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lunes, 12 de marzo de 2012

LA TONA, CUENTO ZOQUE Francisco Rojas Glez.



LA TONA
Francisco Rojas González




     CRISANTA descendía por la vereda que culebreaba entre los peñascos de la loma clavada entre la alde­huela y el río, de aquel río bronco al que tributaban los torrentes que, abriéndose paso entre jarales y yerbajos, se precipitaban arrastrando tras si costras de roble hurtadas al monte. Tendido en la hondo­nada, Tapijulapa, el pueblo de indios pastores. Las torrecillas de la capilla, patinadas de fervores y lamo­sas de años, perforaban la nube aprisionada entre los brazos de la cruz de hierro.
     Crisanta, India joven, casi niña, bajaba por el sendero; el aire de la media tarde calosfriaba su cuerpo encorvado al peso de un tercio de leña; la cabeza gacha y sobre la frente un manojo de cabellos em­papados de sudor. Sus pies —garras a ratos, pezuñas por momentos— resbalaban sobre las lajas, se hundían en los líquenes o se asentaban como extre­midades de plantígrado en las planadas del senderi­llo… Los muslos de la hembra, negros y macizos, asomaban por entre los harapos de la enagua de algodón, que alzaba por delante hasta arriba de las rodillas, porque el vientre estaba urgido de preñez.. La marcha se hacía más penosa a cada paso; la mu­chacha deteníase por instantes a tomar alientos; mas luego, sin levantar la cara, reanudaba el camino con ímpetus de bestia que embistiera al fantasma del aire.
     Pero hubo un momento en que las piernas se negaron al impulso, vacilaron. Crisanta alzo por primera vez la cabeza e hizo vagar los ojos en la extensión.
     En el rostro de la mujercita zoque cayó un velo de angustia; sus labios temblaron y las aletas de su nariz latieron, tal si olfatearan. Con pasos inseguros la india buscó las riberas; diríase llevada por su instinto, mejor que inspirada por un pensamiento. El río estaba cerca, a no más de veinte pasos de la vereda. Cuando estuvo en las márgenes, desató el “mecapal” anudado a su frente y con apremios depositó en el suelo su fardo de leña; luego, como lo hacen todas las zoques, todas:

