EL
DIOSERO
Kai-Lan, señor del caríbal de Puná,
sentado frente a mí toma una graciosa postura simiesca y sonríe amistoso; en
sus manos cortitas y móviles, juguetea un bejuco. Estamos bajo el techo de su
―champa‖ erigida en un claro de la selva; en un claro que es islote perdido
entre el océano vegetal que amenaza desbordarse en las olas crujientes y
negras. Kai-Lan escucha, sus ojos se clavan en mi rostro; parece adivinarme el
gesto mejor que entender mis palabras. A veces, cuando mi propósito logra
penetrar en el cerebro o en el corazón del indio, él ríe, ríe a carcajadas… Más
a veces, cuando mi relato tórnase grave, el lacandón se pone formal y
aparentemente interesado en aquel diálogo en que participa él con algunos
monosílabos o con tal o cual frase sencilla, emitida con dificultad. Las tres
mujeres de Kai-Lan están cerca de nosotros, sus tres ―kikas‖. Jacinta, niña
casi y madre ya de una indiecita lactante, de cara redonda y cachetona; Jova,
una anciana reservada, fea y huidiza, y Nachak‘in, hembra en plenitud; su
perfil arrogante como un mascarón pétreo de Chichén-Itzá, los ojos sensuales y
coquetones, el cuerpo ondulante, apetitoso, a pesar de la corta estatura y los
ademanes sueltos, tanto, que llegan a descocados frente al desabrimiento de las
otras dos.
Jova, arrodillada cerca del metate, tortea
grandes ruedas de masa de maíz; Jacinta, que carga sobre el brazo izquierdo a
su hija, revuelve entre las brasas del fogón un faisán abierto en canal del que
sale un tufillo agradable. Nachak‘in de pie, metida en su amplio cotón de lana,
mira impávida el ajetreo de sus compañeras.
— Y ésa —pregunté a
Kai-Lan señalando a Nachak‘in— ¿por qué no trabaja?
El lacandón sonríe,
guarda silencio unos instantes; con ello da la idea de que busca los términos
apropiados para responder:
— No trabaja en el día
—dice al fin—, a la noche sí… A ella toca subir a la hamaca de Kai-Lan.
La bella ―kika‖, tal si hubiera entendido
las palabras que en castellano me dijo su marido, baja los ojos ante mi curiosa
mirada y pliega los labios en una sonrisa terriblemente picaresca. De su cuello
robusto y corto, cuelga un collar de colmillos de lagarto.
Fuera de la ―champa‖, la selva, el
escenario donde se desenvuelve el drama de los lacandones. Frente a la casa de
Kai-Lan, se laza el templo del que él es Gran Sacerdote, al mismo tiempo que
acólito y fiel. El templo es una barraca techada con hojas de palma; sólo tiene
un muro, que ve al poniente; adentro, caballetes de rústica talla y, sobre
ellos, los incensarios o braserillos de barro crudo, que son deidades
doblegadoras de las pasiones, moderadoras de los fenómenos naturales que en la
selva se desencadenan con furia diabólica, domadores de bestias, amparo contra
serpientes y sabandijas y resguardo opuesto a los ―hombres malos‖ del más allá
de los bosques.
Junto al templo, la parcela de maíz
cultivada cuidadosamente; matas vigorosas se alzan del suelo más de dos palmos
entre las paredes de los hoyancos cavados a ―coa‖; un lienzo de varas espinudas
protege al sembradío de las incursiones de los jabalíes y de los tapires y,
abajo, entre lianas y raíces, el río Jataté. El clima es húmedo y tibio.
La voz de la selva, de tono invariable y
de intenciones tozudas como las del mar, aquel ruido de enervantes efectos para
quien lo escucha por primera vez y que acaba por tornarse, andando el tiempo,
en estímulo grato durante el día y en arrullo suave durante la noche, aquella
voz nacida de buches de aves, de fauces de fieras, de ramas quebradizas, del
canto de las hojas de las ceibas, del ramón y del asesino matapalos que trepa
sus tentáculos abrazados a los corpulentos troncos de caobo, del chicozapote,
para extraer de ellos, en provecho propio, hasta la última gota de savia, del
chiflido intermitente de la nauyaca que vive entre las cortezas del chacalté y
del ululante alarido del sarahuato, monito grotesco y cínico que retoza su
eterna brama pendiente de las lianas o trepado inverosímilmente en las más
atrevidas copas… En tal algarabía, apenas si se escucha la palabra del lacandón
que es señor de la selva, al mismo tiempo que el más débil y desposeído entre
lo que anima ese mundo de fronda y luz, de estruendo y silencio.
