EL
LLANO EN LLAMAS
Juan
Rulfo
(México,
1918-1986)
Ya mataron a la
perra,
pero quedan los
perritos...
(Corrido
popular)
“¡Viva Petronilo Flores!”
El grito se vino rebotando por los
paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se
deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba
desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual
al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales.
En seguida, saliendo de allá mismo,
otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los
paredones y llegó todavía con fuerza junto a nosotros:
“¡Viva mi general Petronilo Flores!”
Nosotros nos miramos.
La Perra se levantó despacio, quitó el
cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa.
Después se arrimó a donde estaban Los cuatro y les dijo: “Síganme, muchachos,
vamos a ver qué toritos toreamos!” Los cuatro hermanos Benavides se fueron
detrás de él, agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad
de su cuerpo flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí, sin movernos.
Estábamos alineados al pie del lienzo, tirados panza arriba, como iguanas
calentándose al sol.
La cerca de piedra culebreaba mucho al
subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y los Cuatro, iban también
culebreando como si fueran los pies trabados. Así los vimos perderse de
nuestros ojos. Luego volvimos la cara para poder ver otra vez hacia arriba y
miramos las ramas bajas de los amoles que nos daban tantita sombra. Olía a eso;
a sombra recalentada por el sol. A amoles podridos.
Se sentía el sueño del mediodía.
La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la barranca y
nos sacudía el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír
parando bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos,
como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al
pasar por un callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió la
barranca como si estuviera derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran:
volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar
entre los amole s. En seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del
mediodía, también despertaron llenando la tierra de rechinidos.
—¿Qué fue? —preguntó Pedro Zamora,
todavía medio amodorrado por la siesta.
Entonces el Chihuila se levantó y,
arrastrando su carabina como si fuera un leño, se encaminó detrás de los que se
habían ido.
—Voy a ver qué fue lo que fue —dijo
perdiéndose también como los otros.
El chirriar de las chicharras aumentó
de tal modo que nos dejó sordos y no nos dimos cuenta de la hora en que ellos
aparecieron por allí. Cuando menos acordamos aquí estaban ya, mero enfrente de
nosotros, todos desguarnecidos. Parecían ir de paso, ajuareados para otros
apuros y no para éste de ahorita.
Nos dimos vuelta y los miramos por la
mira de las troneras. Pasaron los primeros, luego los segundos y otros más, con
el cuerpo echado para adelante, jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de
sudor, como si la hubieran zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la señal. Se oyó un
chiflido largo y comenzó la tracatera allá lejos, por donde se había ido la
Perra. Luego siguió aquí. Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras
con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles
pegar tamaño respingo de la vida a la muerte sin que apenas se dieran
cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si acaso
la primera y la segunda descarga. Pronto quedó vacío el hueco de la tronera por
donde, asomándose uno, sólo se veía a los que estaban acostados en mitad del
camino, medio torcidos, como si alguien los hubiera venido a tirar allí. Los
vivos desaparecieron.
Después volvieron a aparecer, pero por
lo pronto ya no estaban allí.
Para la siguiente descarga tuvimos que
esperar.
Alguno de nosotros gritó: “¡Viva Pedro
Zamora!”
Del otro lado respondieron, casi en
secreto: “¡Sálvame patroncito! ¡Sálvame! ¡Santo Niño de Atocha, socórreme!”
Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos
cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por
detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar hasta el otro lado de la cerca,
hasta más allá de los muertos que nosotros habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre
los matorrales. Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si
hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada
vez más seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros, que se quebraba
con un crujido de huesos. Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos
dejamos descolgar por allí como si nos despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron
disparando todavía después que habíamos subido hasta el otro lado, a gatas,
como tejones espantados por la lumbre.
