VICENTE
LÁZARO
“EL
TUERTO”
Alfredo
Garcimarrero
Imagen Internet
“EL TUERTO”, era el sobrenombre que con
solo pronunciarse atemorizaba a toda la comarca. Su dueño: indio grande, picado
de viruela, ensombrerado y corpulento cuya sola presencia imponía miedo.
Casi legendario, se le achacaban más
crímenes que los que verdaderamente había cometido.
Un caso perfecto para Lombroso. Se decía
que tenía pacto con el diablo.
En el pueblo contaba con varias mujeres pero
“la más principal” como se autonombraba era doña Teódula, mujer entrada en años,
regordeta y sucia, despedía un olorcillo a brasero de fritanga ganado a fuerza
de no bañarse más que una vez al año.
Ella era la única que tenía hijos de Vicente
Lázaro… Los cuales por una extraña coincidencia con las ideas lombrocianas,
eran también pequeños delincuentes especializados en raterías de poca monta.
El Tuerto, desde hacía años era buscado
por don “Fausto Segura”, aguerrido jefe de la Policía lugareña, que tenía
alerta: el oído a toda denuncia y el máuser a todo movimiento de matojo. Buscaba
a Vicente Lázaro por todos los rumbos, desde Chiconta hasta el Arco lo había
rastreado con sus bravos, sin poder echarle el guante.
Una noche llegó a sus oídos que Vicente
Lázaro estaba en el pueblo, en casa de doña Teódula, lo habían traído mal
herido de por el rumbo del Mal País.
Don Fausto fue en su busca, pero su
desencanto fue muy grande cuando se encontró con que “El Tuerto” ya había
cerrado los dos ojos.
Doña Teódula le abrió la puerta y la
primera impresión lo dejó de una pieza: un cuarto pequeño iluminado por cuatro cirios,
en medio de ella, una caja de madera blanca, mal pulida, con un vidrio colocado
exactamente sobre el rostro del que en vida fuera Vicente Lázaro. Su duda era
grande, tanto como su odio, pensó que tal vez se trataba de una artimaña más
del delincuente para evadir las garras de la justicia; se acercó cauteloso, sin
hacer ruido, como el cazador que va por su presa, fijó sus ojos sobre el rostro
del cadáver para cerciorarse que era efectivamente el que buscaba, contuvo la
respiración, se acercó un poco más y lanzó un horrible grito, el grito de un
valiente asustado.
“Ese hombre está vivo y me hace gestos
cada vez que me acerco a su caja, sáquenlo que lo llevo a la cárcel”.
El sacerdote que rezaba el rosario se paró
consternado y gritando: “No señor, no está vivo él ha muerto en mis brazos y le
he dado los Santos Oleos”, y acercándose al féretro continuó ¡DIOS DE LOS
CIELOS!, en efecto hace muecas, quizá su
cuerpo está sintiendo el duro castigo que su alma sufre en estos momentos…
oremos.
Y mientras la concurrencia rodilla en
tierra elevaba sus plegarias al cielo, doña Teódula reía para sus adentros,
evocando el viejo recuerdo de cómo se deformaba su cara de niña en el antiguo
espejo corriente donde se quebraba la luz mañanera que entraba por la ventana.
Foto facilitada por mi amigo Agustín Mantilla Trolle
Alfredo Benjamín
Garcimarrero Ochoa. Humorista. Profesionista (abogado). Nació en Xalapa en
1939. Falleció el 28 de junio del 2014, en Xalapa. Catedrático de la Facultad
de Derecho de la UV (1966); síndico de la Comuna de Xalapa (1982-85); Director
de Turismo del Estado (1987-89); presidente del Tribunal de lo Contencioso
Administrativo del Estado (1972); magistrado del Tribunal Superior de Justicia
del Estado (1994). Escribe, al igual que su hermano gemelo Magno, con el
seudónimo de Alfredo Garcimarrero. Colaborador de periódicos y revistas: Diario
de Xalapa, Gráfico de Xalapa, Política, ¿Quién? en Veracruz, La Tarántula, El
Chahuistle. Obra conjunta: Anecdotario de Jalacingo (1976); Los arietes que nos
cuelgan (1981).
Obra:
El jurista en el Estado
Mexicano (1965); Apuntes de Sociología Jurídica (1977); Crónica de cien días de
campaña (1985); Nueve de amor y una de desamor (1996).
Diccionario
Enciclopédico Veracruzano / Roberto Peredo / UV