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sábado, 7 de mayo de 2016

EL DIOSERO Francisco Rojas González

EL DIOSERO
Francisco Rojas González



     Kai-Lan, señor del caríbal de Puná, sentado frente a mí toma una graciosa postura simiesca y sonríe amistoso; en sus manos cortitas y móviles, juguetea un bejuco. Estamos bajo el techo de su ―champa‖ erigida en un claro de la selva; en un claro que es islote perdido entre el océano vegetal que amenaza desbordarse en las olas crujientes y negras. Kai-Lan escucha, sus ojos se clavan en mi rostro; parece adivinarme el gesto mejor que entender mis palabras. A veces, cuando mi propósito logra penetrar en el cerebro o en el corazón del indio, él ríe, ríe a carcajadas… Más a veces, cuando mi relato tórnase grave, el lacandón se pone formal y aparentemente interesado en aquel diálogo en que participa él con algunos monosílabos o con tal o cual frase sencilla, emitida con dificultad. Las tres mujeres de Kai-Lan están cerca de nosotros, sus tres ―kikas‖. Jacinta, niña casi y madre ya de una indiecita lactante, de cara redonda y cachetona; Jova, una anciana reservada, fea y huidiza, y Nachak‘in, hembra en plenitud; su perfil arrogante como un mascarón pétreo de Chichén-Itzá, los ojos sensuales y coquetones, el cuerpo ondulante, apetitoso, a pesar de la corta estatura y los ademanes sueltos, tanto, que llegan a descocados frente al desabrimiento de las otras dos.

     Jova, arrodillada cerca del metate, tortea grandes ruedas de masa de maíz; Jacinta, que carga sobre el brazo izquierdo a su hija, revuelve entre las brasas del fogón un faisán abierto en canal del que sale un tufillo agradable. Nachak‘in de pie, metida en su amplio cotón de lana, mira impávida el ajetreo de sus compañeras.

— Y ésa —pregunté a Kai-Lan señalando a Nachak‘in— ¿por qué no trabaja?

El lacandón sonríe, guarda silencio unos instantes; con ello da la idea de que busca los términos apropiados para responder:

— No trabaja en el día —dice al fin—, a la noche sí… A ella toca subir a la hamaca de Kai-Lan.

     La bella ―kika‖, tal si hubiera entendido las palabras que en castellano me dijo su marido, baja los ojos ante mi curiosa mirada y pliega los labios en una sonrisa terriblemente picaresca. De su cuello robusto y corto, cuelga un collar de colmillos de lagarto.



     Fuera de la ―champa‖, la selva, el escenario donde se desenvuelve el drama de los lacandones. Frente a la casa de Kai-Lan, se laza el templo del que él es Gran Sacerdote, al mismo tiempo que acólito y fiel. El templo es una barraca techada con hojas de palma; sólo tiene un muro, que ve al poniente; adentro, caballetes de rústica talla y, sobre ellos, los incensarios o braserillos de barro crudo, que son deidades doblegadoras de las pasiones, moderadoras de los fenómenos naturales que en la selva se desencadenan con furia diabólica, domadores de bestias, amparo contra serpientes y sabandijas y resguardo opuesto a los ―hombres malos‖ del más allá de los bosques.

     Junto al templo, la parcela de maíz cultivada cuidadosamente; matas vigorosas se alzan del suelo más de dos palmos entre las paredes de los hoyancos cavados a ―coa‖; un lienzo de varas espinudas protege al sembradío de las incursiones de los jabalíes y de los tapires y, abajo, entre lianas y raíces, el río Jataté. El clima es húmedo y tibio.

     La voz de la selva, de tono invariable y de intenciones tozudas como las del mar, aquel ruido de enervantes efectos para quien lo escucha por primera vez y que acaba por tornarse, andando el tiempo, en estímulo grato durante el día y en arrullo suave durante la noche, aquella voz nacida de buches de aves, de fauces de fieras, de ramas quebradizas, del canto de las hojas de las ceibas, del ramón y del asesino matapalos que trepa sus tentáculos abrazados a los corpulentos troncos de caobo, del chicozapote, para extraer de ellos, en provecho propio, hasta la última gota de savia, del chiflido intermitente de la nauyaca que vive entre las cortezas del chacalté y del ululante alarido del sarahuato, monito grotesco y cínico que retoza su eterna brama pendiente de las lianas o trepado inverosímilmente en las más atrevidas copas… En tal algarabía, apenas si se escucha la palabra del lacandón que es señor de la selva, al mismo tiempo que el más débil y desposeído entre lo que anima ese mundo de fronda y luz, de estruendo y silencio.

