Mi
otro yo GGM
Imagen de Internet
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Hace poco, al despertar en mi cama de México, leí en un periódico
que yo había dictado una conferencia literaria el día anterior en La Palma de
Gran Canaria, al otro lado del océano, y el acucioso corresponsal no sólo había
hecho un recuento pormenorizado del acto, sino también una síntesis muy
sugestiva de mi exposición. Pero lo más halagador para mí fue que los temas de
la reseña eran mucho más inteligentes de lo que se me hubiera podido ocurrir, y
la forma en que estaban expuestos era mucho más brillante de lo que yo hubiera
sido capaz. Sólo había una falla: yo no había estado en La Palma ni el día
anterior ni en los 22 años precedentes, y nunca había dictado una conferencia
sobre ningún tema en ninguna parte del mundo.
Sucede a menudo que se
anuncia mi presencia en lugares donde no estoy. He dicho por todos los medios
que no participo en actos públicos, ni pontifico en la cátedra ni me exhibo en
televisión, ni asisto a promociones de mis libros ni me presto para ninguna
iniciativa que pueda convertirme en un espectáculo. No lo hago por modestia
sino por algo peor: por timidez. Y no me cuesta ningún trabajo, porque lo más
importante que aprendí a hacer después de los 40 años fue a decir que no cuando
es no. Sin embargo, nunca falta un promotor abusivo que anuncia por la prensa,
o en las invitaciones privadas, que estaré el martes próximo a las seis de la
tarde en algún acto del cual no tengo noticia. A la hora de la verdad, el
promotor se excusa ante la concurrencia por el incumplimiento del escritor que
prometió venir y no vino, agrega unas gotas de mala leche sobre los hijos de
los telegrafistas a quienes se les sube la fama a la cabeza, y termina por
conquistarse la benevolencia del público para hacer con él lo que le da la
gana. Al principio de esta desdichada vida de artista, aquel truco malvado
había empezado a causarme erosiones en el hígado. Pero me he consolado un poco
leyendo las memorias de Graham Greene, quien se queja de lo mismo en su
divertido capítulo final, y me ha hecho comprender que no hay remedio, que la
culpa no es de nadie, porque existe otro yo que anda suelto por el mundo, sin
control de ninguna índole, haciendo todo lo que uno debiera hacer y no se
atreve.
En ese sentido, lo más
curioso que me ha ocurrido no fue la conferencia inventada de Canarias, sino el
mal rato que pasé hace dos años con Air France a propósito de una carta que
nunca escribí. En realidad, Air France había recibido una protesta altisonante
y colérica, firmada por mí, en la cual yo me quejaba del mal trato de que había
sido víctima en el vuelo regular de esa compañía entre Madrid y París, y en una
fecha precisa. Después de una investigación rigurosa, la empresa había impuesto
a la azafata las sanciones del caso, y el departamento de relaciones públicas
me mandó a Barcelona una carta de excusas, muy amable y compungida, que me dejó
perplejo, porque en realidad yo no había estado nunca en ese vuelo. Más aún:
siempre vuelo tan asustado, que ni siquiera me doy cuenta de cómo me tratan, y
todas mis energías las consagro a sostener mi silla con las manos para ayudar a
que el avión se sostenga en el aire, o a tratar de que los niños no corran por
los pasillos por temor de que desfonden el piso. El único incidente indeseable
que recuerdo fue en un vuelo desde Nueva York en un avión tan sobrecargado y
opresivo que costaba trabajo respirar. En pleno vuelo, la azafata le dio a cada
pasajero una rosa roja. Yo estaba tan asustado, que le abrí mi corazón. “En vez
de darnos una rosa –le dije– sería mejor que nos dieran cinco centímetros más
de espacio para las rodillas”. La hermosa muchacha, que era de la estirpe brava
de los conquistadores, me contestó impávida: “Si no le gusta, bájese”. No se me
ocurrió, por supuesto, escribir ninguna carta de protesta a una compañía de
cuyo nombre no quiero acordarme, sino que me fui comiendo la rosa, pétalo por
pétalo, masticando sin prisa sus fragancias medicinales contra la ansiedad,
hasta que recobré el aliento. De modo que cuando recibí la carta de la compañía
francesa me sentí tan avergonzado por algo que no había hecho, que fui en
persona a sus oficinas para aclarar las cosas, y allí me mostraron la carta de
protesta. No hubiera podido repudiarla, no sólo por su estilo, sino porque a mí
mismo me hubiera costado trabajo descubrir que la firma era falsa.
