LA SEÑORITA
PIRUJA
JORGE
CARETTA SALAS
No puedo, ni quiero, adentrarme en los ignotos laberintos
de la persona humana. Me es tan intrincado tratar de desentrañar el mecanismo de la mente que esta actividad me parece que la
estoy realizando como si fuera un niño
en el salón de párvulos, aprendiendo lo elemental de las operaciones
matemáticas y que, de improviso, me
traslada la sociedad en ilusorio enlace, a la programación de operaciones de
alta magnitud, como si fuera un niño asombrado y ella quiere que entienda los fundamentos
primarios de la Teoría Cuántica.
Lógicamente que no alcanza mi intelecto a hacerlo.
Solo haré, para regocijo de mi persona y
para el alivio de los que leen esto, haré, repito, remembranzas de mi vida (A
la que ya me estoy acostumbrando, perdón, no acostumbrándome a mi vida sino a
que se las cuente)
Mi estancia en el Hospital Infantil fue no
tan fugaz como hubiera deseado pues me “Veteranicé” al no pasar mi materia de
Pediatría en el examen oral, (Maldito examen practicado por los adustos
sinodales que, posesionados de su papel, ponían cara de circunstancias,
semblante insociable, mirada dura y preguntas “muy rebuscadas” para dar a
entender que dominaban la materia).
Lo que no dominaban era el aspecto humano:
(el pobre examinado había tenido una guardia desde las siete de la mañana del
día anterior, no alcanzó ni comida ni cena porque la “tirana” encargada de la
cocina no esperó a que se medio desocupara de ingresar, por desgracia, a dos
niños con tétanos que para mí desgracia murieron), - claro -, “embotado” por el desvelo y la crisis
emocional de tener en mi lista de decesos a dos calaveritas más, tuve la pena
oprobiosa de reprobar ése día y prepararme mental e intelectualmente para la
“Liga Invernal”, (así le decían a los exámenes extraordinarios pues los hacían
en Diciembre, en plena actividad de la Liga Invernal de Béisbol).
Bien, al recibir la boleta de “No promovido” y recibir también las
hipócritas condolencias de mis otros diez compañeros de internado, pedí permiso
para bajar a desayunar. Las clásicas “migas”
del desayuno en el pobretón hospital,
(pan duro remojado en lo que creíamos era caldo de pollo y desgraciadamente no
era más que agua de garrafón hervida con unos cubitos de Knorr suiza) pero, la
Tirana se me quedó mirando, esbozó una sonrisa entre cruel y jubilosa y me
dijo:
- ¡La hora del desayuno terminó! ¡Ahora hay que esperar hasta la hora de
comida! y se fue tan campante al fondo de la cocina, (sus dominios) sin oír
mis quejas-protestas. Ni modo, algún día sería médico y me las pagaría: (No me
fue posible porque efectivamente, me recibí de médico pero antes, ella murió
porque la atropelló un camión amarillo de la ruta 20 de Noviembre)
La vida siguió su curso. Rutinaria, con episodios de sobresalto o de
paz pero, el aliciente de salir en las tardes a ver la novia, cuando no nos
dejaban de guardia “aguevoluntariamente”
porque los residentes eran unos canijos (en Alvarado se llaman de otra manera)
La vida era igual. Guardias, estudio,
peleas con la Tirana (que al parecer no nos quería a los médicos internos) por
la mala alimentación. Mal dormidos pero dejando como un ilusorio “postrecito”,
un pedacito de felicidad en las tardes, porque era el momento de ir a visitar a
la noviecita santa y por ahí, de paso, poner cara de circunstancias y ponerse
descarado cuando los futuros suegros, viendo
nuestra cara de hambre, nos
decían cruelmente:
- ¿Gusta merendar? a sabiendas que en el
hospital no daban cena más que a los
internos que estaban de guardia. (Si acaso la Tirana estaba de regular humor)
Lógicamente que ¡Siempre aceptábamos merendar!
