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miércoles, 31 de agosto de 2016

DECEPCIÓN Antonio Fco. Rguez. A.

DECEPCIÓN
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado


 Imagen de Internet

Veo que partes de mi vida
Y me duele la mirada,
Quisiera retenerte,
Pero todo es inútil.

No fuimos lo que realmente
Quisimos ser
Y concluimos en esto.
Tu partida…

Tantas promesas,
Tantas ilusiones,
Cayeron de la mesa
Como decepciones.

Es tarde,
Aunque sienta que te amo,
Ya nada es igual,
Somos diferentes.

Con todo…
Te agradezco
Que cambiaras mi vida
Con tu amor y tu entrega,

Mis lágrimas
Limpiaran tu recuerdo
Para tenerlo siempre intacto
En mi corazón.

Duele verte partir...
Pero más duele
Que quedemos
Con el corazón partido.

Te amo
Por el resto…
De mis latidos.



martes, 30 de agosto de 2016

LA CARTA ROBADA Edgar Allan Poe



LA CARTA ROBADA
The Purloined Letter

Edgar Allan Poe (1809-1849)


Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
Séneca.



Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía de París.

Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.

-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad.
-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas».
-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.
-¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.
-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.
-Sencillo y raro -dijo Dupin.
-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.
-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo.
-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas.
-Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.
-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?
-Un poco demasiado evidente.
-¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.
-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.
-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.
-Hable usted -dije.
-O no hable -dijo Dupin.
-Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.
-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.
-Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.
-Sea un poco más explícito -dije.
-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.

El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.

-Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.
-¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?
-El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.
-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.
-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.
-Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.
-Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión.
-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.
-Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.
-Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.
-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.
-¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?
-Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D..., exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.
-¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte.
-Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.
-Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.
-Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.
-Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.
-No es completamente loco -dijo G...-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.
-Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.
-¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté.
-Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.

"Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.

-¿Porqué?
-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.
-Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté.
-De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.
-Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?
-Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.
-Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.
-Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.
-¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!
-Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
-¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
-Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.
-¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?
-Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.
-¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.
-¿Y el papel de las paredes?
-Lo mismo.
-¿Miraron en los sótanos?
-Miramos.
-Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.
-Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?
-Revisar de nuevo completamente la casa.
-¡Pero es inútil! -replicó G...-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.
-No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.
-¡Oh, sí!

Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.

Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:

-Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.
-¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.
-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin.
-Pues... a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.
-Pues... la verdad... -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G..., que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse. ¿No cree que... aún podría hacer algo más, eh?
-¿Cómo? ¿En qué sentido?
-Pues... puf... podría usted... puf, puf... pedir consejo en este asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
-No. ¡Al diablo con Abernethy!
-De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.»
-¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.
-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.

Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.

Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.

-La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
-¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí.
-Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.

Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.

-Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado?

-Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.
-Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella.
-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.
-Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.

-¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.
-Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.
-Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables.
-Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.
-Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.

»Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.

-Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.
-El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?
-Jamás se me ocurrió pensarlo -dije.
-Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.

»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D..., en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.

»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.

»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.

»Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.

»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.

»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D..., y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.

»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.

»A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.

»La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.»

-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?
-D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.
-¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?
-¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!

Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:

...Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

»Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»


Tomado del Blog El Espejo Gótico





lunes, 29 de agosto de 2016

TÚ Antonio Fco. Rguez. A.

Antonio Fco. Rodríguez Alvarado


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El destino, o el travieso Cupido,
Hicieron que llegaras
Y te sentarás enfrente
De donde yo estaba.


Empezaste a hablar,
Y no fueron sólo tus palabras
Las que me impactaron,
Sino toda tú.


Tu vestido atornasolado,
Tu sensual cuerpo,
Tu blanca piel 
Y tus cabellos castaños
Que mecías al viento
Con tu abanico de mano.


Tu mirada levitaba,
De momento la aterrizabas
Y en una o dos ocasiones
Tus ojos chocaron
Con los míos
Fue suficiente…
Para enamorarme de ti.


ESPERANZA Antonio Fco. Rguez. A.

ESPERANZA
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado

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Me encanta verte aspirando el aroma de las flores,
Cual se aspiran los recuerdos de viejos amores,
Y me encanta verte bella, feliz y enamorada,
Quitando pétalos en un si-no-si ilusionada.


