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jueves, 26 de noviembre de 2015

POEMAS Jaime Sabines

POEMAS
Jaime Sabines




TE DESNUDAS IGUAL…

Te desnudas igual que si estuvieras sola
y de pronto descubres que estás conmigo.
¡Cómo te quiero entonces
entre las sábanas y el frío!

Te pones a flirtearme como a un desconocido
y yo te hago la corte ceremonioso y tibio.
Pienso que soy tu esposo
y que me engañas conmigo.

¡Y como nos queremos entonces en la risa
de hallarnos solos en el amor prohibido!
(Después, cuando pasó, te tengo miedo
y siento un escalofrío.)



TE QUIERO A LAS DIEZ DE LA MAÑANA

Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.

Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?




LOS AMOROSOS

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.

Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.

Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.

Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.

Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.





HE AQUÍ QUE TÚ ESTÁS SOLA…

He aquí que tú estás sola y que estoy solo.
Haces tus cosas diariamente y piensas
y yo pienso y recuerdo y estoy solo.

A la misma hora nos recordamos algo
y nos sufrimos. Como una droga mía y tuya
somos, y una locura celular nos recorre
y una sangre rebelde y sin cansancio.

Se me va a hacer llagas este cuerpo solo,
se me caerá la carne trozo a trozo.
Esto es lejía y muerte.
El corrosivo estar, el malestar
muriendo es nuestra muerte.

Ya no sé dónde estás. Yo ya he olvidado
quién eres, dónde estás, cómo te llamas.
Yo soy sólo una parte, sólo un brazo,
una mitad apenas, sólo un brazo.

Te recuerdo en mi boca y en mis manos.
Con mi lengua y mis ojos y mis manos
te sé, sabes a amor, a dulce amor, a carne,
a siembra , a flor, hueles a amor, a ti,
hueles a sal, sabes a sal, amor y a mí.

En mis labios te sé, te reconozco,
y giras y eres y miras incansable
y toda tú me suenas
dentro del corazón como mi sangre.
Te digo que estoy solo y que me faltas.
Nos faltamos, amor, y nos morimos
y nada haremos ya sino morirnos.

Esto lo sé, amor, esto sabemos.
Hoy y mañana, así, y cuando estemos
en nuestros brazos simples y cansados,

me faltarás, amor, nos faltaremos.


ME ENCANTA DIOS

Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos.

Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida -no tú ni yo- la vida, sea para siempre.

Ahora los científicos salen con su teoría del Big Bang... Pero ¿qué importa si el universo se expande interminablemente o se contrae? Esto es asunto sólo para agencias de viajes.

A mí me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho -frente al ataque de los antibióticos- ¡bacterias mutantes!

Viejo sabio o niño explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo y de carne y hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble.

Mueve una mano y hace el mar, y mueve la otra y hace el bosque. Y cuando pasa por encima de nosotros, quedan las nubes, pedazos de su aliento.

Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, y manda tormentas, caudales de fuego, vientos desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero esto es mentira. Es la tierra que cambia -y se agita y crece- cuando Dios se aleja.

Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy.

A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios.






domingo, 22 de noviembre de 2015

VEINTICINCO DE AGOSTO, 1983 Jorge Luis Borges

"VEINTICINCO DE AGOSTO, 1983"
Jorge Luis Borges 



Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once de la noche pasadas. Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares muy conocidos. El ancho portón estaba abierto; la quinta, a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón. Curiosamente el dueño no me reconoció y me tendió el registro. Tomé la pluma que estaba sujeta al pupitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abierto, ocurrió la primera sorpresa de las muchas que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge Luis Borges, ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca.


El dueño me dijo:

-Yo creí que usted ya había subido.

Luego me miró bien y se corrigió:

-Disculpe, señor El otro se le parece tanto, pero, usted es más joven.

Le pregunté:

-¿Qué habitación tiene?

-Pidió la pieza 19 -fue la respuesta.

Era lo que yo había temido.