“¡Viva mi general Petronilo Flores,
hijos de la tal por cual!”, nos gritaron otra vez. Y el grito se fue rebotando
como el trueno de una tormenta, barranca abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de unas
piedras grandes y boludas, todavía resollando fuerte por la carrera. Solamente
mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con los ojos qué era lo que nos había
pasado. Pero él también nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos
hubiera acabado el habla a todos o como si la lengua se nos hubiera hecho bola
como la de los pericos y nos costara trabajo soltarla para que dijera algo.
Pedro Zamora nos seguía mirando. Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con
aquellos ojos que él tenía, todos enrojecidos, como si los trajera siempre
desvelados. Nos contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos los que
estábamos allí, pero parecía no estar seguro todavía, por eso nos repasaba una
vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin
contar a la Perra y al Chihuila a los que habían arrendado con ellos. El
Chihuila bien pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún amole,
acostado sobre su retrocarga, aguardando a que se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la
Perra, fueron los primeros en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron
de un lado a otro esperando que Pedro Zamora les dijera algo. Y dijo:
—Otro agarre como éste y nos acaban.
En seguida, atragantándose como si
tragara un buche de coraje, les gritó a los Joseses:
“¡Ya sé que falta su padre, pero
aguántense, aguántense tantito! Iremos por él!”
Una bala disparada de allá hizo volar
una parvada de tildíos en la ladera de enfrente. Los pájaros cayeron sobre la
barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros; luego, al vernos, se
asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra el sol y volvieron a llenar
de gritos los árboles de la ladera de enfrente.
Los Joseses volvieron al lugar de
antes y se acuclillaron en silencio.
Así estuvimos toda la tarde. Cuando
empezó a bajar la noche llegó el Chihuila acompañado de uno de “los Cuatro”.
Nos dijeron que venían de allá abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron
decirnos si ya se habían retirado los federales. Lo cierto es que todo parecía
estar en calma. De vez en cuando se oían los aullidos de los coyotes.
—¡Epa tú, Pichón.! —me dijo Pedro
Zamora—. Te voy a dar la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra
Lisa y vean a ver qué le pasó a la Perra. Si está muerto, pos entiérrenlo. Y
hagan lo mismo con los otros. A los heridos déjenlos encima de algo para que
los vean los guachos; pero no se traigan a nadie.
—Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oían más cerquita cuando
llegamos al corral donde habíamos encerrado la caballada. Ya no había caballos,
sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí desde antes que nosotros
viniéramos. De seguro los federales habían cargado con los caballos.
Encontramos al resto de los Cuatro
detrasito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro como
si los hubieran apilado allí. Les alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un
poquito para ver si alguno daba todavía señales; pero no, ya estaban
bien difuntos. En el aguaje estaba otro de los nuestros con las costillas de
fuera como si lo hubieran macheteado. Y recorriendo el lienzo de arriba abajo
encontramos uno aquí y otro más allá, casi todos con la cara renegrida.
—A éstos los remataron, no tiene ni qué
—dijo uno de los Joseses.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no
hacer caso de ningún otro sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él.
“Se lo han de haber llevado —pensamos—.
Se lo han de haber llevado para enseñárselo al gobierno”; pero, aun así
seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo. Los coyotes seguían
aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos días después, en el Armería, al
ir pasando el río, nos volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha
atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por
delante haciendo galopar aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor
animal que yo había conocido. Y detrás de él, nosotros, en manada, agachados
sobre el pescuezo de los caballos. De todos modos la matazón fue grande. No me
di cuenta de pronto porque me hundí en el río debajo de mi caballo muerto, y la
corriente nos arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y
lleno de arena. Aquél fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas de
Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya
teníamos algún tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto; por eso
resolvimos remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al cerro para
escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que
ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: “¡Allí vienen los de
Zamora!”
Había vuelto la paz al Llano Grande.
Pero no por mucho tiempo.
Hacía cosa de ocho meses que estábamos
escondidos en el escondrijo del Cañón del Tozín, allí donde el río Armería se
encajona durante muchas horas para dejarse caer sobre la costa. Esperábamos
dejar pasar los años para luego volver al mundo, cuando ya nadie se acordara de
nosotros. Habíamos comenzado a criar gallinas y de vez en cuando subíamos a la
sierra en busca de venados. Eramos cinco, casi cuatro, porque a uno de los
Joseses se le había gangrenado una pierna por el balazo que le dieron abajito
de la nalga, allá, cuando nos balacearon por detrás.