     En la ―champa‖ de Kai-Lan, cacique de Puná, aguardo el ―taco‖ que su hospitalidad delicadísima me ha brindado, para continuar mi camino después del refrigerio, por brechas y ―picados‖, entre la masa verde y el pantano, con rumbo al caríbal de Pancho Viejo, aquel silencioso, solitario y lánguido caballero lacandón, cuya ―champa‖, huérfana de ―kikas‖, se alza, Jataté abajo, a pocos kilómetros de la heredad de mi huésped actual. Calculo llegar a la anochecida.

     Cuando estoy terminando de dar cuenta con la pechuga del faisán, KaiLan muestra alguna inquietud; voltea hacia la selva, hincha su nariz en un husmear de bestia carnívora; se pone en pie y sale lentamente. Lo miro cómo interroga a las nubes; después recoge del suelo una varita que eleva entre el índice y el pulgar; por el arco que forman sus dedos, se mira el sol a punto de llegar al cenit.

     Kai-Lan ha vuelto y me hace conocer el resultados de su investigación-

— Poco andarás… Viene agua, mucha agua.

     Yo insistí en la necesidad que tengo de llegar esa misma noche a la ―champa‖ de Pancho Viejo, mas Kai-Lan machaca cordialmente:

— Mira, falta ansinita para el agua —y me muestra la vara a través de la cual observó las nubes.

— Pancho Viejo me espera.

Kai-Lan ya no habla.

     Me he puesto en pie, acaricio la cara de la pequeña que se ha dormido en brazos de su madre y cuando me dispongo a salir, gotas enormes me detienen; la tormenta se ha desencadenado. Kai-Lan sonríe al ver cumplido su pronóstico:

―Agua… mucha agua.‖

     El rayo brama a poco bajo un techo color de acero que se ha interpuesto entre la selva y el sol; la tormenta se abate sobre las ramazones de los árboles que rascan la costra de nubes. La voz de la selva se acalla para dejar sitio al estruendo de las cataratas. La ―champa‖ se sacude con violencia, Kai-Lan ha vuelto a sentarse junto a mí; estoy sobrecogido ante el espectáculo que por primera vez presencio.

     El agua sube a ojos vistas; Jacinta ha dejado a su niña acostada en la hamaca de Kai-Lan y seguida de Jova alzan sus cotones con inocente impudicia hasta arriba de la cintura y empiezan a levantar un dique dentro de la choza, para evitar que el agua escurra al interior. Nachak‘in, la ―kika‖ en turno, distrae su holganza sentada en cuclillas en un rincón de la ―champa‖; Kai-Lan, con el mentón entre sus manos, mira cómo la tempestad crece en intensidad y en estruendos.

— ¿Qué buscas en cá Pancho Viejo? —me interroga de pronto.

     Yo sin muchas ganas de liar la charla, respondo un poco cortante:

— Me va a platicar cosas de la vida de ustedes los ―caribes‖.

— ¿Y a ti qué te importa? ¡No hay que meterse en la vida de los vecinos! —dice el lacandón sin tratar de herirme.

No contesto.

     Jacinta ha tomado en brazos a su hijita, la estrecha contra su pecho; en la cara de la joven hay ahora sombras de congoja. Jova, estoica, empieza a destazar un sarahuato enorme; la piel de la bestia, taladrada por una flecha de Kai-Lan, va despegándose de la carne rojiza hasta dejar un cuerpo desnudo, muy semejante en volumen y muy parecido en forma al de la indita mofletuda que llora entre los brazos de Jacinta.

     Kai-Lan me ha pedido un cigarrillo al que arranca fumarolas que la ventisca se encarga de disolver en cuanto salen de su boca.

     Entre tanto, el cielo no acaba de volver sus odres sobre la selva; las nubes se confunden ya con las copas del chacalté y del chicozapote; un rayo ha partido, como a vil bambú, el tronco de una ceiba centenaria; el fragor nos aturde y la luz lívida nos deja ciegos por instantes.

En la ―champa‖ nadie habla, el pavor supersticioso de los indios es menor que mis temores de hombre civilizado.

— Agua, mucha agua… —comenta al fin Kai-Lan.

     De pronto, un estrépito prolongado colma nuestra inquietud; es rotundo como el de las rocas al desgajarse, es categórico tal el estruendo de cien troncos de caobo que reventaran al unísono.