Solté la pluma y subí corriendo las escaleras. La pieza 19 estaba en el segundo piso y daba a un pobre patio desmantelado en el que había una baranda y, lo recuerdo, un banco de plaza. Era el cuarto más alto del hotel. Abrí la puerta que cedió. No habían apagado la araña. Bajo la despiadada luz me reconocí. De espaldas en la angosta cama de fierro, más viejo, enflaquecido y muy pálido, estaba yo, los ojos perdidos en las altas molduras de yeso. Me llegó la voz. No era precisamente la mía; era la que suelo oír en mis grabaciones, ingrata y sin matices.

-Qué raro -decía- somos dos y somos el mismo. Pero nada es raro en los sueños.

Pregunté asustado:

-Entonces, ¿todo esto es un sueño?

-Es, estoy seguro, mi último sueño.

Con la mano mostró el frasco vacío sobre el mármol de la mesa de luz.

-Vos tendrás mucho que soñar, sin embargo, antes de llegar a esta noche. ¿En qué fecha estás?

-No sé muy bien -le dije aturdido-. Pero ayer cumplí sesenta y un años.




-Cuando tu vigilia llegue a esta noche, habrás cumplido, ayer, ochenta y cuatro. Hoy estamos a 25 de agosto de 1983.

-Tantos años habrá que esperar -murmuré.

-A mí ya no me está quedando nada -dijo con brusquedad-. En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos y Stevenson.

Sentí que la evocación de Stevenson era una despedida y no un rasgo pedante. Yo era él y comprendía. No bastan los momentos más dramáticos para ser Shakespeare y dar con frases memorables. Para distraerlo, le dije:

-Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio.

-Sí -me respondió lentamente, como si juntara recuerdos-. Pero no veo la relación. En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el hotel Las Delicias había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado.

-Por eso estoy aquí -le dije.

-¿Aquí? Siempre estamos aquí. Aquí te estoy soñando en la casa de la calle Maipú. Aquí estoy yéndome, en el cuarto que fue de madre.

-Que fue de madre -repetí, sin querer entender-. Yo te sueño en la pieza 19, en el patio de arriba.

-¿Quién sueña a quién? Yo sé que te sueño, pero no sé si estás soñándome. El hotel de Adrogué fue demolido hace ya tantos años, veinte, acaso treinta. Quién sabe.

-El soñador soy yo -repliqué con cierto desafío.

-No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo hombre soñando o dos que se sueñan.

-Yo soy Borges, que vio tu nombre en el registro y subió.

-Borges soy yo, que estoy muriéndome en la calle Maipú.

Hubo un silencio, el otro me dijo:

-Vamos a hacer la prueba. ¿Cuál ha sido el momento más terrible de nuestra vida?

Me incliné sobre él y los dos hablamos a un tiempo. Sé que los dos mentimos.

Una tenue sonrisa iluminó el rostro envejecido. Sentí que esa sonrisa reflejaba, de algún modo, la mía.

-Nos hemos mentido -me dijo- porque nos sentimos dos y no uno. La verdad es que somos dos y somos uno.

Esa conversación me irritaba. Así se lo dije.

Agregué:

-Y vos, en 1983, ¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan?

-¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia.

-¡Islandia! ¡Islandia de los mares!

-En Roma, repetirás los versos de Keats, cuyo nombre, como el de todos, fue escrito en el agua.

-No he estado nunca en Roma.

-Hay también otras cosas. Escribirás nuestro mejor poema, que será una elegía.

-A la muerte de... -dije yo. No me atreví a decir el nombre.

-No. Ella vivirá más que vos.

Quedamos silenciosos. Prosiguió:

-Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo.
Hacia 1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos, y cederás a la vana y supersticiosa tentación de escribir tu gran libro. La superstición que nos ha infligido el Fausto de Goethe, Salammbó, el Ulysses. Llené, increíblemente, muchas páginas.

-Y al final comprendiste que habías fracasado.

-Algo peor Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes.

-Ese museo me es familiar -observé con ironía.

-Además, los falsos recuerdos, el doble juego de los símbolos, las largas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apócrifas.

-¿Publicaste ese libro?