La abuela,
la madre,
la hermana,
la enemiga,
remangó hasta arriba de la cintura su faldita andrajo­sa, para sentarse en cuclillas, con las piernas abiertas y las manos crispadas sobre las rodillas amoratadas y ásperas. Entonces se esforzó al lancetazo del dolor. Respiró profunda, irregularmente, tal si todas las dolencias hubiéransele anidado en la garganta. Después hizo de sus manos, de aquellas manos duras, agrietadas y rugosas de fatigas, utensilios de consue­to, cuando las paso por el excesivo vientre ahora convulso y acalambrado. Los ojos escurrían lágrimas que brotaban de las escleróticas congestionadas. Pero todo esfuerzo fue vano. Llevó  después sus dedos, únicos instrumentos de alivio, hasta la entrepierna ardorosa, tumefacta y de ahí los separó por inútiles… Luego los encajo en la tierra con fiereza y así los mantuvo, pujando rabia y desesperación… De pronto la sed se hizo otra tortura… y allí  fue, arrastrándose  como coyota, hasta llegar al río: tendiose sobre la arena, intento beber, pero la nausea se opuso cuantas veces quiso pasar un trago; entonces mugió su desesperación y rodó en la arena entre convulsiones. Así la halló Simón su marido.
     Cuando  el mozo llego hasta su Crisanta, ella lo reci­bió con palabras duras en lengua zoque; pero Simón se había hecho sordo. Con delicadeza la levanto en brazos para conducirla a su choza, aquel jacal pajizo, incrustado en la falda de la loma. El hombrecito depositó en el petate la carga trémula de dos vidas y fue en busca de Altagracia, la comadrona vieja que moría de hambre en aquel pueblo en donde las mujeres se las arreglaban solas, a orillas del río, sin más ayuda que sus manos, su esfuerzo y sus gemidos.
    Altagracia vino al jacal seguida de Simón. La vieja encendió un manojo de ocote que dejo arder sobre una olla; en seguida, con ademanes complicados y posturas misteriosas, se arrodilló sobre la tierra api­sonada, rezó un credo aL revés, empezando por el “amen” para concluir en el “…padre, Dios en creo”; formula, según ella, “linda” para sacar de apuros a la más comprometida. Después siguió practicando algunos tocamientos sobre la barriga deforme.
     —No te apures, Simón, luego la arreglamos. Esto pasa siempre con las primerizas… i   Hum, las veces que me ha tocado batallar con ellas…! —dijo.
     —Obre Dios —contesto el muchacho mientras echa­ba a la fogata una raja resinosa.
     -Hace  mucho que te empezaron los dolores, hija?
     Y Crisanta tuvo por respuesta solo un rezongo.
     —Vamos a ver, muchacha —siguió Altagracia—: dobla tus piernas… Así, flojas.  
     Resuella hondo, puja, puja fuerte cada vez que te venga el dolor… Mas fuerte, mas…   Grita, hija…!
     Crisanta hizo cuanto se le dijo y más; sus piernas fueron hilachos, rugió hasta enronquecer y sangró sus puños a mordidas.
     —Vamos, ayúdame muchachita —suplico la vieja en los momentos en que pasaba rudamente sus manos sobre la barriga relajada, pero terca en con­servar la carga…
     Los dedazos de uñas corvas y negras echaban toda su habilidad, toda su experiencia, todas sus mañas en los frotamientos que empezaban en las mamas rotun­das, para acabar en la pelvis abultada y lampiña.
     Simón, entre tanto, habíase acurrucado en un rincón de la choza; entre sus piernas   un trozo de ma­dera destinado a ser cabo de azadón. El chirrido de la lima que aguzaba un extremo del mango distraía el enervamiento, robaba un poco la ansiedad del muchacho.
     —Anda, madrecita, grita por vida tuya… Puja, encorajínate… Dime chiches de perra; pero date prisa… Pare, haragana. Pare hembra o macho, pero pronto… i Cristo de Esquipulas!
     La joven no hacia esfuerzo ya; el dolor se había apuntado un triunfo.
     Simón trataba ahora de insertar a golpes el mango dentro del arillo del azadón; de su boca entreabierta salían sonidos roncos.
     Altagracia sudorosa y desgreñada, con las manos tiesas abiertas en abanico, se volvió hacia el mucha­cho, quien había logrado, por fin, introducir el astil en la argolla de la azada; el trabajo había alejado un poco a su pensamiento del sitio en que se escenifica­ba el drama.
     —Todo es de balde, Simón, viene de nalgas —dijo la vieja a gritos, mientras se limpiaba la frente con el dorso de su diestra
     Y Simon, como si volviese del sueño, como si hu­biese sido sustraído por las destempladas palabras de una región luminosa y apacible:
     -¿De nalgas? Bueno… y’hora que?
     La vieja no contesto; su vista vagaba por el techo del jacal.
     De ahí —dijo de pronto—, de ahí, de la viga ma­dre cuelga la coyunda para hacer con ella el colum­pio… Pero pronto, muévete —ordeno Altagracia.
     No, eso no –gimió él
     Anda vamos a hacer la última lucha… Cuelga la coyunda y ayúdame a amarrar a la por los sobacos.
     Simón trepo sin chistar por los amarres de los muros pajizos e hizo pasar la jarcia sobre el morillo horizontal que sostenía la techumbre.
     —Jala fuerte… fuerte, con ganas. Hum, no pare­ces hombre…! Jala, demonio.
     A poco Crisanta era un títere que pateaba y se retorcía pendiente de la coyunda.
     Altagracia empujo al cuerpo de la muchacha… Ahora más  que pelele, era una péndola de tragedia, un pezón de delirio..,
     Pero Crisanta ya no hacía nada por ella, había caído en un desmayo convulsivo.
     —Corre, Simon —dijo Altagracia con acento alar­mado –, ve a la tienda y compra un peso de chile seco; hay que ponerlo en las brasas para que el humo la haga toser. Ella ya no puede, se está pasan­do… Mientras tú vas y vienes, yo sigo mi lucha con la ayuda de Dios y de María Santísima… Le voy a trincar la cintura con mi rebozo, a ver si así sale… Corre por vida tuya!
     Simón ya no escuchó las últimas palabras de la vieja; había salido en carrera para cumplir el encargo.
     En el camino tropezó con Trinidad Pérez, su ami­go el peón de la carretera inconclusa que pasaba a corta distancia de Tapijulapa.
     —Aguadarte, hombre, saluda siquiera —grito Tri­nidad Pérez.
     —Aquella está pariendo desde antes de que el sol se metiera y es hora que todavía no puede —informo el otro sin detenerse.
     Trinidad Pérez se emparejó con Simón, los dos corrían.
     Le está ayudando doña Altagracia… Por luchas no ha quedado.
     Quieres un consejo, Simón?
     —Viene…
     —Vete al campamento de los ingenieros de la carretera. Allá está un doctor que es muy buena gente llámalo.
     Y con que le pago?
     Si le dices lo pobres que somos, el entenderá…. Anda, déjate de Altagracia.
     Simón ya no reflexiono más y en lugar de torcer hacia la tienda, tomó por el atajo que más pronto lo llevaría al campamento. La luna, muy alta, decía que la media noche estaba cercana.
     Frente al médico, un viejo amable y bromista, Simón el indio zoque no tuvo necesidad de hablar mucho y, por ello, tampoco poner en evidencia su mal español.
¿-porque se les ocurrirá a las mujeres hacer sus gracias precisamente a estas horas? —se pregunto el doctor a sí mismo, mientras un bostezo ahogaba sus úl­timas palabras… Mas luego de desperezarse, añadió de buen talante—: Por qué se nos ocurre a algunos hombres ser médicos? Iré, muchacho, iré luego, no fal­taba más… ¿Esta buena el camino hasta tu pueblo?
     —Entrando por la zurda, es la casita más repegada  a la loma.
     Cuando Simón llegó a su choza, lo recibió un vagido largo y agudo, que se confundió entre el cacareo de
Las gallinas y los gruñidos de Mit-Chueg, el perro ama­rillo y fiel. Simón saco de la copa de su sombrero un gran pa­ñuelo de yerbas; con él se enjugo el sudor que le corría por las sienes; luego respiro profundo, mientras empujaba tímidamente la puertecilla de la choza.
     Crisanta, cubierta con un sarape desteñido, yacía sosegada. Altagracia retiraba ahora de la lumbre una gran tinaja con agua caliente, y el médico, con la camisa remangada, desmontaba la aguja de la je­ringa hipodérmica.