Y me brinca el corazón nada más de verte,
Esperando tener la suerte,
De qué el último pétalo sea un ,
Para que tú seas… para mí.


jueves, 25 de agosto de 2016

SUPOSITORIOS CULTURALES Antonio Fco. Rguez. A.

SUPOSITORIOS CULTURALES

(Un poquito de picardía)
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado

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      Pobre de mi primo cada vez que no entendía algo se rascaba la cabeza, así se fue volviendo calvo. No era culto, pero esa calvicie le daba un aire de intelectual. Y se sentaba arriba de un libro porque tenía la falsa creencia de que la cultura en alguna u otra forma debería de entrarle. Gracias al gran ingenio de mi primo, algunos científicos literarios están tratando de crear libros en forma de supositorios. Que al parecer se venderán sin receta en las farmacias de genéricos y similares. Habrá descuentos con credenciales de jubilados y de INAPAM. De momento también se discute cuáles serán los primeros cien títulos de esas obras literarias. Se está pensando también en enseñar idiomas por este medio. Dentro de las reacciones secundarias se piensa que pueda haber estreñimiento por alojamiento de tanto material educativo. Los chinos están al asecho para monopolizar su gran mercado pirata. La OMS y la SSA ya dieron su aprobación para su creación. Gracias al gran ingenio de mi primo toda la familia saldrá de pobre.


lunes, 22 de agosto de 2016

A CIEGAS Antonio Fco. Rguez. A.

A CIEGAS
Antonio Francisco Rodríguez Alvarado

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     Tengo que despedir el día, ya no hay sombras, todo es oscuridad, la imperceptible visión irrita mi mirada, que te busca en el negro manto de la noche. Y tú, te mantienes inmóvil y en silencio en tu afán de seguir oculta para mí. Más no puedes callar a tu corazón, ni prohibir que el mío le responda. La pasión siempre vencerá sobre los subterfugios para vivir. Te quiero aún sin verte y abro mí corazón… para ofrendarlo al tuyo.


sábado, 20 de agosto de 2016

MÍ NOVIA LICÁNTROPA Antonio Fco. Rguez. A.

MÍ NOVIA LICÁNTROPA
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado


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     Llegamos mi novia y yo al apartado centro recreativo ubicado en el corazón de la selva negra. Ella provenía de antiguas familias de este lugar, y venimos juntos a conocerlas. No encontramos a ningún pariente de ella, al parecer alguna amenaza los había hecho huir. Una anciana nos dijo que habían huido por ser licántropos. -¡Patrañas, le respondimos! La anciana sólo sonrío. Nos olvidamos de los molestos comentarios. Así qué nos dedicamos a explorar tan bellos lugares de exuberante  vegetación. Los paseos nocturnos eran maravillosos, la luna llena nos mostraba casi todos los rincones de este selvático entorno. Nos divertía jugar a escondernos en las sombras, en la oscuridad reinante debajo de una gran arboleda. El que fuera encontrado tenía que prometer cumplir una fantasía sexual al retornar al hotel. En uno de esos recorridos mi pareja tropezó al meter el pie en un hoyanco, en forma de descomunal pisada,  cubierto de agua de lluvia. Aún así tuvo el ánimo de correr a esconderse para continuar con nuestro juego. En un momento dado, escuché unos horripilantes aullidos de lobo cerca de donde estábamos, me dio miedo por mi pareja. Nos juntamos y corrimos hacia el hotel.  Entrando a la habitación nos fascinó que la mucama haya adornado nuestro lecho con un corazón de pétalos de rosas blancas y rojas, que haya encendido un par de velas aromáticas en los burós, y sobre una pequeña mesa haya puesto una botella de vino con dos copas. Una corriente de aire que entraba por la ventana tendía la luz de los pabilos, provocando un ambiente de claro-oscuros. Nos miramos a los ojos con una morbosa complicidad, todo auguraba una gran noche de fantasías sexuales. Descansamos un rato en un cómodo sofá, ella me dijo que le inquietó que después de mojarse el pie, tuvo la sensación de que esa humedad le subió a todo el cuerpo, presentando un gran escalofrío, y perdió la noción por un breve lapso de tiempo, saliendo de su estupor al escuchar mis gritos llamándola. Nos dimos un baño, nuestros cuerpos se adherían como dos gotas de agua. Un pequeño vapor ascendió del cuerpo desnudo de ella el cual se sentía caliente, emitió un par de finos gemidos y salió apresurada del baño con rumbo a la recamara. Temí que fuera su “regla”. Al terminar de bañarme, salí a alcanzarla a la cama, la habitación estaba a oscuras, la ventana estaba más abierta y el aire apagó las velas. Al acercarme a ella un vaho caliente y fétido se impregnó a mi cuerpo. -¿Estás bien? Le pregunté sin obtener respuesta. Preocupado, alargué mi brazo para tocarla y me electricé de pavor al sentir unas piernas peludas con garras. Pensé estar viviendo una pesadilla. Todavía le pregunté: -¿Eres tu cariño?, por toda respuesta escuché unos gemidos, e inmediatamente después con una voz cavernosa y angustiante me dijo: - ¡Tengo mucho miedo, no sé que está pasando conmigo y con mi cuerpo! Una pausa, y continúo: ¡Pero quiero que sepas que te quiero mucho!  No aguanté más, me senté junto a ella, le acaricié la cabeza y la llené de besos y lágrimas que habían desbordado mis emociones, mis preocupaciones y mis miedos. Me acosté a su lado. Tratando de minimizar tan grave momento, le dije: -¿Aún sigues con tus fantasías sexuales de comerme por completo? -¡Sí…! me dijo llorando. Se montó encima de mí e hicimos el amor. A la mañana siguiente, ella volvió a su supuesta normalidad. Y a partir de esta, su primera vez, cada luna llena la loba volvía a ella. Pero ya no estaba sola: las lágrimas, el sudor y las mordidas de amor de esa noche también me habían transformado.