El hombre que escribió
esa carta es sin duda el mismo que dictó la conferencia de Canarias, y el que
hace tantas cosas de las cuales apenas si tengo noticias por casualidad. Muchas
veces, cuando llego a una casa de amigos, busco mis libros en la biblioteca con
aire distraído, y les escribo una dedicatoria sin que ellos se den cuenta. Pero
más de dos veces me ha ocurrido encontrar que los libros estaban ya dedicados,
con mi propia letra, con la misma tinta negra que uso siempre y el mismo estilo
fugaz, y firmados con un autógrafo al cual lo único que le faltaba para ser mío
es que yo lo hubiera escrito. Igual sorpresa me he llevado al leer en
periódicos improbables alguna entrevista mía que yo no concedí jamás, pero que
no podía reprobar con honestidad porque corresponde línea por línea a mi
pensamiento. Más aún: la mejor entrevista mía que se ha publicado hasta hoy, la
que expresaba mejor y de un modo más lúcido los recovecos más intrincados de mi
vida, no sólo en literatura sino también en política, en mis gustos personales
y en los alborozos e incertidumbres de mi corazón, apareció hace unos dos años
en una revista marginal de Caracas, y era inventada hasta el último aliento. Me
causó una gran alegría, no sólo por ser tan certera, sino porque estaba firmada
con su nombre completo por una mujer que yo no conocía, pero debía amarme mucho
para conocerme tanto, aunque sólo fuera a través de mi otro yo.
Algo semejante me
ocurre con gentes entusiastas y cariñosas que me encuentro por el mundo entero.
Siempre es alguien que estuvo conmigo en un lugar donde yo no estuve nunca, y
que conserva un recuerdo grato de aquel encuentro. O que es muy amigo de algún
miembro de mi familia al cual no conoce en realidad, porque el otro yo parece
tener tantos parientes como yo mismo, aunque tampoco ellos son los verdaderos,
sino que son los dobles de los parientes míos. En México me encuentro con
frecuencia con alguien que me cuenta las pachangas babilónicas que suele hacer
con mi hermano Humberto en Acapulco. La última vez que lo vi me agradeció el
favor que le hice a través de él, y no me quedó más remedio que decirle que de
nada, hombre, ni más faltaba, porque nunca he tenido corazón para confesarle
que no tengo ningún hermano que se llame Humberto ni viva en Acapulco.
Hace unos tres años
acababa de almorzar en mi casa en México cuando llamaron a la puerta, y uno de
mis hijos, muerto de risa, me dijo: “Padre, ahí te buscas tú mismo”. Salté del
asiento, pensando con una emoción incontenible: “Por fin, ahí está”. Pero no
era el otro, sino el joven arquitecto mexicano Gabriel García Márquez, un
hombre reposado y pulcro, que sobrelleva con un grande estoicismo la desgracia
de figurar en el directorio telefónico. Había tenido la gentileza de averiguar
mi dirección para llevarme la correspondencia que se había acumulado durante
años en su oficina. Hacía poco, alguien que estaba de paso en México buscó
nuestro teléfono en el directorio, y le contestaron que estábamos en la clínica
porque la señora acababa de tener una niña. ¡Qué más hubiera querido yo! El
hecho es que la esposa del arquitecto debió de recibir un ramo de rosas
espléndidas, y además muy merecidas, para celebrar el feliz advenimiento de la
hija con que soñé toda la vida y que no tuve nunca.
No. Tampoco el joven
arquitecto era mi otro yo, sino alguien mucho más respetable: un homónimo. El
otro yo, en cambio, no me encontrará jamás, porque no sabe dónde vivo, ni cómo
soy, ni podría concebir que seamos tan distintos. Seguirá disfrutando de su
existencia imaginaria, deslumbrante y ajena, con su yate propio, su avión
privado y sus palacios imperiales donde baña con champaña a sus amantes doradas
y derrota a trompadas a sus príncipes rivales. Seguirá alimentándose de mi
leyenda, rico hasta más no poder, joven y bello para siempre y feliz hasta la
última lágrima, mientras que yo sigo envejeciendo sin remordimientos frente a
la máquina de escribir, ajeno a sus delirios y desafueros, y buscando todas las
noches a mis amigos de toda la vida para tomarnos los tragos de siempre y
añorar sin consuelo el olor de la guayaba. Porque lo más injusto es eso: que el
otro es el que goza de la fama, pero yo soy el que se jode viviendo.
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