Después de la merienda (en Veracruz,
merienda la equiparan tanto fonética como prácticamente, a cena), dependiendo más
que nada de la abundancia de los alimentos que se ponen en la mesa familiar y
al hambre de los que han de ingerirlos, de tal manera, que mis presuntos
suegros, al ser “buenas gentes”
cobijados en la sentencia bíblica de que “Hay
que dar de comer al hambriento”, realmente si se la jugaban: (la suerte)
pues, una invitación a merendar a un
hambriento médico interno era abrir la posibilidad de, Uno: Quedarse ellos viendo cómo engullía lo
que ellos tenían destinado para sus hijos, y Dos: Quedar como “codos” y después de la triste experiencia de ver como comía, jamás
se permitirían la osadía de pregúntame: ¿Gusta
merendar?
Así y todo, mis presuntos suegros siempre
optaban por la primera opción pero yo, basaba su generosidad en la hipócrita
idea de que no eran generosos cristianamente, sino que estaban apostando al
futuro, o sea, estaban invirtiendo en
aquel tragón que era yo, para que me fijara que mi novia tenía una familia “a todo dar” y no buscara otros
derroteros (para casarme)
Una tarde, de esas desgraciadas tardes de
norte en Veracruz en que el viento se encargaba de traer toneladas de arena de
los médanos, (Ahora ya no) y de desnudar de sus hojas y frutos a los cientos de almendros, también
ahora no y cuando la humedad ambiente se elevaba al 95 %, exageradamente
echábamos manos a las chamarras porque bajaba la temperatura ambiental, se
oyeron fuertes golpes al portón de entrada del Hospital.
El mozo de guardia (el único que el
presupuesto permitía), persona a la que le llamábamos como: Pasante Nico porque
se llamaba Nicolás y que, realmente no
era pasante de medicina sino mozo pero
él siempre se dijo Pasante y puedo jurarles que a nadie engañó: - ¡Soy el pasante!- pero,
¡Pasante de Jerga! ya que era el
encargado de la limpieza de los pisos- Abrió con dificultad el portón porque el
aire era fuerte y traía, aparentemente,
arena, hojas y almendros, humedad y frío.
Entró una persona con un envoltorio que
supusimos de inmediato era un niño “encobijado”,
-lógico-, un enfermito para atención médica u hospitalaria.
Ya dentro de un consultorio, me llamaron a
gritos (no había bocinas de intercomunicación) diciendo:
- ¡Médico
interno de guardia! ¡A Urgencias!
Lógico, el famoso médico interno era yo, (Bueno, ni tan famoso
en aquel entonces ni ahora)
Me apersoné y encontré ya a la diligente
enfermera, (Voluntaria, sin sueldo pero sí con la exigencia por parte de la
Secretaría de Salubridad de aquel entonces, de cumplir como si le pagaran “un sueldazo”)
Estaba
quitándole la ropa a una criatura recién nacida, apestosa a sudor, a
hierbas, a lociones curativas, a mugre y
abandono. Le miré su cuerpo en la posición clásica de
Opistótonos (arqueado) y su trismus maseterino, característicos signos de un
Tétanos neonatorum y hasta la enfermera dio inmediatamente el diagnóstico.
La persona que traía aquella criatura se había
sentado, muy descuidadamente, en una silla dejando ver sus encantos. Clásica
jarocha tal como la estereotipan: Alta, pelo frondoso, negro azabache, con
mechones dorados (entonces empezaba ésa moda) cara ovalada, muy maquillada con
Ángel Face, (el de moda, ni tan caro ni tan barato) pestañas de azotador (así le dicen a los
moscos de playa, con tamaño grande y con
muchas vibrizas) y con sombras en los párpados entre azul y verde (también
empezaba ésa moda) que realzaba la belleza de sus ojos enormes con pupilas
dilatadas por posiblemente unos lentes de contacto de color azul (empezaba
también el engaño de ésa moda). Cuello delgado y un cuerpo que cualquier
artista de moda (ficheras) hubiera deseado, enfundado en un traje embarrado a
sus morbideces. Calzaba zapatillas negras, de charol, de ésas que llamaban de
punta (mata-culebras)
- Saludé.
Solo me contestó la enfermera.
Me
di cuenta de la situación grave del niño y doctoralmente le dije a la
acompañante:
- ¡Señora! Su niño está muy grave. Trataremos de que
sobreviva.