miércoles, 17 de agosto de 2016

ÁNGEL MÍO Antonio Fco. Rguez. A.

Ángel Mío
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado


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No puedo dejarte de amar
Si no te olvido,
Tus caricias cubrieron mi piel
Y tu cariño a mi alma.

Desde tu partida
Quedó tan constreñido
Mi corazón que no quedó
Espacio para otro amor.

Sigues tan pegada
A mis recuerdos
Que siento
Seguimos igual.


Y eres tan linda
Que pienso
Que el cielo no sería
tan hermoso sin ti.



La vida en seis pasos…Antonio Fco. Rguez. A.

La vida en seis pasos…
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado


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1) Poder dormir cuando se muere de sueño… es poesía,



2) Poder comer cuando se muere de hambre… es poesía,



3) Abrigarse bien cuando se muere de frío… es poesía,



4) Acordarse de Dios cuando se muere de miedo… es poesía,



5) Que la persona que te gusta te sonría… es poesía,



6) Llevártela a la cama… ¡Ah, toda una apasionada travesía! 



(adiós miedo, hambre, sueño y sensación fría).


viernes, 12 de agosto de 2016

MANHATTAN, N.Y. Crónica de un viaje. Antonio Fco. Rguez. A.

MANHATTAN, N.Y.
(Crónica de un viaje realizado)
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado


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     Tomé muy temprano el vuelo de México a Houston, al cual llegué como a las 9 de la mañana, y con la novedad que se habían cancelados los vuelos a Nueva York, por la presencia de una tormenta, y después de esperar todo el día y la tarde, anunciaron un vuelo especial, a las 7.30 de la noche, el cual abordaríamos todos los pasajeros que teníamos programado salir a diferentes horas. El avión rebasaba en gran medida el estándar de los vuelos comunes a ese destino. En el trayecto, pese a ser un avión colosal, se sentía muy fuerte el zarandeo por la tormenta, y obvio que, en un momento dado, me dio miedo. No recuerdo bien, si 3 o 4 horas después, alguien comentó que ya volábamos sobre la ciudad. Abrí la ventanilla y pude apreciar por sobre las nubes un mundo de luces de brillantes colores, una vista bellísima que tardó varios minutos, la ciudad era interminable, sentí que me regresó el alma al cuerpo y en automático me acordé de la canción “Luces de Nueva York” interpretada magistralmente por la Sonora Santanera, y me dije: Después de ver esto, ya me puedo morir…