—Hicimos un machito —dijo con voz débil y en la aglutinante lengua zoque Crisanta cuando miro a su marido. Entonces la boca de ella se iluminó con el brillo de dos hileras de dientes como granitos de elote.
¿Macho? —preguntó  Simón orgulloso—. Ya lo decía yo…
     Tras de pescar el mentón  de Crisanta entre sus dedos toscos e inhábiles para la caricia, fue a mirar a su hijo, a quien se disponían a bañar  el doctor y Alta­gracia. El nuevo padre, rudo como un peñasco, vio por instantes aquel trozo de canela que se debatía y chillaba.
     Es bonito —dijo –: se parece a aquella en lo trompudo —y señaló con la barbilla a Crisanta. Lue­go, con un dedo tieso y torpe, ensayó una caricia en el carrillo del recién nacido.
     —Gracias, doctorcito… Me ha hecho uste el hom­bre más contento de Tapijulapa.
     Y sin agregar mis, el indio fue hasta el fogón de tres piedras que se alzaba en medio del jacal. Ahí se había amontonado gran cantidad de ceniza. En un bolso y a puñados, recogió Simón los residuos.
     El médico lo seguía con la vista, intrigado. El mu­chacho, sin dar importancia a la curiosidad que des­pertaba, echose sobre los hombros el costalillo y así salió del jacal.
     – ¿Qué  hace ése?- inquirió el doctor
     Entonces Altagracia habló dificultosamente en español:
     -Regará a Simón la ceniza alrededor de la casa… Cuando amanezca saldrá de nuevo.   
     El animal que haya dejado pintadas las cenizas será la tona del niño. Él llevará el nombre del pàjaro o la bestia que primero haya venido a saludarlo; coyote o tejón, chuparrosa, liebre mirlo asegún…
     -¿Tona has dicho?
     -Sí, tona, ella lo cuidará y será su amiga siempre, hasta que muera.
     -Ajá -dijo el médico sonriente-, se trata de buscar al muchacho un espíritu tutelar…
     -Sí aseguró – la vieja – ése es el costumbre depo’aca… -Bien, bien; mientras tanto bañémoslo para que el que ha de ser su tona lo encuentre limpiecito y buen mozo.
     Cuando regresó Simón con el bolso vacío de cenizas. Halló a su hijo arropadito y fresco, pegado al hombro de la madre . Crisanta dormía dulce y profundamente… El médico se disponía a marcharse.
     -Bueno Simón –dijo el doctor- estás servido. –Yo quisiera darle a su mercé mas que juera un puñito de sal…
     -Deja hombre, todo está bien… Ya te traeré unas medicinas para que el niño crezca saludable y bonito…
     -Señor doctor –agregó Simón con acento agradecido- hágame su mercé otra gracia, sí es tan bueno.
     - Dime hombre,
     -Yo quisiera que su persona juera mi compadre… Lleve usté a cristianizar a la criatura, ¿Quere?
     -Sí, con mucho gusto, Simón, tú me dirás. El miércoles, por favor, es el día que en qué viene el padre cura.-
     —El miércoles vendré… Buenas noches, Simon… Adiós, Altagracia, cuida a la muchacha y al niño…
     Simón acompaño al médico hasta la puerta del jacal. Desde ahí lo siguió con la vista.   
     La bicicleta tomó los altibajos del camino gallardamente; su ojo ciclópeo se abría paso entre las sombras. Un conejo encandilado cruzó la vereda.
     Puntual estuvo el médico el miércoles por la mañana.
     La esquila llamo a misa; los zoques, vestidos de limpio, aguardaban en el atrio. La chirimía tocaba aires alegres. Tronaban los cohetes. Todos los ahí reunidos, hombres y mujeres, esperaban ansiosos la llegada de Simon y su comitiva bautismal.
     Por allá, hacia la loma, se miro al grupo que se dirigía a la iglesia. Crisanta, fresca y rozagante, carga­ba a su hijo seguida de Altagracia, la madrina. Atrás de ellas, Simon y el médico charlaban amigable­mente…
     -¿Y qué nombre le vas a poner a mi ahijado, compadre Simón?
     Pos vera uste, compadrito doctor… Damián, por­que así dice el calendario de la iglesia… y Becicleta, porque esa es su tona, así me lo dijo la ceniza…
—Conque Damián Bicicleta? Es un bonito nom­bre, compadre…
—Axcale —afirmó  muy categóricamente el zoque.


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