-jugué, sin convicción, con el melodramático propósito de destruirlo, acaso por el fuego. Acabé por publicarlo en Madrid, bajo un seudónimo. Se habló de un torpe imitador de Borges, que tenía el defecto de no ser Borges y de haber repetido lo exterior del modelo.



-No me sorprende -dije yo-. Todo escritor acaba por ser su menos inteligente discípulo.

-Ese libro fue uno de los caminos que me llevaron a esta noche. En cuanto a los demás... La humillación de la vejez, la convicción de haber vivido ya cada día...

-No escribiré ese libro -dije.

-Lo escribirás. Mis palabras, que ahora son el presente, serán apenas la memoria de un sueño.

Me molestó su tono dogmático, sin duda el que uso en mis clases. Me molestó que nos pareciéramos tanto y que aprovechara la impunidad que le daba la cercanía de la muerte. Para desquitarme, le dije:

-¿Tan seguro estás de que vas a morir?

-Sí -me replicó-. Siento una especie de dulzura y de alivio, que no he sentido nunca. No puedo comunicarlo. Todas las palabras requieren una experiencia compartida. ¿Por qué parece molestarte tanto lo que te digo?

-Porque nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía.

-Yo también -dijo el otro-. Por eso resolví suicidarme.

Un pájaro cantó desde la quinta.

-Es el último -dijo el otro.

Con un gesto me llamó a su lado. Su mano buscó la mía.
Retrocedí; temí que se confundieran las dos.
Me dijo:

-Los estoicos enseñan que no debemos quejamos de la vida; la puerta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la cobardía me demoraron. Hará unos doce días, yo daba una conferencia en La Plata sobre el Libro VI de la Eneida. De pronto, al escandir un hexámetro, supe cuál era mi camino. Tomé esta decisión. Desde aquel momento me sentí invulnerable. Mi suerte será la tuya, recibirás la brusca revelación, en medio del latín y de Virgilio y ya habrás olvidado enteramente este curioso diálogo profético, que transcurre en dos tiempos y en dos lugares. Cuando lo vuelvas a soñar, serás el que soy y tú serás mi sueño.

-No lo olvidaré y voy a escribirlo mañana.

-Quedará en lo profundo de tu memoria, debajo de la marea de los sueños. Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico. No será mañana, todavía te faltan muchos años.

Dejó de hablar, comprendí que había muerto. En cierto modo yo moría con él; me incliné acongojado sobre la almohada y ya no había nadie.


Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio, ni las escaleras de mármol, ni la gran casa silenciosa, ni los eucaliptus, ni las estatuas, ni la glorieta, ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adrogué.

Afuera me esperaban otros sueños.



Jorge Luis Borges

La memoria de Shakespeare (1983)




jueves, 19 de noviembre de 2015

HOY Y LA ALEGRÍA Mario Benedetti

HOY Y LA ALEGRÍA
Mario Benedetti
Uruguayo universal 1920-2009



Y es cierto: usted no existe. Ahora puedo decirlo, pensarlo, escribirlo ¡usted no existe!

     Ahora que estoy nuevamente en mi habitación y mi mujer lee el diario de la noche… En realidad usted fue siempre una imagen, la imagen que yo creé a partir de un conjunto de anhelos, de deseos incumplidos, de pequeños fracasos…Usted fue la imagen de la mujer segura, la mujer con enorme capacidad de sacrificio, la infatigable presencia humana que yo hubiera aprendido a amar.




     Usted fue la criatura mía, solamente mía, la que yo inventé a fin de que mi ideal no permaneciera eternamente abstracto a fin de que tuviera rostro, decisiones, palabras, tal como las otras criaturas -las creadas por Dios y no por mí-… Yo la inventé a usted con su piel de pecas, con su mirada reticente, con sus manos afiladas y tibias, con sus silencios flexibles, con su recurrente ternura. Yo la creé idealmente imperfecta, con esas pequeñas y poderosas fealdades que inexplicablemente singularizan su rostro y le comunican su derecho al recuerdo, con esas comisuras de simpatía que desmantelan la serenidad y esclavizan el sueño. Así ingreso usted a mis insomnios, así participó de esa complejidad pueril que yo formé para ser sola imagen…



     Hoy me decidí. Usted no puede saber por qué. Me decidí sencillamente para terminar con usted de una vez por todas. En mis manos tenía dos rumbos: postergar definitivamente el encuentro y continuar viviendo una alegría a experimentar, o resolverme a imaginar ese encuentro y alejarla a usted definitivamente de mi juego. Lo primero era una tortura viva, lo segundo, otra más llevadera: meramente resignarme a su desaparición.