Estábamos allí, empezando a sentir que
ya no servíamos para nada. Y de no saber que nos colgarían a todos, hubiéramos
ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armancio
Alcalá, que era el que le hacía los recados y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de mañanita, mientras nos
ocupábamos en destazar una vaca, cuando oímos el pitido del cuerno. Venía de
muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato volvió a oírse. Era como el
bramido de un toro: primero agudo, luego ronco, luego otra vez agudo. El eco lo
alargaba más y más y lo traía aquí cerca, hasta que el ronroneo del río lo
apagaba.
Y ya estaba para salir el sol, cuando
el tal Alcalá se dejó ver asomándose por entre los sabinos. Traía terciadas dos
carrilleras con cartuchos del “44” y en las ancas de su caballo venía
atravesado un montón de rifles como si fuera una maleta.
Se apeó del macho. Nos repartió las
carabinas y volvió a hacer la maleta con las que le sobraban.
—Si no tienen nada urgente que hacer de
hoy a mañana, pónganse listos para salir a San Buenaventura. Allí los está
aguardando Pedro Zamora. En mientras, yo voy un poquito más abajo a buscar a
los Zanates. Luego volveré.
Al día siguiente volvió, ya de
atardecida. Y sí, con él venían los Zanates. Se les veía la cara prieta entre
el pardear de la tarde. También venían otros tres que no conocíamos.
—En el camino conseguiremos caballos
—nos dijo. Y lo seguimos.
Desde mucho antes de llegar a San
Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De las
trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada, como si estuviera
quemándose un charco de aguarrás. Las chispas volaban y se hacían rosca en la
oscuridad del cielo formando grandes nubes alumbradas. Seguimos caminando de
frente, encandilados por la luminaria de San Buenaventura, como si algo nos
dijera que nuestro trabajo era estar allí, para acabar con lo que quedara.
Pero no habíamos alcanzado a llegar
cuando encontramos a los primeros de a caballo que venían al trote, con la soga
morreada en la cabeza de la silla y tirando, unos, de hombres pialados que, en
ratos, todavía caminaban sobre sus manos, y otros, de hombres a los que ya se les
habían caído las manos y traían descolgada la cabeza.
Los miramos pasar. Más atrás venían
Pedro Zamora y mucha gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio gusto.
Daba gusto mirar aquella larga fila de
hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como al
principio, cuando nos habíamos levantado de la tierra como huizapoles maduros
aventados por el viento, para llenar de terror todos los alrededores del Llano.
Hubo un tiempo que así fue. Y ahora parecía volver.
De allí nos encaminamos hacia San
Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época
en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas
por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía
muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi
todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel
humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado también a los
cañaverales.
Y de entre el humo íbamos saliendo
nosotros, como espantajos, con la cara tiznada, arreando ganado de aquí y de
allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo. Ese era ahora nuestro
negocio: los cueros de ganado.
Porque, como nos dijo Pedro Zamora: ”Esta
revolución la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarán las armas
y los gastos que cueste esta revolución que estamos haciendo. Y aunque no
tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a
amontonar dinero, para que cuando vengan las tropas del gobierno vean que somos
poderosos.“ Eso nos dijo. Y cuando al fin volvieron las tropas, se soltaron
matándonos otra vez como antes, aunque no con la misma facilidad. Ahora se veía
a leguas que nos tenían miedo.
Pero nosotros también les teníamos
miedo. Era de verse cómo se nos atoraban los güevos en el pescuezo con sólo oír
el ruido que hacían sus guarniciones o las pezuñas de sus caballos al
golpear las piedras de algún camino, donde estábamos esperando para tenderles
una emboscada. Al verlos pasar, casi sentíamos que nos miraban de reojo y como
diciendo: ”Ya los venteamos, nomás nos estamos haciendo disimulados.”
