ADIÓS
A LA ESCUELA
Eduardo
Turrent Rozas
Imagen de Internet
Aquella mañana del 18 de junio de 1906, a
las ocho horas todos nos hallábamos ante nuestros pupitres esperando la entrada
del maestro i Director del plantel: don Antonio C. Rascón, quien ya visitaba a
esas horas los otros salones. Todos habíamos llegado aliñados con lo mejorcito
sacado de los roperos i baúles. Albeaban las blusas. En verdadera hermandad,
junto al que llevaba terno de casimir, estaba sentado el modesto hijo del
pueblo que no llegaba a zapatos. Pero todos, sin excepción, vestidos de limpio
i sobre todo peinados. Cosméticos i cremas en unos i en otros sólo agua, agua
en abundancia para abrir la raya en el rebelde pelo. Muchos no obstante la
cantidad empleada que les escurría empapando las blusas, parecían erizos.
¡Pelos de rigidez de alambre que en la coronilla formaba uno o más remolinos
que semejaban plumeros! Unos cuantos minutos solamente i oímos los pasos del
maestro que llegaba acompañado de los profesores don Pastor Torres i don Pedro
Ortega que atendían respectivamente, el primero i segundo año de primaria.
Después de dar instrucciones varias, don
Antonio toma asiento en la mesa cuadrada que le sirve de escritorio i que
descansa sobre un templete de unos setenta centímetros para poder dominar todo
el salón, i comienza la clase. – Les he ordenado que vinieran todos con sus
mejores ropas, - nos dice- porqué como les indiqué ayer tarde, hoy serán los
exámenes. ¡Fin de año escolar! Entre ustedes hay varios que han terminado. Se
van en busca de nuevos horizontes. Algunos, a cursar estudios superiores;
otros, a bregar en el surco del trabajo. A cuántos en iguales circunstancias,
he visto salir con las lágrimas en los ojos al abandonar este plantel. Es
porque sólo cuando se han terminado los estudios, el aula que en muchas
ocasiones nos pareciera prisión, se nos antoja jaula de oro en donde a guisa de
pájaros, el maestro nos nutrió pacientemente con el pan del saber. Don Antonio
carraspeó emocionado. Entre nosotros algunos sollozaban. Otros sentíamos que
nuestros ojos se llenaban de lágrimas. – Sí, - continuó don Antonio- prisión
ayer; hoy jaula de oro que abre sus puertas para que los palomos, con
resistente plumón, lancen el vuelo. Yo también fui como ustedes. También pasé
por la edad de la niñez, grávida de ilusiones e inquietudes, cuando las ideas
chocan en tropel impetuoso que imposibilita juzgar las cosas dentro de un
criterio de sensatez i sin arrebatos. También tuve maestros por los que al
igual que ustedes por mí, sentía rencor i llegué hasta odiar, porque los creí
sanguinarios en sus métodos de enseñanza. Sin embargo, Dios sabe que después de
mi madre i padre muertos i de mi esposa e hijos, es lo que más venero en la
vida. I así como llevo dentro de mi alma un altar en el que rindo culto a un
don Esteban Morales entre otros, posiblemente mañana todos ustedes a quienes he
nutrido de saber, olvidarán a don Antonio Rascón, al cruel e implacable
individuo que los ha tratado a pescozones i que les ha roto más de una vara o
regla encima, i sólo quedará en su recuerdo el maestro Rascón, que dentro de su
misma crueldad, ha sabido quererlos. Pero conste, i así quiero que lo recuerden
siempre: en mí no ha habido distinciones, pues lo mismo he apaleado al rico que
al pobre, al igual que a mis hijos. Todos sin excepción han recibido el castigo
cuando lo han merecido, como también he sabido alentarlos cuando se han hecho
acreedores al halago. Recto en todo. Cruel, tal vez; pero no me arrepiento.
Todos mis actos han sido dictados por mi anhelo de hacer de ustedes, hombres
útiles i dignos de llamarse mexicanos.
Calló el maestro, se enjugó las lágrimas
que ya no pudo contener, i paso a paso salió del salón. Contra toda costumbre
imperó el silencio. Podía oírse el volar de una mosca. Nuestras almas habían
sido conmovidas en lo más hondo. Olvidamos por completo los denuestos i
castigos excesivos. Yo por lo menos hubiera querido, cuando volviera,
estrecharle la mano i decirle que lo quería. Sí, que había olvidado i daba por
bien recibidos todos sus castigos. Así permanecimos por más de media hora hasta
que volvió juntamente con los sinodales: tres caballeros vestidos de negro, con
largos i retorcidos bigotes y sendas cadenas de oro que les cruzaban el peche:
el regidor de instrucción Enrique Suárez, Juan José Sinta i Alberto González.
Sus Largos sacos contrastaban con las solapitas que no medían media cuarta.
Como siempre que llegaba gente extraña, nos pusimos en pie i volvimos a
sentarnos hasta que nos dieron la venía.