Central Park

     Era mi primera vez en la isla de Manhattan, al fin conocía la hermosa ciudad de los rascacielos, Nueva York, me resultó muy fácil y agradable recorrerla caminando. Un año antes habían derribado las torres gemelas e hicieron en el mismo lugar un parque conmemorativo el cual no quise conocer pensando en tantos sufrimientos y desgracias que ahí ocurrieron. Pero no se salva uno de este tipo de recuerdos, a la entrada al Central Park, lo primero que me enteré era que el centro del parque fue llamado “Strawberry Fields Forever", en memoria de John Lennon, al cual habían matado, en aquel trágico 8 de diciembre de 1980, en la entrada del edificio Dakota situado enfrente, que es donde él vivía. En mi recorrido dentro del bello parque me emocionó escuchar una melodía tocada con saxofón, seguí el origen de la música y me sorprendió ver recargado sobre la arcada de un puente a un señor ya viejo tocando su amado sax. Son ese tipo de vivencias que te recargan y se quedan impresas en el alma. Pasé al Museo Americano de Historia Natural, saludando en el pórtico a la estatua ecuestre de Theodore Roosevelt. Vi un grupo de personas y me les uní, no sabía que estaban esperando que llegara su guía y que habían pagado sus 20 dólares de entrada, así que con mucha pena entré sin pagar boleto. Quedé maravillado con tanta información y tan bien presentada, obvio que mi mayor entusiasmo fue al descubrir la sala sobre las culturas ancestrales de México prehispánico.

American Museum of Natural History

     Había visto tantas películas americanas de policías que aparcaban sus patrullas y salían a comer unos ricos hotdogs, que en la misma esquina de Broadway vi un puesto de ellos y pedí uno, fue horrible, nada que ver con los nuestros, de México. No me quedé con las ganas de ver mi cara en el alto edificio así que pasé a que me tomaran la foto para proyectarla. Existen centenas de edificios, muy bonitos, pero muy desangelados, de colores metalizados, nada qué ver con los colonial artístico y romántico de nuestra Ciudad de los Palacios, México, D.F. y que por cierto, es la ciudad con el mayor número de museos en todo el mundo.

Broadway


     Algo que me llamó poderosamente la atención fue encontrarme gran cantidad de pennys o monedas de un centavo de dólar tirados en la calle, vi que la gente no les hacía caso, pero yo como buen cristiano me iba agachando a levantarlos. A diario juntaba arriba de treinta monedas. Nunca pregunté, si los neoyorquinos los tiraban por pensar que les traía suerte, o por despreciarlos.


     Admirable que los autobuses urbanos respeten la parada de los minusválidos y senectos y que inclusive tengan una escalerilla mecánica especial para facilitar su ingreso. Y en relación al mito sobre la violenta persecución en automóviles de algunas películas americanas, me percaté que está penalizado correr a altas velocidades, no respetar el paso peatonal y sobre todo el uso sin sentido del claxon.


     Existen infinidad de áreas verdes, todas muy bien condicionadas con mesas y sillas para el confort del ciudadano que quiera lonchar, leer y escribir o usar su laptop, me senté en una de las bancas de un céntrico parque, y observé el ir y venir de las personas sobre las avenidas, me levanté tan distraído que olvidé mi paraguas en la banca. Me tocó pasar por afuera de un parque enrejado y con puertas cerradas, al parecer era exclusivo para cierta élite. E igual me sorprendió que haya parques equipados con juegos para las mascotas.

Empire State Building

     Una de los mayores deseos en mi vida fue conocer el Empire State, aquí entre nos me recordaba a la guapa Jesicca Lange en brazos de King Kong. Me formé en la gran fila de acceso, y una vez arriba no pude apreciar todo el panorama debido a lo nublado de la tarde, bueno, pero me encontré un paraguas olvidado y, así pude compensar el que había dejado en la banca del parque. A la salida, en la esquina del edificio hay una tienda en donde venden juguetes de los superhéroes, compré algunos de ellos.


     Me acosó el hambre, distinguí un restaurante de comida mexicana, nada que ver, no tienen el sazón de acá. Y descubrí que para comer hamburguesas no hay nada mejor que un establecimiento atendido por portorriqueños. Finalmente los siguientes días preferí ir a comer comida china en el Chinatown e italiana en el Little Italy. Los dos barrios colindan.