     Pero, ¿Cómo podría usted desaparecer? ¿No se renovaría el recuerdo agregado nuevas imágenes a su primitivo pasado accesorio?…De manera que la única solución era crear el encuentro, literalmente verla imaginada, pero a la vez imaginarla traicionándome y traicionándose, es decir, eludiendo nuestro cerrado mundo en común. Desde el momento en que usted fuera infiel a nuestro sacrificio, o sea, desde el momento en que eludiera al beneficio apócrifo, a él, es decir, a Diego, para permanecer estúpidamente a un no-Diego, entonces yo podría escapar derrotado, asqueado quizá por su cambio, por su deserción…de la terrible desaparición de usted. Era el tiempo en su exacto valor el hallazgo y la pérdida, el consuelo y la desesperanza…



domingo, 15 de noviembre de 2015

SUEÑOS INFANTILES Antonio Fco. Rguez. A.

SUEÑOS INFANTILES
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado


De niño me sentía atrapado por las historias extraordinarias que escuchaba, debo aclarar que nunca me sentí motivado a ser el héroe que salvaba a la princesa, pero me llamaba la atención lo maravilloso  de las varitas mágicas, casi todo podían hacer. Cuando descubrí a Aladino, quise tener una lámpara como esa.  Más adelante me enteré de los experimentos en laboratorios, de unir tales y tales sustancias para crear fórmulas para trasmutar objetos sin valor en oro, o que, te volvieran fuerte, invencible y con el poder de volar. O también, que te convirtieran en el animal que tú quisieras ser, sobre todo un águila para descubrir el mundo desde el aire. Claro que también me atraía la idea de conocer a una bruja o hechicera que me preparara recetas mágicas para poder hacer todo lo que yo quisiera, como aprender sin ir a la escuela. Igual pasó por mi mente el encontrar  conjuros, escondidos en algún viejo libro.









                                                            Ya un poco más grande lo que soñaba era convertirme en un Hércules o un Sansón, tener un anillo con una piedra de aerolito para volverme invisible, o ser igual que los grandes vaqueros como el Charrito de Oro, el Látigo Negro o el Llanero Solitario, o como los superhéroes de los comics, entre éstos Supermán, Thor o Flash.




     Lo que nunca deseé hacer para lograr todos estos propósitos es lo que se consideraba más fácil y rápido, vender el alma al Diablo.



     Como nunca pude hacer nada de esto, no me quedó más remedio que seguir estudiando, y empezar a trabajar para volverme el héroe de mi propia historia.

     Afortunadamente, un día,  encontré la magia que me daría todos los poderes del mundo, se encontraba encerrada dentro de algunos libros y sólo tuve que abrirlos y leerlos para liberarla y ser dueño de ella. Merlín y todos los brujos y magos medievales se retiraron para que yo pudiera darle la bienvenida a Julio Verne, A Emilio Salgari, Honorato de Balzac, H.G. Wells, Ray Bradbury, H. P. Lovecraft, Isaac Asimov, etc.

     Fue realmente admirable que al descubrir la magia de los libros me haya cambiado desde entonces la vida.

     Ahora, es triplemente fantástico, al poseer la magia que yo mismo fabriqué, la magia de mis recuerdos infantiles y la magia que sigo sustrayendo de mis libros de los grandes escritores.

         Así como podemos cambiar nuestra vida, también podemos cambiar nuestro mundo. Rodéate siempre de los grandes maestros, ábrelos, léelos. Y sé feliz.


miércoles, 11 de noviembre de 2015

¡PREFIERO SER LOCO... LA CORDURA MATA! Antonio Fco. Rguez. A.