Aquella persona me barrió con su mirada,
tal vez con la demostración de desprecio que en ése momento considero, es la
más grande que he recibido en mi vida.
Alzando la voz, me contestó:
-
¡Señorita! - ¡Señorita!- El niño no es mi hijo. Es mi sobrino.
-¡Perdone! ¡Aquí estamos acostumbrados a que las mamás
traigan a sus enfermitos! ¡No quise
ofenderla!
Aquella mujer al parecer no entendió pues
en vez de atender mi respuesta, volvió a insistir:
-¡Pues
a mí me importa mucho! ¡Le repito que
soy una señorita decente! ¡Llámeme como
lo que soy! ¡Señorita! haciendo
énfasis y recalcando exageradamente el término de señorita.
En realidad ni a mí ni a la enfermera nos
afectó su situación. ¡Qué nos importaba a nosotros la integridad de su
himen! Lo que nos preocupaba era el
estado de gravedad del niño y nos encargamos de llevarlo a Urgencias donde
inmediatamente le pusimos atención especializada.
Afortunadamente, en ese momento, el Dr.
Oros, el Pediatra infectólogo acudió en
mi auxilio- Viendo que el niño estaba muy grave, le instaló una venoclisis por donde la medicación
específica para el Tétanos comenzó a fluir.
Mientras, la persona que había traído al
niño tetánico se había ido a sentar en la recepción. Era tan bella que llamaba
mucho la atención y rápidamente, todos los residentes e internos pasaron
revista de su estado orgánico, suspirando.
La espera no duró mucho.
El niño, tal como esperábamos, murió, a
pesar de las antitoxinas, los relajantes musculares y el oxígeno que se le
proporcionó. La enfermera movió negativamente
la cabeza y con una muda seña con los pulgares hacía abajo, tal como lo hacían
en el circo romano, me dio a entender que ya el niño había dejado de existir.
¡Bueno
pues!
El que tenía que dar la noticia
oficialmente era yo.
Noticias fúnebres que a nadie agradan
dar pero que son obligación hacerlo. - ¡Ni modo!- ¡En la lucha con la muerte,
ésta tuvo más probabilidades y ganó!
Fui
a recepción. La dama estaba fumando un cigarro, precisamente abajo del
letrero que decía: ¡PROHIBIDO FUMAR!
Hice caso omiso de lo que en ése momento consideraba un tonto formulismo
oficial, tomé aire y me encaré con ella para darle la fatal noticia.
Mi voz debió haber sido muy débil. Apenas
creo la escuché yo, pero, la violencia con la que arrojó el cigarro al suelo me
indicó que si me había escuchado, ¡Bueno! ¡Al menos eso creí!
- ¡Señora! Le dije:
Aquella persona, fulgurando en sus ojos la
rabia, me contestó violentamente:
- ¡Señorita!
¡Señorita! ¡Soy Señorita! ¡Por lo visto es usted un tarado que no
entiende!
Apenado y comprendiendo su enojo, hice
caso omiso de su violenta reacción y le comuniqué que el niño no había “aguantado”.
Ella pareció calmarse. Comenzó a sollozar.
Quise darle algunas palabras de consuelo
pero lo que hice fue, aumentar aún más su violencia pues dije, estúpido de mí:
- ¡Señora!
El certificado de defunción se lo entregará la enfermera. Si Usted
quiere, le voy a ayudar a amortajar al niño.
-¡Venga! - ¡La ayudaré señora!
La mirada de ella me hubiera fulminado.
Puso sus manos en jarras en su breve cintura y jamás en mí vida se me ha
olvidado su respuesta, porque a pesar de mi obstinado error, no merecía lo que
me dijo:
- ¡Pendejo doctorcito de mierda! Le he repetido varias veces que soy
señorita. ¡Ud. no quiere entender que
me ofende al llamarme señora! Para que
no se le olvide, le deseo que: si llega a tener hijos, ¡Todos se le mueran!
Quedé sorprendido y al mismo tiempo
anonadado. Su vaticinio, por ser tan
cruel e inmerecido, (Creo yo, ahora)
nunca se cumplió pero provocó en aquella infernal tarde de norte, un desasosiego
terrible en mi corazón.
