Un
cuento de
Alfonsina
Storni
Primer episodio
Hace aproximadamente
seis meses que conocí a Cuca.
Yo vivo en un barrio
apartado y mi casa carece de balcón. Suelo asomarme, pocas veces, a ver la
calle a través de una bonita ventana de chalet moderno.
En uno de mis raleados
vistazos al arroyo, mis ojos chocaron por vez primera con la nuca de Cuca, una
preciosa nuca, pincelada de una mezcla de polvos de luna, rosa coty y agua del
río del cielo; adherida a aquélla vi extenderse la curva de la más graciosa
melena que haya contemplado en mi vida.
Vestía de rigurosa moda
un traje verde jade que dejaba al descubierto sus brazos perfectos y sus
imperfectas piernas. Los zapatos y medias, de un muerto amarillo paja seca, al
afinarle las extremidades, hacían recordar las patas de los canarios.
Estábase callada en la
acera, de espaldas a mi ventana, oyendo las razones de una vecina que le
contaba un asunto de modistas y trapos.
De pronto me eché a
reír como una loca; había escuchado la voz de Cuca, una voz humana como salida
de una laringe de madera.
Cuando pude contenerme
guardé silencio para paladear sus palabras: razonaba como una joven común de la
clase media y de veinte años.
Salí de mi apostadero
y, sin más ni más, acercándome a ella, la tomé por los hombros y, obligándola a
girar sobre sí misma, la arrostré diciéndole: —¡Quiero conocerle los ojos!
Ella dio un grito, un
gritito de pájaro, y me clavó en las mías sus pupilas, unas pupilas algosas,
arreptiladas, descoloridas, hechas de un vidrio lejano, de un vidrio rezumado
por las más verdes y heladas estrellas de la noche.
Segundo episodio
De más está decir que
hube de explicar a Cuca mi manía literaria y la anormalidad impulsiva de mi
carácter, que me aparta un tanto de las maneras convenidas en el comercio
social de los hombres. Fuimos, desde entonces, cordiales, si no íntimas amigas.
Ella venía a casa todos
los días y su cháchara de viento ligero me curó más de una vez del pesado
sedimento de angustias que está, horizontal, sobre mi vida.
Sin embargo, cierto
reparo inexplicable me impedía ir a la suya; cierto no sé qué extraño me
obligaba a evitarla a solas: en cuanto entraba, con un pretexto u otro, mi
hermana Irene, por secreto pedido mío, se allegaba a acompañarnos.
Creo no haber mirado
nunca tan detenidamente a otra mujer.
No; Cuca no era un ser
humano, igual a cualquier otro: debajo de su piel, lento, callado, silencioso
como los pies de los fantasmas, rodaba, grisáceo, un misterio.
¿Por qué, si no,
durante horas y horas, mis ojos, indiferentes otrora, habían de perseguirle
tenazmente la fría azucena del cuello, la almendra roja de las uñas, la espuma
de oro del cabello, la porcelana amarilla y cálida de la nariz, y, sobre todo,
el vidrio verde de los ojos?
¿Por qué hablando, como
hablaba, lo que todas hablan, la voz nacíale como de una caja y al rebotar en
las paredes de mi escritorio su opaco sonido me sobrecogía?
Tercer episodio
Solamente dos meses después de tratarla me atreví a ir a su casa y eso sabiendo que habría baile y la vería acompañada de mucha gente.
Solamente dos meses después de tratarla me atreví a ir a su casa y eso sabiendo que habría baile y la vería acompañada de mucha gente.
Por mi hermana tenía ya
noticias del arreglo de su mansión, casi pegada a la mía, de gris fachada y
grandes balcones con persianas, desde los cuales, todas las tardes, miraba Cuca
pasar a sus adoradores.
Serían aproximadamente
las 22 cuando traspasé sus umbrales. Un largo corredor húmedo conducía al hall
cuya lámpara caqui echaba su melancólica luz sobre muebles severos.
Al lado del hall la
amplia sala se abría como una cueva de sangre: una velluda alfombra, color
cuello de gallina degollada, al recubrirla totalmente se tragaba el rumor de
los pasos humanos; grandes sillones, tapizados de terciopelo granate y negro
—tulipanes en relieve— alargaban sus brazos muertos en muda oferta generosa; en
un ángulo el piano negro, lustroso, hierático, dejaba correr sobre su lomo el
chorro púrpura de un mantón de Manila; la baja araña colgante, balanceaba de
vez en cuando —por mandato de una fuerte ráfaga de aire del balcón venida—
cinco lámparas carmesíes, iridiscentes en su llaga viva como párpados
irritados.