Little Italy

     Me había dado gran tristeza ver que en la película americana The Day After Tomorrow, son quemados los libros de The New York Public Library para combatir el frío glacial. Llegué a ella, en la entrada me pidieron mi paraguas el cual metieron en una máquina que los forra para no mojar con su goteo dentro de la biblioteca. Pedí varios títulos para leer, casi todos hubo, pedí copiar uno de ellos, el cual estaba tan deshidratado que parecía un viejo pergamino. Hay una sala equipada con varias copiadoras, uno mismo puede copiar sus libros, pero en el caso del mío, tenía que hacerlo una persona especializada, y entregarlo en dos días, mismos que me pasé leyendo en la biblioteca. En dónde además me dieron mi credencial de miembro de ella. Cada copia cuesta 20 centavos de dólar, tuve que pagar arriba de 800 pesos de los nuestros por mi copia. Fue muy doloroso apreciar en las copias que a cada impresión se rompieran las hojas del libro. Unos seis años después, en una nueva librería de usados en Xalapa, Ver., encontré y compré el mismo libro, seminuevo, bien envuelto, a 80 pesos. Aclaro que nunca más lo he vuelto a ver a la venta.

The New York Public Library

     La vuelta en barco sobre los ríos Hudson y East, es un deleite de 2 a 3 horas, aprecias la emblemática estatua de La Libertad, en su isleta, cerca de la desembocadura del río Hudson. Pasas por debajo de hermosos puentes como el Brooklyn, y unas vistas formidables de la ciudad.

Brooklyn Bridge


     Por cierto, que me imaginaba enorme a la estatua de la Libertad. Realmente no era cómo me esperaba. En películas y documentales le ponen efectos para verse imponente. Estaba cerrada al público por mantenimiento de la misma.


     Uno de los lugares que más me gusto es Greenwich Village, lo sentí más bohemio, más europeizante, lleno de cafés, restaurantes, pastelerías, tiendas con mesas sobre la banqueta, se escuchaba la música de jazz.

 Greenwich Village

     Checando que tipo de comidas ofrecían los restaurantes del área, y curioseando en tiendas y bazares, encontré a una joven americana que tenía en venta algunos artículos fuera de su casa. Me llamó la atención una tetera china de cobre, y al momento de preguntarle el precio, se acercó un cartero y le entregó una carta que al instante de verla la llenó de alegría, los ojos le brillaron y esbozó una amplia sonrisa. Me contagió su alegría y le eché “porras”. Aproveché la ocasión para preguntarle por el precio de la tetera y me dijo 10 dólares. Cómo yo traía los bolsillos llenos de “pennys” (centavos), y monedas de 5 ctvos. (níquel), de 10 ctvos. (dime) y 25 ctvos. (quarter) empecé a contar y al verme me exclamó ¡Is free, is for you!, le di las gracias y me retiré contento con mi tetera china de cobre. Ahí entendí que a los neoyorquinos nos les agradan mucho las monedas de pequeño valor.


Por cierto, todo este relato es porque vi hoy mi bella tetetera china de cobre.



jueves, 11 de agosto de 2016

AMOR FILIAL Antonio Fco. Rguez. A.

AMOR FILIAL
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado


Imagen tomada de Internet


     Un fin de semana más en el servicio de urgencias en la clínica de aquella población cañera. La carretera estaba en tan mal estado, que tenía que esperar todas esas noches sobre ella a que pasara un autobús que me llevara al puerto de Veracruz, y después de más de dos horas de viaje, usualmente sin haber encontrado asiento disponible llegaba a mi destino, tomaba un taxi y al bajar de él y empezar a caminar esos 20 metros de entrada al edificio, sentía que mis pasos se ponían lentos y pesados, cómo no queriendo llegar, pero a la vez había un pensamiento que me animaba a seguir. Y en efecto, igual que todas esas noches de domingo, mi hija esperaba por mí. Ella con su gran amor prendía mi alma. Inmediatamente me llenaba de besos y abrazos, me ofrecía una taza de café y me preguntaba cómo me había ido esos dos días de ausencia por el trabajo. Aunque a veces sentimos que no todo en la vida marcha como uno quisiera, siempre habrá quién con una sonrisa y su amor nos haga sentir que no todo en el mundo es gris.