¡PREFIERO SER LOCO... LA CORDURA MATA!
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado

 Imagen de Internet

¡Estuve en un manicomio y me escapé... desanimado por el exceso de cordura del personal! Muchas veces relaciono el exceso de cordura con estados vegetativos. Uno goza más sus locuras estando en libertad. Toda la vida he sabido que no hay nada más sano que poseer buen humor, reírte con mesura y con respeto, reírse hasta de uno mismo, de nuestras burradas o metidas de pata que frecuentemente hacemos, no busquemos ser perfectos, busquemos ser felices. La perfección te impone normas que te esclavizan, ah... y mucho menos busquemos ser perfectos para agradar a los demás, no nos volvamos monigotes de la sociedad. 



     Demos siempre nuestra mejor sonrisa, "la sonrisa vence más que la espada" (Shakespeare). No dejemos de cultivar nuestra autoestima, alimentémosla día a día, hagamos todo aquello que más nos agrade, no tenemos que pedir permiso a nadie para ser felices. Amemos y agradezcamos las atenciones y bendiciones que nos proporcionan las personas que nos quieren. Un mejor presente es estar rodeado de personas afines, hagamos a un lado a las personas egoístas y tóxicas, nos llenan de basura el camino que tenemos que andar en busca de un mejor futuro. ¡Quien no llena tu vida...no te alimenta! No desperdiciemos más nuestra vida, en opinar o criticar en la de los demás, tenemos tanto en hacer y reparar en la nuestra, que esa debe ser nuestra única prioridad. Busquemos ser mejores cada día. Es mi más loco consejo.


Imagen de Internet


martes, 10 de noviembre de 2015

DOLOR Alfonsina Storni

DOLOR
Alfonsina Storni



Quisiera esta tarde divina de octubre
Pasear por la orilla lejana del mar;


Que la arena de oro, y las aguas verdes,
Y los cielos puros me vieran pasar.


Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
Como una romana, para concordar


Con las grandes olas, y las rocas muertas
Y las anchas playas que ciñen el mar.


Con el paso lento, y los ojos fríos
Y la boca muda, dejarme llevar;


Ver cómo se rompen las olas azules
Contra los granitos y no parpadear


Ver cómo las aves rapaces se comen
Los peces pequeños y no despertar;


Pensar que pudieran las frágiles barcas
Hundirse en las aguas y no suspirar;


Ver que se adelanta, la garganta al aire,
El hombre más bello; no desear amar...


Perder la mirada, distraídamente,
Perderla, y que nunca la vuelva a encontrar;


Y, figura erguida, entre cielo y playa,

Sentirme el olvido perenne del mar.






ALFONSINA STORNI Un cuento

Un cuento de
Alfonsina Storni




Primer episodio

Hace aproximadamente seis meses que conocí a Cuca.

     Yo vivo en un barrio apartado y mi casa carece de balcón. Suelo asomarme, pocas veces, a ver la calle a través de una bonita ventana de chalet moderno.

     En uno de mis raleados vistazos al arroyo, mis ojos chocaron por vez primera con la nuca de Cuca, una preciosa nuca, pincelada de una mezcla de polvos de luna, rosa coty y agua del río del cielo; adherida a aquélla vi extenderse la curva de la más graciosa melena que haya contemplado en mi vida.

     Vestía de rigurosa moda un traje verde jade que dejaba al descubierto sus brazos perfectos y sus imperfectas piernas. Los zapatos y medias, de un muerto amarillo paja seca, al afinarle las extremidades, hacían recordar las patas de los canarios.

     Estábase callada en la acera, de espaldas a mi ventana, oyendo las razones de una vecina que le contaba un asunto de modistas y trapos.

     De pronto me eché a reír como una loca; había escuchado la voz de Cuca, una voz humana como salida de una laringe de madera.

     Cuando pude contenerme guardé silencio para paladear sus palabras: razonaba como una joven común de la clase media y de veinte años.