En la ―champa‖ de Kai-Lan, cacique de
Puná, aguardo el ―taco‖ que su hospitalidad delicadísima me ha brindado, para
continuar mi camino después del refrigerio, por brechas y ―picados‖, entre la
masa verde y el pantano, con rumbo al caríbal de Pancho Viejo, aquel
silencioso, solitario y lánguido caballero lacandón, cuya ―champa‖, huérfana de
―kikas‖, se alza, Jataté abajo, a pocos kilómetros de la heredad de mi huésped
actual. Calculo llegar a la anochecida.
Cuando estoy terminando de dar cuenta con
la pechuga del faisán, KaiLan muestra alguna inquietud; voltea hacia la selva,
hincha su nariz en un husmear de bestia carnívora; se pone en pie y sale
lentamente. Lo miro cómo interroga a las nubes; después recoge del suelo una
varita que eleva entre el índice y el pulgar; por el arco que forman sus dedos,
se mira el sol a punto de llegar al cenit.
Kai-Lan ha vuelto y me hace conocer el
resultados de su investigación-
— Poco andarás… Viene
agua, mucha agua.
Yo insistí en la necesidad que tengo de
llegar esa misma noche a la ―champa‖ de Pancho Viejo, mas Kai-Lan machaca
cordialmente:
— Mira, falta ansinita
para el agua —y me muestra la vara a través de la cual observó las nubes.
— Pancho Viejo me
espera.
Kai-Lan ya no habla.
Me he puesto en pie,
acaricio la cara de la pequeña que se ha dormido en brazos de su madre y cuando
me dispongo a salir, gotas enormes me detienen; la tormenta se ha
desencadenado. Kai-Lan sonríe al ver cumplido su pronóstico:
―Agua… mucha agua.‖
El rayo brama a poco bajo un techo color
de acero que se ha interpuesto entre la selva y el sol; la tormenta se abate
sobre las ramazones de los árboles que rascan la costra de nubes. La voz de la
selva se acalla para dejar sitio al estruendo de las cataratas. La ―champa‖ se
sacude con violencia, Kai-Lan ha vuelto a sentarse junto a mí; estoy
sobrecogido ante el espectáculo que por primera vez presencio.
El agua sube a ojos vistas; Jacinta ha
dejado a su niña acostada en la hamaca de Kai-Lan y seguida de Jova alzan sus
cotones con inocente impudicia hasta arriba de la cintura y empiezan a levantar
un dique dentro de la choza, para evitar que el agua escurra al interior.
Nachak‘in, la ―kika‖ en turno, distrae su holganza sentada en cuclillas en un
rincón de la ―champa‖; Kai-Lan, con el mentón entre sus manos, mira cómo la
tempestad crece en intensidad y en estruendos.
— ¿Qué buscas en cá
Pancho Viejo? —me interroga de pronto.
Yo sin muchas ganas de liar la charla,
respondo un poco cortante:
— Me va a platicar
cosas de la vida de ustedes los ―caribes‖.
— ¿Y a ti qué te
importa? ¡No hay que meterse en la vida de los vecinos! —dice el lacandón sin
tratar de herirme.
No contesto.
Jacinta ha tomado en brazos a su hijita,
la estrecha contra su pecho; en la cara de la joven hay ahora sombras de
congoja. Jova, estoica, empieza a destazar un sarahuato enorme; la piel de la
bestia, taladrada por una flecha de Kai-Lan, va despegándose de la carne rojiza
hasta dejar un cuerpo desnudo, muy semejante en volumen y muy parecido en forma
al de la indita mofletuda que llora entre los brazos de Jacinta.
Kai-Lan me ha pedido un cigarrillo al que
arranca fumarolas que la ventisca se encarga de disolver en cuanto salen de su
boca.
Entre tanto, el cielo no acaba de volver
sus odres sobre la selva; las nubes se confunden ya con las copas del chacalté
y del chicozapote; un rayo ha partido, como a vil bambú, el tronco de una ceiba
centenaria; el fragor nos aturde y la luz lívida nos deja ciegos por instantes.
En la ―champa‖ nadie
habla, el pavor supersticioso de los indios es menor que mis temores de hombre
civilizado.
— Agua, mucha agua…
—comenta al fin Kai-Lan.
De pronto, un estrépito prolongado colma
nuestra inquietud; es rotundo como el de las rocas al desgajarse, es categórico
tal el estruendo de cien troncos de caobo que reventaran al unísono.
Kai-Lan se pone de pie, mira hacia afuera
por entre la tupida cortina que descuelga el temporal. Habla en lacandón a las
mujeres, quienes ven hacia el punto que el hombre les señala. Yo hago lo mismo.
