Como se hablase de Benvenuto Cellini y alguien
sonriera de la afirmación que hace el gran artífice en su Vida, de haber visto
una vez una salamandra, Isaac Codomano dijo:
—No
sonriáis. Yo os juro que he visto, como os estoy viendo a vosotros, sino una
salamandra, una larva o una ampusa.
Os contaré
el caso en pocas palabras.
Yo nací en
un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los
brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció
con la llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el
catolicismo, el uso de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de
ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien,
como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En
una familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por
ejemplo, que el espectro de un coronel peninsular se apareció a un joven y le
reveló un tesoro enterrado en el patio. El joven murió de la visita
extraordinaria, pero la familia quedó rica, como lo son hoy mismo los
descendientes. Apareciose un obispo a otro obispo, para indicarle un lugar en
que se encontraba un documento perdido en los archivos de la catedral. El
diablo se llevó a una mujer por una ventana, en cierta casa que tengo bien
presente. Mi abuela me aseguró la existencia nocturna y pavorosa de un fraile
sin cabeza y de una mano peluda y enorme que se aparecía sola, como una
infernal araña. Todo eso lo aprendí de oídas, de niño. Pero lo que yo vi, lo
que yo palpé, fue a los quince años; lo que yo vi y palpé del mundo de las
sombras y de los arcanos tenebrosos.
En aquella
ciudad, semejante a ciertas ciudades españolas de provincias, cerraban todos
los vecinos las puertas a las ocho, y a más tardar, a las nueve de la noche.
Las calles quedaban solitarias y silenciosas. No se oía más ruido que el de las
lechuzas anidadas en los aleros, o el ladrido de los perros en la lejanía de
los alrededores.
Quien
saliese en busca de un médico, de un sacerdote, o para otra urgencia nocturna,
tenía que ir por las calles mal empedradas y llenas de baches, alumbrado a
penas por los faroles a petróleo que daban su luz escasa colocados en sendos
postes.
Algunas
veces se oían ecos de músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera
española, las arias y romanzas que decían, acompañadas por la guitarra, ternezas
románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio
cantor, de pocos posibles, hasta el cuarteto, septuor, y aun orquesta completa
y un piano, que tal o cual señorete adinerado hacía soñar bajo las ventanas de
la dama de sus deseos.
Yo tenía
quince años, una ansia grande vida y de mundo. Y una de las cosas que más
ambicionaba era poder salir a la calle, e ir con la gente de una de esas
serenatas. Pero ¿cómo hacerlo?
La tía
abuela que cuidó desde mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de
recorrer toda la casa, cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y
dejarme bien acostado bajo el pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la
noche había una serenata. Más aún: uno de mis amigos, tan joven como yo,
asistiría a la fiesta, cuyos encantos me pintaba con las más tentadoras
palabras. Todas las horas que precedieron a la noche las pasé inquieto, no sin
pensar y preparar mi plan de evasión. Así, cuando se fueron las visitas de mi
tía abuela —entre ellas un cura y dos licenciados— que llegaban a conversar de
política o a jugar el tute o al tresillo, y una vez rezada las oraciones y todo
el mundo acostado, no pensé sino en poner en práctica mí proyecto de robar una
llave a la venerable señora.
Pasadas como
tres horas, ello me costó poco pues sabía en dónde dejaba las llaves, y además,
dormía como un bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a qué puerta
correspondía, logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos,
comenzaban a oírse los acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideré
un hombre. Guiado por la melodía, llegue pronto al punto donde se daba la
serenata. Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y
licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero A la luz de la
pálida luna, y luego Recuerdas cuando la aurora... Entro en tanto detalles para
que veáis cómo se me ha quedado fijo en la memoria cuanto ocurrió esa noche
para mí extraordinaria. De las ventanas de aquella Dulcinea, se resolvió ir a
las de otras. Pasamos por la plaza de la Catedral. Y entonces...He dicho que tenía quince
años, era en el trópico, en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la
adolescencia...
Y en la
prisión de mi casa, donde no salía sino para ir al colegio, y con aquella
vigilancia, y con aquellas costumbres primitivas...Ignoraba, pues, todos los
misterios. Así, ¡cuál no sería mi gozo cuando, al pasar por la plaza de la Catedral , tras la
serenata, vi., sentada en una acera, arropada en su rebozo, como entregada al
sueño, a una mujer! Me detuve.
¿Joven? ¿Vieja?
¿Mendiga? ¿Loca? ¡Qué me importaba! Yo iba en busca de la soñada revelación, de
la aventurera anhelada.
Los de la
serenata se alejaban.
La claridad
de los faroles de la plaza llegaba escasamente. Me acerqué. Hablé; no diré que
con palabras dulces, mas con palabras ardientes y urgidas. Como no obtuviese
respuesta, me incliné y toqué la espalda de aquella mujer que ni quería
contestarme y hacía lo posible por que no viese su rostro. Fui insinuante y altivo.
Y cuando ya creía lograda la victoria, aquella figura se volvió hacia mí,
descubrió su cara, y ¡oh espanto de los espantos! aquella cara estaba viscosa y
deshecha; un ojo colgaba sobre la mejilla huesona y saniosa; llegó a mí como un
relente de putrefacción. De la boca horrible salió como una risa ronca; y luego
aquella «cosa», haciendo la más macabra de las muecas, produjo un ruido que se
podría indicar así:
— ¡Kgggggg!...
Con el
cabello erizado, di un gran salto, lancé un gran grito. Llamé.
Cuando llegaron
algunos de la serenata, la «cosa» había desaparecido.
Os doy mi palabra de honor, concluyó Isaac
Codomano, que lo que os he contado es completamente cierto.
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