Envolviendo, abrazando,
amalgamando toda aquella arteria desbordada, lerdos cortinados, rojos también,
colgaban, hoscos, sobre las anchas puertas.
Apretada contra mi
hermana Irene me acurruqué en aquella habitación y desde allí, sin hablar
palabra, vi moverse a Cuca.
Andaba de un lado para
otro y cuando la perdía de vista su vocecita de madera delatábala, semiperdida
en algún corrillo.
Alrededor de ella,
inmaterial en su lánguido traje blanco, movíase una nube de hombres de negros
vestidos.
¿Cuántas horas y con
cuántos bailó? Eran uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve,
diez, once..., infinitos hombres cambiantes alrededor de la misma cintura.
Más de una vez pasó
rozándome, y pude ver de cerca el movimiento de huso de su cuerpo, empotrado en
el movimiento de huso del joven que la conducía.
Pero fue recién a la
madrugada, después de la centésima vez que pasaba a mi lado, cuando me asaltó
la angustiosa sospecha que a poco más me altera el juicio.
Pensé de pronto: si
tocara el brazo izquierdo de Cuca, ese, ese mismo que se apoya en este momento,
rígido, sobre el hombro del compañero, la carne no se hundiría; y si la probara
con el pulgar y el índice, como se hace con los cristales, estoy cierta de que
sentiría, preciso, limpio, el claro sonido de la porcelana.
Cuarto episodio
Dormí muy mal aquella
noche; sueños extravagantes, visiones de terror, desfilaron en balumba por mi
cerebro afiebrado.
Cuando abrí los ojos me
abalancé hacia la cortina de mi ventana descorriéndola violentamente: no podía
soportar la oscuridad de la habitación.
Tendí las manos al sol
y me las dejé calentar largo rato. ¿Necesitaría médico?; ¿qué me ocurriría?
¿Era posible que mi sola imaginación, por desbordada que fuese, me llevara a
esos excesos?
Después de tomar el desayuno, charlar un rato con los míos y ver mis aves, me tranquilicé un poco. Pero, ¿por qué razón acerqué mi mano a un canario y lo mantuve en ella para comprobar si era, en realidad, un animal vivo, de sangre caliente, y apreté los alambres de la jaula para sentirlos, en cambio, inanimados y fríos?
Después de tomar el desayuno, charlar un rato con los míos y ver mis aves, me tranquilicé un poco. Pero, ¿por qué razón acerqué mi mano a un canario y lo mantuve en ella para comprobar si era, en realidad, un animal vivo, de sangre caliente, y apreté los alambres de la jaula para sentirlos, en cambio, inanimados y fríos?
¡Ah, soy incorregible!
¿De qué me sirvió mi tranquilidad de unas horas? Después de la siesta me sentí
agitada de nuevo; una curiosidad, furiosa ya, me azogó entera. Sí, sí; era una
necesidad imperiosa de tocar con este mi sensible índice de la mano derecha
aquel su brazo izquierdo y ver, ver con mis abiertos, muy abiertos ojos, la
carne de ese brazo hundirse, y luego, elástica, humana, viviente, retomar su
natural tensión.
Por fin —que sí, que
no— a la hora del crepúsculo, hora en que Cuca salía al balcón, resolví
aproximármele.
Vacilé aún un momento
al salir de casa, y observé el cielo: grandes nubes plúmbeas, pesadas, bajas,
acercaban sus henchidas ubres a las chimeneas urbanas, mientras el horizonte,
de un ocre sucio de mal pintor, amortajaba con su mezcla triste las casas
alargadas en horizontales hileras.
No pocos esfuerzos me
costó llegar hasta Cuca y situarme a su lado; ésta, acompañada de una joven de
su misma edad, charlaba su fácil charla cotidiana.
Estaba en actitud un
tanto hierática, acodada sobre el balcón, y su brazo izquierdo, rígido también
esta vez, sostenía el mentón. Desde mi atisbadero, pude observar largamente su
brazo: no arraigaba allí un solo vello, ni la más delgada mancha lo
ensombrecía, ni el más pequeño lunar le daba vida, ni el más ligero accidente
epidérmico lo humanizaba.
Así, devorándolo al
soslayo, vi morir en su piel el apagado color ocre de la tarde y resbalar por
su forma perfecta la noche recién nacida.
Infinitas veces,
mientras lo enfocaba, mi índice se adelantó para tocarlo, e infinitas, también,
una fuerza desconocida me lo detuvo a mitad camino.
Pero a medida que la
sombra nocturna hacíase más espesa, me asaltaban las imágenes del sueño de la
noche anterior y volvía a invadirme un miedo cada vez más intenso, tanto que,
cuando impulsada por un supremo esfuerzo volitivo mi mano se decidió
bruscamente a palpar su brazo, sentí, ascendente de la médula al cerebelo, un
escalofrío que me erizó entera, y, a riesgo de pasar por loca, abandoné huyendo
la casa.