— El río, es el río —me
dice Kai-Lan en castellano.
En efecto, el Jataté se ha hinchado; sus
aguas arrastran como pajillas troncos, ramas y piedras.
El lacandón vuelve a hablar a sus esposas;
ellas escuchan sin contestar.
Jova va hacia el fondo de la ―champa‖ y
remueve con sus manos un montón de arcilla seca, al tiempo que Kai-Lan,
provisto de un gran calabazo, sale a la tormenta, para regresar a poco; su
cabello empapado cuelga lacio hasta debajo de los hombros; el cotón se le pega
al cuerpo dándole un aspecto ridículo…
Ahora voltea sobre la arcilla el agua que
ha traído en el calabazo; las mujeres lo miran llenas de unción; Kai-Lan repite
la maniobra una vez y otra; el agua y la arcilla han hecho barro que el
hombrecillo amasa. Cuando ha encontrado el punto pastoso y moldeable en la
arcilla, emprende otro viaje en medio de la tempestad; lo vemos entrar al
templo y destruir con furia mística los braseros deidades. Luego que ha
terminado con el último, retorna a la ―champa‖.
— Los dioses son
viejos… ya no sirven —me dice—. Yo haré otro, fuerte y valiente, que acabe con
el agua.
… Y Kai-Lan, echado
frente al montón de barro, empieza a modelar con insospechada maestría un nuevo
incensario, un dios lucido y potente, capaz de conjurar a las nubes que ahora
se desprenden sobre el ―caríbal‖ y sobre el río.
Las ―kikas‖ han vuelto
discretamente las espaldas al hombre, hablan entre sí en voz baja. De pronto
Nachak‘in arriesga una mirada que Kai-Lan sorprende. El hombrecito se ha puesto
en pie, grita roncamente, bate sus manos al aire presa de furores; Nachak‘in,
vuelta de nuevo hacia la pared y con la cabeza baja, resiste humildemente la
reprimenda… Kai-Lan ha deshecho, convulso de ira, la obra casi terminada: Dios
ha vuelto a sucumbir en manos del hombre.
Cuando el lacandón se cerciora de que el
ojo impuro de las hembras no mancillará la obra divina, intenta de nuevo
erigirla.
… Ya está, es un bello
incensario de apariencia zoomorfa: un ave barriguda, con el lomo hundido en
forma de cazoleta; la figurilla se mantiene enhiesta sobre tres pies que
rematan en pezuñas hendidas como las del jabalí.
Dos astillas de pedernal brillan en las
órbitas profundas. Kai-Lan se muestra muy satisfecho de su trabajo; lo mira de
hito en hito, lo retoca, lo pule… Lo aprecia a distancia en todos sus ángulos y
acaba por ocultarlo bajo el vuelo de su túnica, para salir con él entre la
ventisca y con dirección al templo… Ya está ahí, lo miro a través del empañado
cristal de la tormenta. Entroniza en el caballete al dios flamante, fresquecito
aún: echa sobre sus lomos granos de copal y algunas brasas que toma entre dos
varas de la hoguera perpetua que arde en el centro del recinto. Kai-Lan se
mantiene en pie, inmóvil, hierático, sus brazos cruzados y la barbilla en alto.
Entre tanto, Jova atiza el hogar que
chisporrotea; las llamas alumbran un poco la choza en donde empiezan a cuajarse
las sombras. El vendaval sigue entre lamentos de árboles desgajados y estruendo
de torrentes; el Jataté se ha tornado soberbio, sus aguas suben de nivel
alarmantemente… Ahora amenazan desbordarse, ya chapotean en los ribazos que
protegen la milpa. Kai-Lan se ha dado cuenta del peligro; bajo el techo del
templo observa inquieto el amago del río; vuelve hacia el brasero, lo carga de
nuevo con resina y aguarda. Más la tempestad no cede, los nubarrones columpian
de las cumbres y dejan caer sobre el ―caríbal‖ su sombra. La noche se
precipita… Veo la silueta de Kai-Lan ir hasta el ara, tomar al dios entre sus
manos, destruirlo y después, presa de furores, arrojar los fragmentos de barro
a las lagunetas que se han formado frente a su ―champa‖… ¡Dios inútil, dios
negado, imbécil dios…!