Y así parecía ser, porque de buenas a
primeras se echaban sobre el suelo, afortinados detrás de sus caballos y nos
resistían allí hasta que otros nos iban cercando poquito a poco, agarrándonos
como a gallinas acorraladas. Desde entonces supimos que a ese paso no íbamos a
durar mucho, aunque éramos muchos.
Y
es que ya no se trataba de aquella gente del general Urbano, que nos habían
echado al principio y que se asustaban a puros gritos y sombrerazos; aquellos
hombres sacados a la fuerza de sus ranchos para que nos combatieran y que sólo
cuando nos veían poquitos se iban sobre nosotros. Ésos ya se habían acabado.
Después vinieron otros; pero estos últimos eran los peores. Ahora era un tal
Olachea, con gente aguantadora y entrona; con alteños traídos desde
Teocaltiche, revueltos con indios tepehuanes: unos indios mechudos,
acostumbrados a no comer en muchos días y que a veces se estaban horas enteras
espiándolo a uno con el ojo fijo y sin parpadear, esperando a que uno asomara
la cabeza para dejar ir, derechito a uno, una de esas balas largas de “30-30” que
quebraban el espinazo como si se rompiera una rama podrida.
No tiene ni qué, que era más fácil caer
sobre los ranchos en lugar de estar emboscando a las tropas del gobierno. Por
eso nos desperdigamos, y con un puñito aquí y otro más allá hicimos más
perjuicios que nunca, siempre a la carrera, pegando la patada y corriendo como
mulas brutas.
Y así, mientras en las faldas del
volcán se estaban quemando los ranchos del jazmín, otros bajábamos de repente
sobre los destacamentos, arrastrando ramas de huizache y haciendo creer a la
gente que éramos muchos, escondidos entre la polvareda y la gritería que
armábamos.
Los soldados mejor se quedaban quietos,
esperando. Estuvieron un tiempo yendo de un lado para otro, y ora iban para
adelante y ora para atrás, como atarantados. Y desde aquí se veían las fogatas
en la sierra, grandes incendios como si estuvieran quemando los desmontes.
Desde aquí veíamos arder día y noche las cuadrillas y los ranchos y a veces
algunos pueblos más grandes, como Tuzamilpa y Zapotitlán, que iluminaban la
noche. Y los hombres de Olachea salían para allá, forzando la marcha; pero
cuando llegaban, comenzaba a arder Totolimispa, muy acá, muy atrás de ellos.
Era bonito ver aquello. Salir de pronto
de la maraña de los tepemezquites cuando ya los soldados se iban con sus ganas
de pelear, y verlos atravesar el llano vacío, sin enemigo al frente, como si se
zambulleran en el agua honda y sin fondo que era aquella gran herradura del
llano encerrada entre montañas.
Quemamos al Cuastecomate y jugamos allí
a los toros. A Pedro Zamora le gustaba mucho este juego del toro.
Los federales se habían ido por el
rumbo de Autlán, en busca de un lugar que le dicen La Purificación, donde según
ellos estaba la nidada de bandidos de donde habíamos salido nosotros. Se fueron
y nos dejaron solos en el Cuastecomate.
Allí hubo modo de jugar al toro. Se les
habían quedado olvidados ocho soldados, además del administrador y el caporal
de la hacienda. Fueron dos días de toros.
Tuvimos que hacer un corralito redondo
como esos que se usan para encerrar chivas, para que sirviera de plaza. Y
nosotros nos sentamos sobre las trancas para no dejar salir a los toreros, que
corrían muy fuerte en cuanto veían el verduguillo con que los quería cornear
Pedro Zamora.
Los ocho soldaditos sirvieron para una
tarde. Los otros dos para la otra. Y el que costó más trabajo fue aquel caporal
flaco y largo como garrocha de otate, que escurría el bulto sólo con ladearse
un poquito. En cambio, el administrador se murió luego luego. Estaba chaparrito
y ovachón y no usó ninguna maña para sacarle el cuerpo al verduguillo. Se murió
muy callado, casi sin moverse y como si él mismo hubiera querido ensartarse.