Quinto episodio
No quise volver a verla
más; proyectaba mudarme de donde vivo; salía a horas en que no pudiera
encontrarla; clausuré la ventana de mi escritorio para no oír su piano y
prohibí a todos que me la nombraran porque su solo nombre me alteraba.
Nadie en mi casa
sospechó la razón verdadera de mi conducta. ¿Iba, acaso, a alarmar a mi gente
con mis inconcebibles manías y mis disparatadas sensaciones?
Mi hermana Irene me
desobedeció, y por ella me informé, a pesar mío, de lo que ocurría en casa de
Cuca.
Supe, pues, que un
poeta la amaba y le había regalado uno de sus libros con una elogiosa
dedicatoria, y ella, criatura terrena, puso la dedicatoria en un lindo marco y
abandonó el libro en el altillo; que en vez de ir a la peluquería cada quince
días, iba ahora todas las semanas; que se estaba haciendo una preciosa ropa
íntima del mismo color de sus ojos y leve como su pensamiento; que tomaba
chocolate frío en las comidas para aumentar dos kilos, necesarios a la
perfección de sus hombros; que había echado a uno de sus novios por haberle
regalado una caja de bombones ordinarios; que se había quitado una nueva hilera
de pestañas; que había cambiado de tipo de adoradores —antes apuestos mancebos
hercúleos, ahora lánguidos rimadores elegantes—, y otras tantas cosas parecidas
que, al oírlas a pesar de mi prohibición, me hacían bien, pues borraban un poco
la impresión misteriosa, oscura, que la extraña criatura me produjo siempre.
Sexto y último episodio
Y ha sido esta mañana
cuando ha ocurrido el hecho insólito.
Aún estoy horripilada;
aún siento en mis propios oídos mi grito desgarrado y mi desgarrante silencio;
aún veo la gente arremolinarse primero y huir luego, sin rumbo, por esas
calles, entre los caballos encabritados.
Tres meses corrían que
no veía a Cuca, y uno que descansaba de su recuerdo, y hete aquí que al cruzar
la calle Corrientes, a la altura de Callao, hoy mismo, a las diez, ella se ha
acercado a saludarme.
Venía de compras, el
último figurín en la mano y la más preciosa cartera colgante de su brazo.
Hemos caminado dos o
tres cuadras, hacia la Avenida, y, por primera vez desde que la conozco, me ha
producido la impresión de un ser humano como cualquier otro, envuelta como la
recuerdo en su tapado negro, tocada de un fieltro oscuro que le escondía los
ojos.
Y después de charlar
sobre diversas cosas sin importancia, no sé cómo el hecho se ha producido.
Es el caso que Cuca,
separándose de mí, ha intentado cruzar la calle y un auto la ha arrollado; sí,
sí, la he visto rodar bajo las ruedas e instintivamente mis manos se han posado
sobre mis ojos para ahorrarles la horrible visión.
Pero, al instante, he
avanzado hacia ella para auxiliarla y es entonces cuando he visto lo que aún
estoy viendo, la cosa verdaderamente tremenda: no, no hay sangre; no hay en el
suelo, ni en las ropas de Cuca una sola gota de sangre.
La cabeza, cortada a
cercén por las ruedas del auto, ha saltado a dos metros del tronco, y la cara
de porcelana conserva, sobre el negro asfalto, su belleza inalterada: los fríos
ojos de cristal verdes miran tranquilos el cielo azul; la menuda boca pintada
ríe su habitual risa feliz y del cuello destrozado, del cuello hecho un muñón
atroz, brota amarillo, bullanguero, volátil, un grueso chorro de aserrín.
(La Nación, 11 de abril
de 1926.)
La crítica y poeta
Delfina Muschietti es quizá quien mejor ha corrido a Alfonsina de los clichés
que la quieren romántica y pedagógica, o suicidada y sin género. Fue ella quien
hizo la selección de las Obras Completas editadas por Losada que incluyen en el
primer tomo los poemas y en el segundo los cuentos, los trabajos periodísticos
y el teatro. Muschietti expuso en el prólogo las complejas operaciones de esos
poemas en donde el conflicto entre “una voz mendicante” y otra “de loba” van
produciendo un tono experimental y al mismo tiempo capaz de obtener inéditas
resonancias populares; también leyó la transgresión y la ironía contrabandeadas
en esos trabajos en prosa cuyo destino a menudo era la sección femenina y que
Alfonsina publicaba en diversos medios como Caras y Caretas, La Nota o Fray
Mocho.
Publicado por Carmen
Rosa Gómez
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