     Kai-Lan se pone de pie, mira hacia afuera por entre la tupida cortina que descuelga el temporal. Habla en lacandón a las mujeres, quienes ven hacia el punto que el hombre les señala. Yo hago lo mismo.

— El río, es el río —me dice Kai-Lan en castellano.

     En efecto, el Jataté se ha hinchado; sus aguas arrastran como pajillas troncos, ramas y piedras.

     El lacandón vuelve a hablar a sus esposas; ellas escuchan sin contestar.

     Jova va hacia el fondo de la ―champa‖ y remueve con sus manos un montón de arcilla seca, al tiempo que Kai-Lan, provisto de un gran calabazo, sale a la tormenta, para regresar a poco; su cabello empapado cuelga lacio hasta debajo de los hombros; el cotón se le pega al cuerpo dándole un aspecto ridículo…

     Ahora voltea sobre la arcilla el agua que ha traído en el calabazo; las mujeres lo miran llenas de unción; Kai-Lan repite la maniobra una vez y otra; el agua y la arcilla han hecho barro que el hombrecillo amasa. Cuando ha encontrado el punto pastoso y moldeable en la arcilla, emprende otro viaje en medio de la tempestad; lo vemos entrar al templo y destruir con furia mística los braseros deidades. Luego que ha terminado con el último, retorna a la ―champa‖.

— Los dioses son viejos… ya no sirven —me dice—. Yo haré otro, fuerte y valiente, que acabe con el agua.


… Y Kai-Lan, echado frente al montón de barro, empieza a modelar con insospechada maestría un nuevo incensario, un dios lucido y potente, capaz de conjurar a las nubes que ahora se desprenden sobre el ―caríbal‖ y sobre el río.

     Las ―kikas‖ han vuelto discretamente las espaldas al hombre, hablan entre sí en voz baja. De pronto Nachak‘in arriesga una mirada que Kai-Lan sorprende. El hombrecito se ha puesto en pie, grita roncamente, bate sus manos al aire presa de furores; Nachak‘in, vuelta de nuevo hacia la pared y con la cabeza baja, resiste humildemente la reprimenda… Kai-Lan ha deshecho, convulso de ira, la obra casi terminada: Dios ha vuelto a sucumbir en manos del hombre.

     Cuando el lacandón se cerciora de que el ojo impuro de las hembras no mancillará la obra divina, intenta de nuevo erigirla.

… Ya está, es un bello incensario de apariencia zoomorfa: un ave barriguda, con el lomo hundido en forma de cazoleta; la figurilla se mantiene enhiesta sobre tres pies que rematan en pezuñas hendidas como las del jabalí.

     Dos astillas de pedernal brillan en las órbitas profundas. Kai-Lan se muestra muy satisfecho de su trabajo; lo mira de hito en hito, lo retoca, lo pule… Lo aprecia a distancia en todos sus ángulos y acaba por ocultarlo bajo el vuelo de su túnica, para salir con él entre la ventisca y con dirección al templo… Ya está ahí, lo miro a través del empañado cristal de la tormenta. Entroniza en el caballete al dios flamante, fresquecito aún: echa sobre sus lomos granos de copal y algunas brasas que toma entre dos varas de la hoguera perpetua que arde en el centro del recinto. Kai-Lan se mantiene en pie, inmóvil, hierático, sus brazos cruzados y la barbilla en alto.

     Entre tanto, Jova atiza el hogar que chisporrotea; las llamas alumbran un poco la choza en donde empiezan a cuajarse las sombras. El vendaval sigue entre lamentos de árboles desgajados y estruendo de torrentes; el Jataté se ha tornado soberbio, sus aguas suben de nivel alarmantemente… Ahora amenazan desbordarse, ya chapotean en los ribazos que protegen la milpa. Kai-Lan se ha dado cuenta del peligro; bajo el techo del templo observa inquieto el amago del río; vuelve hacia el brasero, lo carga de nuevo con resina y aguarda. Más la tempestad no cede, los nubarrones columpian de las cumbres y dejan caer sobre el ―caríbal‖ su sombra. La noche se precipita… Veo la silueta de Kai-Lan ir hasta el ara, tomar al dios entre sus manos, destruirlo y después, presa de furores, arrojar los fragmentos de barro a las lagunetas que se han formado frente a su ―champa‖… ¡Dios inútil, dios negado, imbécil dios…!

