba muy agradecido, con seguridad me aparto de él, radicalmente. Es repugnante que un hombre descienda a esos abismos de servilismo. Y además, no me debía nada. ¿Lo que había hecho por él, no era, acaso, algo de elemental solidaridad humana?
     ─Pero, por otra parte, no podía oponerme a su conducta para conmigo. ¿Cómo evitarla? ¿Cómo impedir que me esperara, a la salida del trabajo, con el objeto de acompañarme hasta mi casa? Procuraba servirme, halagarme, en todo.
     ─Usted lo sabe. Yo entonces tomaba mucho. No me avergüenza confesarlo. En aquella vida, pendiente de un hilo, había que pasar por eso y por más. ¿Quién es, dónde está el afortunado que no chapoteó, alguna vez en el lodo? ¿Quién no se hundió hasta el cuello, en algún tremedal? Después de esas terribles borracheras de sotol, el aguardiente fronterizo, al despertar lo primero que veía, lo primero que descubría del mundo era “El Perro”, con sus ojos humildes, fieles, puestos en mí. Y entonces me daban ganas de correrlo, de espantarlo, tal como se hace con un verdadero perro, para que no siguiera cuidando mi sueño.
     “¡El Perro!” “¡El Perro!” ¡Siempre! Me seguía como mi sombra. Y a él, a su vez, lo seguía su mala sombra de perro.
     ─ “¡Que vienen los carrancistas! ¡No podremos resistir!”
     ─La noche había corrido mucho cuando nos resolvimos a salir de aquel pueblo, perdido en las montañas del Norte del país. Lo abandonamos apresuradamente, casi dejándolo todo. En las afueras, los primeros disparos del enemigo empujaban la sombra hacia nosotros.
     ─No tuve tiempo de ensillar mi caballo. Me fui así, a pie, semidescalzo, confundido con la tropa y con algunos habitantes del lugar, partidarios nuestros.
     ─Camino trabajoso. Subir y bajar de cuestas peligrosas. Insospechables obstáculos de la noche, próxima a desaparecer.
     ─ “Cuando amaneció, comprendimos que nos perseguían. Las pequeñas nubes de las descargas estaban lejos, todavía. En cambio, ¿por qué se oía, tan cerca, la carrera de aquel caballo? Nos parapetamos entre los árboles, esperando, esperando para disparar. Y de improviso ante el asombro de todos, apareció mi sombra, “El Perro”. Montaba mi caballo. Iba en mi busca, dispuesto a encontrarme, donde fuera, como fuera. Había sido tiroteado por los carrancistas, según dijo”.
     ─No resistimos mucho en aquel lugar de la sierra. Nuestra inferioridad numérica nos obligó, otra vez, a retirarnos precipitadamente, desorganizadamente.
     ─El enemigo nos alcanzaba, “nos pisaba los talones”. Las balas como saetas veloces, silbaban entre los árboles.
     ─Pero entonces iba sobre mi caballo, sobre mi gran caballo retinto, a quien desearía consagrar un libro. Detrás de mí, en ancas, mi sombra “El Perro”. Como montaba muy mal, para no caer, se sujetaba a mis hombros con sus manos temblorosas. Otra vez lo había poseído el miedo a la muerte, como en el cementerio, cuando lo iban a fusilar.
     ─Corría mi caballo. Huíamos del peligro. No me fijaba en nada, no atendía sino a esa fuga. Sólo, por un instante, creí escuchar un grito. Sentí que las manos, sujetas a mis hombros, me oprimían demasiado. Pero no hice caso. Continuaba la carrera veloz de mi caballo, a través del día.
     ─Llegamos por fin, a la zona dominada por los nuestros. Entonces miré, con asombro aquellas manos lívidas, crispadas sobre mis hombros. Horriblemente crispadas: así estaban las manos humildes de “El Perro”.
     ─Cuando quise volverme hacía él. Resbaló de la silla cayendo ruidosamente en tierra. Bajé. Le descubrí aquella herida en la espalda. ¿Acaso una bala dirigida hacia mí, se había perdido en la carne de mí sombra?
     ─ “¡El Perro!” Todavía alentaba débil resto de vida, que se fue apagando, fugando…
     ─Lo llevé a un pueblo cercano. Pero la última visión que de él conservo, no es, por cierto, la de ese camino interminable, cuando lo conducía sobre mi caballo, ni la del velorio, ni la del entierro. Es la de los segundos que siguieron a su muerte.
     ─Usted debe haber tenido esa visión, alguna vez, en las ciudades donde acostumbra vivir.

     “Cerca de un depósito de basura, tirado, un perro muerto. El vientre inflado, las patas encogidas. Los dientes blanquísimos, saliendo de los labios sin vida. Y los ojos turbios, de cristal opaco, tercamente fijos en las nubes”.


     Escritor, poeta, novelista, periodista y catedrático. Licenciado en Derecho por la Universidad Veracruzana, 1926. Nació en Catemaco, el 17 de octubre de 1903. Murió en la ciudad de México el 23 de agosto de 1941.
     Colaboró en distintos periódicos y revistas. Fue Magistrado del tribunal Superior de Justicia del Estado y catedrático de la Escuela de Leyes.

     Publicó: “22 de Diciembre” (Diario de un estudiante), “Hacia una Literatura Proletaria” (Antología), “Camino” (novela corta), y “Jack” (tres de sus mejores cuentos). Sus cuentos han sido traducidos en varios países, especialmente su cuento  Vida de “El Perro” (tomado del libro de cuentos “Jack”).