Pero el caporal sí costó trabajo.
Pedro Zamora les había prestado una
cobija a cada uno, y ésa fue la causa de que al menos el caporal se haya
defendido tan bien de los verduguillos con aquella pesada y gruesa cobija;
pues en cuanto supo a qué atenerse, se dedicó a zangolotear la cobija contra el
verduguillo que se le dejaba ir derecho, y así lo capoteó hasta cansar a Pedro
Zamora. Se veía a las claras lo cansado que ya estaba de andar correteando al
caporal, sin poder darle sino unos cuantos pespuntes. Y perdió la paciencia.
Dejó las cosas como estaban y, de repente, en lugar de tirar derecho como lo
hacen los toros, le buscó al del Cuastecomate las costillas con el verduguillo,
haciéndole a un lado la cobija con la otra mano. El caporal pareció no darse
cuenta de lo que había pasado, porque todavía anduvo un buen rato sacudiendo la
frazada de arriba abajo como si se anduviera espantando las avispas. Sólo
cuando vio su sangre dándole vueltas por la cintura dejó de moverse. Se asustó
y trató de taparse con sus dedos el agujero que se le había hecho en las
costillas, por donde le salía en un solo chorro la cosa aquella colorada que lo
hacía ponerse más descolorido. Luego se quedó tirado en medio del corral
mirándonos a todos. Y allí se estuvo hasta que lo colgamos, porque de otra
manera hubiera tardado mucho en morirse.
Desde entonces, Pedro Zamora jugó al
toro más seguido, mientras hubo modo.
Por ese tiempo casi todos éramos
“abajeños”, desde Pedro Zamora para abajo; después se nos juntó gente de otras
partes: los indios güeros de Zacoalco, zanconzotes y con caras como de
requesón. Y aquellos otros de la tierra fría, que se decían de Mazamitla y que
siempre andaban ensarapados como si a todas horas estuvieran cayendo las
aguasnieves. A estos últimos se les quitaba el hambre con el calor, y por eso
Pedro Zamora los mandó a cuidar el puerto de los volcanes, allá arriba, donde
no había sino pura arena y rocas lavadas por el viento. Pero los indios güeros
pronto se encariñaron con Pedro Zamora y no se quisieron separar de él. Iban
siempre pegaditos a él, haciéndole sombra y todos los mandados que él quería
que hicieran. A veces hasta se robaban las mejores muchachas que había en los
pueblos para que él se encargara de ellas.
Me acuerdo muy bien de todo. De las
noches que pasábamos en la sierra, caminando sin hacer ruido y con muchas ganas
de dormir, cuando ya las tropas nos seguían de muy cerquita el rastro. Todavía
veo a Pedro Zamora con su cobija solferina enrollada en los hombros cuidando
que ninguno se quedara rezagado:
—¡Epa, tú, Pitasio, métele espuelas a
ese caballo! ¡Y usté no se me duerma, Reséndiz, que lo necesito para platicar!
Sí, él nos cuidaba. Íbamos caminando
mero en medio de la noche, con los ojos aturdidos de sueño y con la idea ida;
pero él, que nos conocía a todos, nos hablaba para que levantáramos la cabeza.
Sentíamos aquellos ojos bien abiertos de él, que no dormían y que estaban
acostumbrados a ver de noche y a conocernos en lo oscuro. Nos contaba a todos,
de uno en uno, como quien está contando dinero. Luego se iba a nuestro lado.
Oíamos las pisadas de su caballo y sabíamos que sus ojos estaban siempre
alerta; por eso todos, sin quejarnos del frío ni del sueño que hacía, callados,
lo seguíamos como si estuviéramos ciegos.