Más Kai-Lan ha salido del templo, va hacia
la milpa; marcha penosamente bajo las aguas, ahora se echa en cuatro pies junto
al río, parece tapir que se revuelca ente el fango. Arrastra troncones y ramas,
piedras y hojarascas; con todo bordea la sementera; es el suyo un trabajo
doloroso e inútil. Cuando me dispongo a ir en su auxilio, él, convencido de la
nulidad de sus esfuerzos, retorna a la ―champa‖. Increpa entonces con palabras
violentas a las mujeres, quienes voltean de nuevo sus caras hacia el muro de
hojas de palma. La niña duerme plácidamente sobre la hamaca, su cuerpecillo
regordete yace entre harapos sucios y humedecidos.
Kai-Lan emprende otra
vez la tarea.
Y ya tenemos ante nosotros al nuevo dios
que ha brotado de sus manos mágicas. Es más basto éste que el anterior, pero
menos hermoso. El lacandón lo eleva hasta la altura de los ojos y lo contempla
unos instantes; parece estar muy engreído con su creación. A sus espaldas se
escucha el gemido de la niña que despierta quizás al lancetazo de un
bicharraco. Cuando Kai-Lan vuelve, se encuentra a la pequeña mirando fijamente
al incensario. El lacandón tiene un gesto de impaciencia que poco a poco se
torna en mueca benévola frente a la risa de la criatura. Arroja al suelo el
incensario, ya maculado por ojos de mujer y empieza a destrozarlo con sus pies
desnudos. Cuando ha consumado la destrucción, llama a voces. Jacinta, sin
atreverse a levantar la cabeza, recoge a su hija y la lleva en brazos hasta el
muro; saca por entre la manga de su cotón una mama excesiva y prieta, a la que
la niña se prende; Jacienta, al igual que las demás ―kikas‖, ha volteado su
cara a Kai-Lan, quien no pierde la fe; ahora empieza de nuevo.
El afán puesto en la tarea hace al indio
olvidarse de mí, que miro a placer las incidencias que ocurren durante la
manufactura de dios… Las manos pequeñitas de Kai-Lan toman fragmentos de lodo,
nerviosas bolean esferas, amoldan cilindros o retocan planos; bailan sobre la
forma incipiente, atareadas, ágiles, vivaces. Jova y Jacinta, la última
meciendo entre sus brazos a la hija, se mantienen en pie dándonos las espaldas,
Nachak‘in, amurriada tal vez por su frustrado himeneo, se ha sentado en las
piernas cruzadas y la cara a la pared; cabecea presa del sueño. En medio de la
choza, la lumbre crepita. Es de noche.
Esta vez la fábrica de dios ha sido más
laboriosa, diríase que, ante los fracasos, el hacedor pone en la tarea todo su
arte, toda su maestría. Modela un cuadrúpedo fabuloso: hocicos de nauyaca, cuerpo
de tapir y cauda enorme y airosa de quetzal. Ahora mira en silencio el fruto de
sus esfuerzos; ahí está, es una bestia magnífica, recia, prieta, brutal… El
lacandón se ha puesto en pie; el incensario descansa en el suelo: Kai-Lan se
retira algunos pasos para mirarlo a distancia; le ha notado alguna imperfección
que se apresura a corregir con sus dedos humedecidos de saliva… Ha quedado,
finalmente, satisfecho por completo. Alza entre sus brazos el incensario y
cuando se asegura que no ha sido profanado por la mirada de las hembras, sonríe
y se dispone a trasladarlo a sus altares. Pasa rozando mis piernas; yo estoy
seguro de que en esos instantes no repara en mi presencia.
Las
sombras de la noche empapada ya no me permiten ver la maniobra de Kai-Lan en oficio
de Sumo Sacerdote; mis ojos apenas si perciben la lucecilla intermitente que
arde sobre los lomos de la deidad recién modelada y el parpadeo angustioso de
la hoguera perpetua alimentada con leños húmedos.
Mientras tanto, Jova ha montado un ingenio
de varas cerca del fogón; de él pende el sarahuato para asarse al rescoldo; el
aspecto del cuadrumano es pavoroso; la cabeza caída sobre el pecho parece
gesticular; sus miembros retorcidos me recuerdan imágenes de mártires, de
hombre mártires sometidos a la tortura por su santidad o… por sus herejías. Los
granos de sal que salpican la carne estallan con leve y enervante chasquido, al
tiempo que la grasa escurre para dejar negro y enjuto al cuerpecillo
antropomorfo.
Jacinta, echada de rodillas frente a un
cacharro barrigudo, extrae el maíz que deposita en el metate, la niña duerme en
una estera tendida al alcance de la madre. Nachak‘in, que ve pasar yerma su
noche de amor, se ha tirado en la hamanca donde revuelve sus ansiedades; las
piernas, torneadas y pequeñas, cuelgan en inquietante balanceo.