     Salí de mi apostadero y, sin más ni más, acercándome a ella, la tomé por los hombros y, obligándola a girar sobre sí misma, la arrostré diciéndole: —¡Quiero conocerle los ojos!

     Ella dio un grito, un gritito de pájaro, y me clavó en las mías sus pupilas, unas pupilas algosas, arreptiladas, descoloridas, hechas de un vidrio lejano, de un vidrio rezumado por las más verdes y heladas estrellas de la noche.



Segundo episodio

     De más está decir que hube de explicar a Cuca mi manía literaria y la anormalidad impulsiva de mi carácter, que me aparta un tanto de las maneras convenidas en el comercio social de los hombres. Fuimos, desde entonces, cordiales, si no íntimas amigas.

     Ella venía a casa todos los días y su cháchara de viento ligero me curó más de una vez del pesado sedimento de angustias que está, horizontal, sobre mi vida.

     Sin embargo, cierto reparo inexplicable me impedía ir a la suya; cierto no sé qué extraño me obligaba a evitarla a solas: en cuanto entraba, con un pretexto u otro, mi hermana Irene, por secreto pedido mío, se allegaba a acompañarnos.

  Creo no haber mirado nunca tan detenidamente a otra mujer.

     No; Cuca no era un ser humano, igual a cualquier otro: debajo de su piel, lento, callado, silencioso como los pies de los fantasmas, rodaba, grisáceo, un misterio.

     ¿Por qué, si no, durante horas y horas, mis ojos, indiferentes otrora, habían de perseguirle tenazmente la fría azucena del cuello, la almendra roja de las uñas, la espuma de oro del cabello, la porcelana amarilla y cálida de la nariz, y, sobre todo, el vidrio verde de los ojos?

     ¿Por qué hablando, como hablaba, lo que todas hablan, la voz nacíale como de una caja y al rebotar en las paredes de mi escritorio su opaco sonido me sobrecogía?



Tercer episodio
     Solamente dos meses después de tratarla me atreví a ir a su casa y eso sabiendo que habría baile y la vería acompañada de mucha gente.

     Por mi hermana tenía ya noticias del arreglo de su mansión, casi pegada a la mía, de gris fachada y grandes balcones con persianas, desde los cuales, todas las tardes, miraba Cuca pasar a sus adoradores.

     Serían aproximadamente las 22 cuando traspasé sus umbrales. Un largo corredor húmedo conducía al hall cuya lámpara caqui echaba su melancólica luz sobre muebles severos.

     Al lado del hall la amplia sala se abría como una cueva de sangre: una velluda alfombra, color cuello de gallina degollada, al recubrirla totalmente se tragaba el rumor de los pasos humanos; grandes sillones, tapizados de terciopelo granate y negro —tulipanes en relieve— alargaban sus brazos muertos en muda oferta generosa; en un ángulo el piano negro, lustroso, hierático, dejaba correr sobre su lomo el chorro púrpura de un mantón de Manila; la baja araña colgante, balanceaba de vez en cuando —por mandato de una fuerte ráfaga de aire del balcón venida— cinco lámparas carmesíes, iridiscentes en su llaga viva como párpados irritados.

     Envolviendo, abrazando, amalgamando toda aquella arteria desbordada, lerdos cortinados, rojos también, colgaban, hoscos, sobre las anchas puertas.

     Apretada contra mi hermana Irene me acurruqué en aquella habitación y desde allí, sin hablar palabra, vi moverse a Cuca.

     Andaba de un lado para otro y cuando la perdía de vista su vocecita de madera delatábala, semiperdida en algún corrillo.

     Alrededor de ella, inmaterial en su lánguido traje blanco, movíase una nube de hombres de negros vestidos.

     ¿Cuántas horas y con cuántos bailó? Eran uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once..., infinitos hombres cambiantes alrededor de la misma cintura.

     Más de una vez pasó rozándome, y pude ver de cerca el movimiento de huso de su cuerpo, empotrado en el movimiento de huso del joven que la conducía.