Pero la cosa se descompuso por completo
desde el descarrilamiento del tren en la cuesta de Sayula. De no haber sucedido
eso, quizá todavía estuviera vivo Pedro Zamora y el Chino Arias y el Chihuila
y tantos otros, y la revuelta hubiera seguido por el buen camino. Pero Pedro
Zamora le picó la cresta al gobierno con el descarrilamiento del tren de
Sayula.
Todavía veo las luces de las llamaradas
que se alzaban allí donde apilaron a los muertos. Los juntaban con palas o los
hacían rodar como troncos hasta el fondo de la cuesta, y cuando el montón se
hacía grande, lo empapaban con petróleo y le prendían fuego. La jedentina se la
llevaba el aire muy lejos, y muchos días después todavía se sentía el olor a
muerto chamuscado.
Tantito antes no sabíamos bien a bien
lo que iba a suceder. Habíamos regado de cuernos y huesos de vaca un tramo
largo de la vía y, por si esto fuera poco, habíamos abierto los rieles allí
donde el tren iría a entrar en la curva. Hicimos eso y esperamos.
La madrugada estaba comenzando a dar
luz a las cosas. Se veía ya casi claramente a la gente apeñuscada en el techo
de los carros. Se oía que algunos cantaban. Eran voces de hombres y de mujeres.
Pasaron frente a nosotros todavía medio ensombrecidos por la noche, pero
pudimos ver que eran soldados con sus galletas. Esperamos. El tren no se
detuvo.
De haber querido lo hubiéramos
tiroteado, porque el tren caminaba despacio y jadeaba como si a puros pujidos
quisiera subir la cuesta. Hubiéramos podido hasta platicar con ellos un rato.
Pero las cosas eran de otro modo.
Ellos empezaron a darse cuenta de lo
que les pasaba cuando sintieron bambolearse los carros, cimbrarse el tren como
si alguien lo estuviera sacudiendo. Luego la máquina se vino para atrás,
arrastrada y fuera de la vía por los carros pesados y llenos de gente. Daba
unos silbatazos roncos y tristes y muy largos. Pero nadie la ayudaba. Seguía
hacia atrás arrastrada por aquel tren al que no se le veía fin, hasta que le
faltó tierra y yéndose de lado cayó al fondo de la barranca. Entonces los
carros la siguieron, uno tras otro, a toda prisa, tumbándose cada uno en su
lugar allá abajo. Después todo se quedó en silencio como si todos, hasta
nosotros, nos hubiéramos muerto.
Así pasó aquello.
Cuando los vivos comenzaron a salir de
entre las astillas de los carros, nosotros nos retiramos de allí, acalambrados
de miedo.
Estuvimos escondidos varios días; pero
los federales nos fueron a sacar de nuestro escondite. Ya no nos dieron paz; ni
siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz. Hicieron que se nos acabaran
las horas de dormir y de comer, y que los días y las noches fueran iguales para
nosotros. Quisimos llegar al cañón del Tozín; pero el gobierno llegó primero
que nosotros. Faldeamos el volcán. Subimos a los montes más altos y allí, en
ese lugar que le dicen el, Camino de Dios, encontramos otra vez al gobierno
tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban las balas sobre nosotros, en rachas
apretadas, calentando el aire que nos rodeaba. Y hasta las piedras detrás de
las que nos escondíamos se hacían trizas una tras otra como si fueran terrones.
Después supimos que eran ametralladoras aquellas carabinas con que disparaban
ahora sobre nosotros y que dejaban hecho una coladera el cuerpo de uno; pero
entonces creímos que eran muchos soldados, por miles, y todo lo que queríamos
era correr de ellos.
Corrimos los que pudimos. En el Camino
de Dios se quedó el Chihuila, atejonado detrás de un madroño, con la cobija
envuelta en el pescuezo como si se estuviera defendiendo del frío. Se nos quedó
mirando cuando nos íbamos cada quien por su lado para repartirnos la muerte. Y
él parecía estar riéndose de nosotros, con sus dientes pelones, colorados de
sangre.