La enfermera trajo el cadáver amortajado.
Se lo entregó a aquella singular persona.
Yo,
avergonzado, me sumergí en el trabajo tratando de olvidar aquella desagradable
entrevista pero me di cuenta cuando un
taxista, con su vozarrón que ni el norte amenguó, dijo:
-¡Morena! ¡Te llevó gratis a tu casa! ¡Deja al muertito
aquí! ¡Luego regresamos!
Ella no hizo caso, se subió al taxi con todo y
el niño muerto, no pagó nada de la atención médica en el hospital y se fue-
Jamás la volvía a ver.
Mi novia, actualmente mi esposa, vivía en
una colonia cerca de la avenida
Circunvalación. En ése barrio, los muchachos “no permiten” que les arrebaten las muchachas las gentes que no
sean del barrio. Las consideran casi objeto de su propiedad y eran (Ya no), muy
agresivos con los que tratamos de “noviar”
en lo que llaman sus dominios.
Pero ni modo, me
gustaba mi novia y tenía sanas intenciones con ella. Jamás se metieron conmigo
porque vieron, al través de mi trabajo de médico interno del Hospital infantil,
que yo tenía muchas consideraciones con la gente que acudía al nosocomio y
prácticamente hicieron una excepción conmigo, no así con un Naval que pretendía
a una cuñadita y que le dieron “una
madriza” entre todos e incluso, le robaron el espadín, lo que motivó que lo
expulsaran de la escuela naval.-
Al día siguiente de lo que relato,
puestísimo estaba a las 5 de la tarde para visitar a mi novia. Me bajé de mi democrático camión Arista y
casi llegando donde estaba la casa de ella, se me emparejó un tipo al que
reconocí de inmediato como el jefe de la palomilla, el que dirigía a todos en
el acto de “madrear” (en bola) a los
que les estaban robando sus muchachas y
poniéndome una mano a mi flacucho pecho, me dijo:
-
¡Médico! ¡Supe que ayer en la tarde
tuviste un problema serio y que se te murió un niño!
Me alarmó porque supuse era tal vez un
familiar del fallecido y generalmente, cuando se alivian los enfermitos no te
agradecen nada, pero cuando se mueren, quieren, no sé por qué, que les
devuelvas la vida del muertito o ya de perdida, quieren cambiar tu vida por la
del finado.
Le respondí, muy “escamado”:
- ¡No te entiendo “Caimán”! (Así le decían de apodo, ahí en el barrio,
al patibulario sujeto)
- ¡Claro
que me entiendes médico! ¡Anoche estuve
en el velorio del niño!
Fingiendo demencia, le miré directamente a
los ojos, suplicando a Dios que no descubriera el miedo atroz que tenía y le
respondía:
-
¡Ah sí! ¡Ayer se murió un niño que
atendí en hospital! Por cierto, iba ya muy pasadito y nada pudimos hacer.
-
¡Sí! ¡Nos lo contó “la Morena”! ¡Al parecer tuvo una discusión contigo!
Me acordé de los sucesos y le dije al “Caimán”:
-La discusión fue porque yo no la conozco.
Se enojó conmigo porque le dije señora y ella me insistía en que le llamara
“Señorita” ¡No entiendo el por qué!
Tampoco entendí, de momento, el por qué el
“Caimán” se estremecía en carcajadas,
como si le hubiera dicho el mejor chiste de su vida.
Ya calmado, me dijo, abrazándome (lo
cual lógicamente no me gustó);
- ¡A que mi médico tan pendejo! ¡A poco no
te diste cuenta!..
-¿Cuenta?
¿De qué?
- ¡A que mi médico tan pendejo! ¡La morena es la mejor puta de la calle de
Guerrero! - ¡Señorita! -
Y volvió a carcajearse.
- ¡Señorita! ¡Ja! ¡Ja!- ¡Ja! - ¡Ja! ¡Ni de la niña de sus ojos!
Doctor Jorge Caretta
Salas.
Recuerdos verídicos del
Hospital Infantil de Veracruz.
Junio del Mil
Novecientos Sesenta y Cinco