     Más Kai-Lan ha salido del templo, va hacia la milpa; marcha penosamente bajo las aguas, ahora se echa en cuatro pies junto al río, parece tapir que se revuelca ente el fango. Arrastra troncones y ramas, piedras y hojarascas; con todo bordea la sementera; es el suyo un trabajo doloroso e inútil. Cuando me dispongo a ir en su auxilio, él, convencido de la nulidad de sus esfuerzos, retorna a la ―champa‖. Increpa entonces con palabras violentas a las mujeres, quienes voltean de nuevo sus caras hacia el muro de hojas de palma. La niña duerme plácidamente sobre la hamaca, su cuerpecillo regordete yace entre harapos sucios y humedecidos.

Kai-Lan emprende otra vez la tarea.

     Y ya tenemos ante nosotros al nuevo dios que ha brotado de sus manos mágicas. Es más basto éste que el anterior, pero menos hermoso. El lacandón lo eleva hasta la altura de los ojos y lo contempla unos instantes; parece estar muy engreído con su creación. A sus espaldas se escucha el gemido de la niña que despierta quizás al lancetazo de un bicharraco. Cuando Kai-Lan vuelve, se encuentra a la pequeña mirando fijamente al incensario. El lacandón tiene un gesto de impaciencia que poco a poco se torna en mueca benévola frente a la risa de la criatura. Arroja al suelo el incensario, ya maculado por ojos de mujer y empieza a destrozarlo con sus pies desnudos. Cuando ha consumado la destrucción, llama a voces. Jacinta, sin atreverse a levantar la cabeza, recoge a su hija y la lleva en brazos hasta el muro; saca por entre la manga de su cotón una mama excesiva y prieta, a la que la niña se prende; Jacienta, al igual que las demás ―kikas‖, ha volteado su cara a Kai-Lan, quien no pierde la fe; ahora empieza de nuevo.

     El afán puesto en la tarea hace al indio olvidarse de mí, que miro a placer las incidencias que ocurren durante la manufactura de dios… Las manos pequeñitas de Kai-Lan toman fragmentos de lodo, nerviosas bolean esferas, amoldan cilindros o retocan planos; bailan sobre la forma incipiente, atareadas, ágiles, vivaces. Jova y Jacinta, la última meciendo entre sus brazos a la hija, se mantienen en pie dándonos las espaldas, Nachak‘in, amurriada tal vez por su frustrado himeneo, se ha sentado en las piernas cruzadas y la cara a la pared; cabecea presa del sueño. En medio de la choza, la lumbre crepita. Es de noche.

     Esta vez la fábrica de dios ha sido más laboriosa, diríase que, ante los fracasos, el hacedor pone en la tarea todo su arte, toda su maestría. Modela un cuadrúpedo fabuloso: hocicos de nauyaca, cuerpo de tapir y cauda enorme y airosa de quetzal. Ahora mira en silencio el fruto de sus esfuerzos; ahí está, es una bestia magnífica, recia, prieta, brutal… El lacandón se ha puesto en pie; el incensario descansa en el suelo: Kai-Lan se retira algunos pasos para mirarlo a distancia; le ha notado alguna imperfección que se apresura a corregir con sus dedos humedecidos de saliva… Ha quedado, finalmente, satisfecho por completo. Alza entre sus brazos el incensario y cuando se asegura que no ha sido profanado por la mirada de las hembras, sonríe y se dispone a trasladarlo a sus altares. Pasa rozando mis piernas; yo estoy seguro de que en esos instantes no repara en mi presencia.

     Las sombras de la noche empapada ya no me permiten ver la maniobra de Kai-Lan en oficio de Sumo Sacerdote; mis ojos apenas si perciben la lucecilla intermitente que arde sobre los lomos de la deidad recién modelada y el parpadeo angustioso de la hoguera perpetua alimentada con leños húmedos.

     Mientras tanto, Jova ha montado un ingenio de varas cerca del fogón; de él pende el sarahuato para asarse al rescoldo; el aspecto del cuadrumano es pavoroso; la cabeza caída sobre el pecho parece gesticular; sus miembros retorcidos me recuerdan imágenes de mártires, de hombre mártires sometidos a la tortura por su santidad o… por sus herejías. Los granos de sal que salpican la carne estallan con leve y enervante chasquido, al tiempo que la grasa escurre para dejar negro y enjuto al cuerpecillo antropomorfo.

     Jacinta, echada de rodillas frente a un cacharro barrigudo, extrae el maíz que deposita en el metate, la niña duerme en una estera tendida al alcance de la madre. Nachak‘in, que ve pasar yerma su noche de amor, se ha tirado en la hamanca donde revuelve sus ansiedades; las piernas, torneadas y pequeñas, cuelgan en inquietante balanceo.