Aquella desparramada que nos dimos fue
buena para muchos; pero a otros les fue mal. Era raro que no viéramos colgado
de los pies a alguno de los nuestros en cualquier palo de algún camino. Allí
duraban hasta que se hacían viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los
zopilotes se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura
cáscara. Y como los colgaban alto, allá se estaban campaneándose al soplo del
aire muchos días, a veces meses, a veces ya nada más las puras tilangas de los
pantalones bulléndose con el viento como si alguien las hubiera puesto a secar
allí. Y uno sentía que la cosa ahora sí iba de veras al ver aquello.
Algunos ganamos para el Cerro Grande y
arrastrándonos como víboras pasábamos el tiempo mirando hacia el llano, hacia
aquella tierra de allá abajo donde habíamos nacido y vivido y donde ahora nos
estaban aguardando para matarnos. A veces hasta nos asustaba la sombra de las
nubes.
Hubiéramos ido de buena gana a decirle
a alguien que ya no éramos gente de pleito y que nos dejaran estar en paz;
pero, de tanto daño que hicimos por un lado y otro, la gente se había vuelto
matrera y lo único que habíamos logrado era agenciarnos enemigos. Hasta los
indios de acá arriba ya no nos querían. Dijeron que les habíamos matado sus
animalitos. Y ahora cargan armas que les dio el gobierno y nos han mandado
decir que nos matarán en cuanto nos vean:
“No queremos verlos; pero si los vemos
los matamos”, nos mandaron decir.
De este modo se nos fue acabando la
tierra. Casi no nos quedaba ya ni el pedazo que pudiéramos necesitar para que
nos enterraran. Por eso decidimos separarnos los últimos, cada quien arrendando
por distinto rumbo.
Con Pedro Zamora anduve cosa de cinco
años. Días buenos, días malos, se ajustaron cinco años. Después ya no lo volví
a ver. Dicen que se fue a México detrás de una mujer y que por allá lo mataron.
Algunos estuvimos esperando a que regresara, que cualquier día apareciera (le
nuevo para volvernos a levantar en armas; pero nos cansamos de esperar. Es
todavía la hora en que no ha vuelto. Lo mataron por allá. Uno que estuvo
conmigo en la cárcel me contó eso de que lo habían matado.
Yo salí de la cárcel hace tres años. Me
castigaron allí por muchos delitos; pero no porque hubiera andado con Pedro
Zamora. Eso no lo supieron ellos. Me agarraron por otras cosas, entre otras por
la mala costumbre que yo tenía de robar muchachas. Ahora vive conmigo una de
ellas, quizá la mejor y más buena de todas las mujeres que hay en el mundo. La
que estaba allí, afuerita de la cárcel, esperando quién sabe desde cuándo a que
me soltaran.
—¡Pichón, te estoy esperando a ti —me
dijo—. Te he estado esperando desde hace mucho tiempo.
Yo entonces pensé que me esperaba para
matarme. Allá como entre sueños me acordé de quién era ella. Volví a sentir el
agua fría de la tormenta que estaba cayendo sobre Telcampana, esa noche que
entramos allí y arrasamos el pueblo. Casi estaba seguro de que su padre era
aquel viejo al que le dimos su aplaque cuando ya íbamos de salida; al que
alguno de nosotros le descerrajó un tiro en la cabeza mientras yo me echaba a
su hija sobre la silla del caballo y le daba unos cuantos coscorrones para que
se calmara y no me siguiera mordiendo. Era una muchachita de unos catorce años,
de ojos bonitos, que me dio mucha guerra y me costó buen trabajo amansarla.
—Tengo un hijo tuyo —me dijo después—.
Allí está.
Y apuntó con el dedo a un muchacho
largo con los ojos azorados:
—¡Quítate el sombrero, para que te vea
tu padre!
Y el muchacho se quitó el sombrero. Era
igualito a mí con algo de maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber
sacado de su padre.
—También a él le dicen el Pichón —volvió
a decir la mujer, aquella que ahora es mi mujer—. Pero él no es ningún bandido
ni ningún asesino. Él es gente buena.
Yo agaché la cabeza.
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