     Pero fue recién a la madrugada, después de la centésima vez que pasaba a mi lado, cuando me asaltó la angustiosa sospecha que a poco más me altera el juicio.

     Pensé de pronto: si tocara el brazo izquierdo de Cuca, ese, ese mismo que se apoya en este momento, rígido, sobre el hombro del compañero, la carne no se hundiría; y si la probara con el pulgar y el índice, como se hace con los cristales, estoy cierta de que sentiría, preciso, limpio, el claro sonido de la porcelana.


Cuarto episodio
     Dormí muy mal aquella noche; sueños extravagantes, visiones de terror, desfilaron en balumba por mi cerebro afiebrado.

     Cuando abrí los ojos me abalancé hacia la cortina de mi ventana descorriéndola violentamente: no podía soportar la oscuridad de la habitación.

     Tendí las manos al sol y me las dejé calentar largo rato. ¿Necesitaría médico?; ¿qué me ocurriría? ¿Era posible que mi sola imaginación, por desbordada que fuese, me llevara a esos excesos?

     Después de tomar el desayuno, charlar un rato con los míos y ver mis aves, me tranquilicé un poco. Pero, ¿por qué razón acerqué mi mano a un canario y lo mantuve en ella para comprobar si era, en realidad, un animal vivo, de sangre caliente, y apreté los alambres de la jaula para sentirlos, en cambio, inanimados y fríos?

     ¡Ah, soy incorregible! ¿De qué me sirvió mi tranquilidad de unas horas? Después de la siesta me sentí agitada de nuevo; una curiosidad, furiosa ya, me azogó entera. Sí, sí; era una necesidad imperiosa de tocar con este mi sensible índice de la mano derecha aquel su brazo izquierdo y ver, ver con mis abiertos, muy abiertos ojos, la carne de ese brazo hundirse, y luego, elástica, humana, viviente, retomar su natural tensión.

     Por fin —que sí, que no— a la hora del crepúsculo, hora en que Cuca salía al balcón, resolví aproximármele.

     Vacilé aún un momento al salir de casa, y observé el cielo: grandes nubes plúmbeas, pesadas, bajas, acercaban sus henchidas ubres a las chimeneas urbanas, mientras el horizonte, de un ocre sucio de mal pintor, amortajaba con su mezcla triste las casas alargadas en horizontales hileras.

     No pocos esfuerzos me costó llegar hasta Cuca y situarme a su lado; ésta, acompañada de una joven de su misma edad, charlaba su fácil charla cotidiana.

     Estaba en actitud un tanto hierática, acodada sobre el balcón, y su brazo izquierdo, rígido también esta vez, sostenía el mentón. Desde mi atisbadero, pude observar largamente su brazo: no arraigaba allí un solo vello, ni la más delgada mancha lo ensombrecía, ni el más pequeño lunar le daba vida, ni el más ligero accidente epidérmico lo humanizaba.

     Así, devorándolo al soslayo, vi morir en su piel el apagado color ocre de la tarde y resbalar por su forma perfecta la noche recién nacida.

     Infinitas veces, mientras lo enfocaba, mi índice se adelantó para tocarlo, e infinitas, también, una fuerza desconocida me lo detuvo a mitad camino.

     Pero a medida que la sombra nocturna hacíase más espesa, me asaltaban las imágenes del sueño de la noche anterior y volvía a invadirme un miedo cada vez más intenso, tanto que, cuando impulsada por un supremo esfuerzo volitivo mi mano se decidió bruscamente a palpar su brazo, sentí, ascendente de la médula al cerebelo, un escalofrío que me erizó entera, y, a riesgo de pasar por loca, abandoné huyendo la casa.



Quinto episodio
     No quise volver a verla más; proyectaba mudarme de donde vivo; salía a horas en que no pudiera encontrarla; clausuré la ventana de mi escritorio para no oír su piano y prohibí a todos que me la nombraran porque su solo nombre me alteraba.

     Nadie en mi casa sospechó la razón verdadera de mi conducta. ¿Iba, acaso, a alarmar a mi gente con mis inconcebibles manías y mis disparatadas sensaciones?