De pronto, viniendo de allá de la milpa,
se escuchan voces. Es Kai-Lan.
Jacinta y Jova atienden en el acto al
llamado; las dos ―kikas‖ salen entre la borrasca y van hacia donde el esposo
las requiere. Nachak‘in apenas si se incorpora para verlas partir; bosteza,
distiende sus brazos sobre la ―cabeza‖ de la hamaca y hace algunos movimientos
elásticos de bestiecita en celo.
Miro hacia el sembradío; Kai-Lan debajo de
una ceiba opulenta sostiene entre sus manos una tea, cuya flama desafía
sorprendentemente al ventarrón; las mujeres se debaten entre el barro en pelea
furiosa contra el agua que ya ha rebasado el pequeño bordo que la contuvo;
ahora las primeras matas de maíz están anegadas. Corro a prestar auxilio a las
mujeres. Apoco me hallo hundido hasta la cintura en el lodo y comprometido en
la lucha de los lacandones.
Mientras Jacinta y yo acercamos piedras y
fango, Jova levanta un vallado que más tarda en alzarse que en ser arrastrado
por la corriente. Kai-Lan grita en lacandón palabras fustigantes; ellas
redoblan esfuerzos. El hombre va y viene bajo el enorme paraguas de la ceiba;
en alto la antorcha, nos manda sus débiles fulgores. Llega un momento en que la
agitación de Kai-Lan es irreprimible. Deja la tea sostenida entre dos piedras y
va hacia la choza del templo, penetra en ella y nos abandona empeñados en
nuestros estériles esfuerzos… Jacinta ha resbalado, el agua la arrastra un
trecho; Jova logra pescarla por la melena y con mi ayuda sacarla del trance. Un
enorme tronco que flota en las aguas barre totalmente nuestra obra… La riada se
desborda ya en arroyuelos que hacen charcas al pie de las matas de maíz. Nada
hay que hacer; sin embargo, las mujeres siguen en empeñosa pugna. Cuando yo
estoy a punto de marcharme materialmente rendido, noto que la tormenta ha
cesado… Como llegó se fue, sin aparatos espectaculares, de improviso, tal como
se presenta o se ausenta todo en la selva: la alimaña, el rayo, el viento, el
brote, la muerte…
Kai-Lan sale del templo, lanza alaridos de
júbilo. Nachak‘in mira, sin hacer nada por evitarlo, cómo el cuerpo del
sarahuato se chamusca, se carboniza; una nube negra y hedionda hace
irrespirable el ambiente; la niña solloza rendida de llorar.
Las mujeres al ver mi traza ridícula ríen;
estamos encenegados de pies a cabeza.
Trato de limpiar el fango de mis botas.
Kai-Lan me tiende un calabazo lleno de ―balché‖, aquella bebida fermentada
ritual de las grandes ocasiones.
Bebo un trago, otro y otro… Cuando alzo el
codo por tercera vez, noto que amanece.
Kai-Lan está a mi lado, me mira
amablemente. Nachak‘in se acerca y trata de echar, lúbrica y provocativa, un
brazo al cuello del hombrecillo; pel la separa delicadamente, al tiempo que me
dice:
— Nachak‘in ya no,
porque hoy es mañana.
Luego llama con suavidad a Jova; la
anciana viene sumisa hasta el hombre; él la toma por la cintura y así
permanece.
— Hoy no trabaja de día
la Jova… A la noche sí, porque a ella toca subir a la hamaca de Kai-Lan.
Después con palabras breves y cortadas,
habla a Nachak‘in, quien se ha separado un poco del grupo. La bella e
imperiosa, ahora dócil y humilde, va hasta el fogón para ocupar el sitio que
dejó Jova, la ―kika‖ en turno.
Me dispongo a partir; regalo a las mujeres
unos peines rojos y un espejo, ellas agradecen con sonrisas blancas y anchas.
Kai-Lan me obsequia con un pernil de
sarahuato que se escapó de la chamusquina. Yo correspondo con un manojo de
cigarrillos.
Salgo hacia el ―caríbal‖ del caballero
Pancho Viejo. Kai-Lan me acompaña hasta el ―picado‖. Cuando pasamos frente al
templo, el lacandón se detiene y, señalando hacia el ara, comenta:
— No hay en toda la
selva uno como Kai-Lan para hacer dioses…
¿Verdad que salió
bueno? Mató a la tormenta… Ve, en la pelea perdió su bonita cola de quetzal y
la dejó en el cielo.
En efecto, prendido a la copa de un
―ramón‖, el arco iris esplende…
Francisco Rojas González