     De pronto, viniendo de allá de la milpa, se escuchan voces. Es Kai-Lan.

     Jacinta y Jova atienden en el acto al llamado; las dos ―kikas‖ salen entre la borrasca y van hacia donde el esposo las requiere. Nachak‘in apenas si se incorpora para verlas partir; bosteza, distiende sus brazos sobre la ―cabeza‖ de la hamaca y hace algunos movimientos elásticos de bestiecita en celo.

     Miro hacia el sembradío; Kai-Lan debajo de una ceiba opulenta sostiene entre sus manos una tea, cuya flama desafía sorprendentemente al ventarrón; las mujeres se debaten entre el barro en pelea furiosa contra el agua que ya ha rebasado el pequeño bordo que la contuvo; ahora las primeras matas de maíz están anegadas. Corro a prestar auxilio a las mujeres. Apoco me hallo hundido hasta la cintura en el lodo y comprometido en la lucha de los lacandones.

     Mientras Jacinta y yo acercamos piedras y fango, Jova levanta un vallado que más tarda en alzarse que en ser arrastrado por la corriente. Kai-Lan grita en lacandón palabras fustigantes; ellas redoblan esfuerzos. El hombre va y viene bajo el enorme paraguas de la ceiba; en alto la antorcha, nos manda sus débiles fulgores. Llega un momento en que la agitación de Kai-Lan es irreprimible. Deja la tea sostenida entre dos piedras y va hacia la choza del templo, penetra en ella y nos abandona empeñados en nuestros estériles esfuerzos… Jacinta ha resbalado, el agua la arrastra un trecho; Jova logra pescarla por la melena y con mi ayuda sacarla del trance. Un enorme tronco que flota en las aguas barre totalmente nuestra obra… La riada se desborda ya en arroyuelos que hacen charcas al pie de las matas de maíz. Nada hay que hacer; sin embargo, las mujeres siguen en empeñosa pugna. Cuando yo estoy a punto de marcharme materialmente rendido, noto que la tormenta ha cesado… Como llegó se fue, sin aparatos espectaculares, de improviso, tal como se presenta o se ausenta todo en la selva: la alimaña, el rayo, el viento, el brote, la muerte…

     Kai-Lan sale del templo, lanza alaridos de júbilo. Nachak‘in mira, sin hacer nada por evitarlo, cómo el cuerpo del sarahuato se chamusca, se carboniza; una nube negra y hedionda hace irrespirable el ambiente; la niña solloza rendida de llorar.

     Las mujeres al ver mi traza ridícula ríen; estamos encenegados de pies a cabeza.

     Trato de limpiar el fango de mis botas. Kai-Lan me tiende un calabazo lleno de ―balché‖, aquella bebida fermentada ritual de las grandes ocasiones.

     Bebo un trago, otro y otro… Cuando alzo el codo por tercera vez, noto que amanece.

     Kai-Lan está a mi lado, me mira amablemente. Nachak‘in se acerca y trata de echar, lúbrica y provocativa, un brazo al cuello del hombrecillo; pel la separa delicadamente, al tiempo que me dice:

— Nachak‘in ya no, porque hoy es mañana.

     Luego llama con suavidad a Jova; la anciana viene sumisa hasta el hombre; él la toma por la cintura y así permanece.

— Hoy no trabaja de día la Jova… A la noche sí, porque a ella toca subir a la hamaca de Kai-Lan.

     Después con palabras breves y cortadas, habla a Nachak‘in, quien se ha separado un poco del grupo. La bella e imperiosa, ahora dócil y humilde, va hasta el fogón para ocupar el sitio que dejó Jova, la ―kika‖ en turno.

     Me dispongo a partir; regalo a las mujeres unos peines rojos y un espejo, ellas agradecen con sonrisas blancas y anchas.

     Kai-Lan me obsequia con un pernil de sarahuato que se escapó de la chamusquina. Yo correspondo con un manojo de cigarrillos.

     Salgo hacia el ―caríbal‖ del caballero Pancho Viejo. Kai-Lan me acompaña hasta el ―picado‖. Cuando pasamos frente al templo, el lacandón se detiene y, señalando hacia el ara, comenta:

— No hay en toda la selva uno como Kai-Lan para hacer dioses…

¿Verdad que salió bueno? Mató a la tormenta… Ve, en la pelea perdió su bonita cola de quetzal y la dejó en el cielo.


     En efecto, prendido a la copa de un ―ramón‖, el arco iris esplende…

Francisco Rojas González


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