     Mi hermana Irene me desobedeció, y por ella me informé, a pesar mío, de lo que ocurría en casa de Cuca.

     Supe, pues, que un poeta la amaba y le había regalado uno de sus libros con una elogiosa dedicatoria, y ella, criatura terrena, puso la dedicatoria en un lindo marco y abandonó el libro en el altillo; que en vez de ir a la peluquería cada quince días, iba ahora todas las semanas; que se estaba haciendo una preciosa ropa íntima del mismo color de sus ojos y leve como su pensamiento; que tomaba chocolate frío en las comidas para aumentar dos kilos, necesarios a la perfección de sus hombros; que había echado a uno de sus novios por haberle regalado una caja de bombones ordinarios; que se había quitado una nueva hilera de pestañas; que había cambiado de tipo de adoradores —antes apuestos mancebos hercúleos, ahora lánguidos rimadores elegantes—, y otras tantas cosas parecidas que, al oírlas a pesar de mi prohibición, me hacían bien, pues borraban un poco la impresión misteriosa, oscura, que la extraña criatura me produjo siempre.


Sexto y último episodio
     Y ha sido esta mañana cuando ha ocurrido el hecho insólito.

     Aún estoy horripilada; aún siento en mis propios oídos mi grito desgarrado y mi desgarrante silencio; aún veo la gente arremolinarse primero y huir luego, sin rumbo, por esas calles, entre los caballos encabritados.
Tres meses corrían que no veía a Cuca, y uno que descansaba de su recuerdo, y hete aquí que al cruzar la calle Corrientes, a la altura de Callao, hoy mismo, a las diez, ella se ha acercado a saludarme.

     Venía de compras, el último figurín en la mano y la más preciosa cartera colgante de su brazo.

     Hemos caminado dos o tres cuadras, hacia la Avenida, y, por primera vez desde que la conozco, me ha producido la impresión de un ser humano como cualquier otro, envuelta como la recuerdo en su tapado negro, tocada de un fieltro oscuro que le escondía los ojos.

     Y después de charlar sobre diversas cosas sin importancia, no sé cómo el hecho se ha producido.

     Es el caso que Cuca, separándose de mí, ha intentado cruzar la calle y un auto la ha arrollado; sí, sí, la he visto rodar bajo las ruedas e instintivamente mis manos se han posado sobre mis ojos para ahorrarles la horrible visión.

     Pero, al instante, he avanzado hacia ella para auxiliarla y es entonces cuando he visto lo que aún estoy viendo, la cosa verdaderamente tremenda: no, no hay sangre; no hay en el suelo, ni en las ropas de Cuca una sola gota de sangre.

     La cabeza, cortada a cercén por las ruedas del auto, ha saltado a dos metros del tronco, y la cara de porcelana conserva, sobre el negro asfalto, su belleza inalterada: los fríos ojos de cristal verdes miran tranquilos el cielo azul; la menuda boca pintada ríe su habitual risa feliz y del cuello destrozado, del cuello hecho un muñón atroz, brota amarillo, bullanguero, volátil, un grueso chorro de aserrín.
(La Nación, 11 de abril de 1926.)






La crítica y poeta Delfina Muschietti es quizá quien mejor ha corrido a Alfonsina de los clichés que la quieren romántica y pedagógica, o suicidada y sin género. Fue ella quien hizo la selección de las Obras Completas editadas por Losada que incluyen en el primer tomo los poemas y en el segundo los cuentos, los trabajos periodísticos y el teatro. Muschietti expuso en el prólogo las complejas operaciones de esos poemas en donde el conflicto entre “una voz mendicante” y otra “de loba” van produciendo un tono experimental y al mismo tiempo capaz de obtener inéditas resonancias populares; también leyó la transgresión y la ironía contrabandeadas en esos trabajos en prosa cuyo destino a menudo era la sección femenina y que Alfonsina publicaba en diversos medios como Caras y Caretas, La Nota o Fray Mocho.

Publicado por Carmen Rosa Gómez