Tres sillas en hilera fueron ocupadas por
los sinodales, i comenzó el examen. De Aritmética, de Geografía, de Gramática,
de Ciencias naturales. Todos pasábamos al pizarrón i resolvíamos lo que se nos
dictaba; contestábamos alguna pregunta, i vuelta a nuestros pupitres, henchidos
de gozo al recibir alguna sonrisa de aprobación o palmada de quienes habíamos pensado
serían nuestros inquisidores. No cabíamos de contento. Don Antonio, cuando no
entendíamos algo o nos equivocábamos, paternalmente nos decía “hijos” o “hijitos”
i ayudaba a salir del paso. Terminado el examen el jurado se despidió. Abandonaron
el salón acompañados del profesorado. Poco después don Antonio volvió a tomar
asiento. Volvió a estirarse los pantalones de casimir café a cuadro, i volvimos
a escuchar su voz, -estoy contento de todos ustedes, - dijo -. Este año
estudiaron a satisfacción. A los que se quedan pido que el año entrante
estudien igual. Para los que se van, para los que abandonan el colegio, digo
adiós i les deseo buena suerte. Sus nombres figuraran en el libro que llevo de
todos los discípulos que he formado. ¡Tres generaciones. Tres generaciones que
me cabe la honra de haber enseñado! ¡Ese es mi capital, ese es el saldo acreedor
que orgulloso, puedo presentar a quien se atreviera a preguntarme qué cosa
buena he hecho en la vida! Sí, formar generaciones de hombres útiles, de
hombres estudiosos, de hombres cultos. He trabajado por mísero sueldo que
apenas me ha dado para mal alimentar a los míos. Pero orgulloso, porque no he
sabido pedir; menos robar, i mucho menos arrastrarme. He trabajado dignamente i
dignamente he llevado el pan a los míos. I ahora, pueden retirarse.
Los de años inferiores, salieron con la
alegría pintados en sus rostros. Vacaciones, jolgorio. Los que ya habíamos
terminado, nos sentíamos clavados a los bancos de nuestros pupitres. Al fin uno
a uno fuimos desfilando después de dar la mano al maestro quien para cada uno
de nosotros tuvo palabras afables, de aliento, de esperanzas. Su mano temblaba
al estrechar la nuestra. Al llegar mi turno, después de estrechársela, la apoyó
en mi hombro i me dijo: - has sido de mis buenos discípulos i he puesto el
mayor empeño en que aprendieras, porque eres huérfano i necesitaras trabajar
muy pronto para ganarte la vida. Tu padre, hombre todo bondad, fue buen amigo
mío. Ten confianza en ti mismo; de nadie esperes ayuda sino de tu propio
esfuerzo. No terminó. Me dio un abrazo y me empujó hacia afuera.
Llegué al zaguán; me faltaba equilibrio. Como
borracho alcancé la escalinata deseoso de alejarme. Seguí caminando; pero antes
de llegar a la mitad de la rampla, volví los ojos hacia el colegio, hacia mi
escuela. Más que leer, fui deletreando: “E-s-c-u-e-l-a C-a-n-t-o-n-a-l Landero i Cos”. Nunca se me
había ocurrido leerlo; sabía que así se llamaba; pero no me había tomado
siquiera el trabajo de verlo escrito. Algunos compañeros que como yo ya no volverían,
también se pararon. ¡Qué bonita fachada, qué bonito nombre el de nuestra
escuela, qué letras tan bien diseñadas i doradas! Diez, quince minutos; no
sabría decir cuánto tiempo estuvimos parados contemplando el edificio. Los pichones,
eternos enamorados que tanto abundan, mecían sus amores en los aleros. El “currucutucú” ayer tan molesto, fue en
esos momentos para nosotros sinfonía sin
igual. Lentamente nos alejamos. En las primeras bancas del parque tomamos
asiento. I a charlar. Echamos al vuelo las campanas de los recuerdos. Hablamos de
nuestros alborotos, de nuestros triunfos, de nuestras penas. De los pleitos
diarios a la salida de clase en que los mayores nos empujaban sobre el
contrario con el pique de “a que no le quitas la pajita”. De las palizas
recibidas del maestro; de las veces que se nos paraba en la ventana como
castigo por no saber las lecciones para mofa de todos los que pasaban. -¿I
cuántas varas de granadilla te ha
roto en tu vida de estudiante en tus flacas canillas? – preguntamos al hoy
obeso i ya profesor de la propia escuela Liborio Chigo. Una carcajada con dejos
de llanto coreó la respuesta de este noble condiscípulo. Risa i llanto ya que
como dijo Peza.
¡Aquí
aprendemos a reír con llanto
i
también a llorar con carcajadas!
El reloj encajado en la iglesia en construcción,
uno y otra testigos de nuestras aventuras i fechorías, dio una campanada. ¡Hora
y media llevábamos de charlar olvidados del mundo, envueltos en el sutil manto
de nuestros recuerdos. Sin que nadie lo hubiera visto acercarse, pasó a nuestro
lado el maestro. Instintivamente nos pusimos de pie para saludarlo. Lo seguimos
con la vista. Reboleaba nerviosamente su grueso bastón. Torpeza en el andar i
amargura en su semblante se notaba. Dobló la esquina, i se perdió por entre los
arriates del parque.
Varias veces nos levantamos con ánimo de
decirnos adiós; pero volvíamos a caer en conversación la que avivábamos a cada
instante para que no muriera, cual se aviva el fuego acogedor en noches
invernales. Pasado largo rato i corriendo para ocultar su emoción, sin
despedirse se fue el primero de los compañeros, luego el segundo i luego los
demás. Quedé el último acompañado sólo de mis libros i cuadernos que apretaba
con fuerza bajo el brazo. El parque me daba vueltas. ¿I mañana, -me preguntaba-
qué será de mí mañana? Levanté la vista a lo alto, una i más veces sacudí la
banca donde estuvimos sentados como queriendo hacerla conocer lo triste que me
hallaba i poco a poco caminé en dirección a mi casa. Tras mí quedaba mi niñez. Ya
mis pasos me llevaban hacia el mañana; hacia una nueva vida.
APUNTES
SOBRE LA ESCUELA Y SOBRE EL PROF. ANTONIO C. RASCÓN SANDIEL.
Antonio Fco. Rguez. A.
En el mes de abril de 1887, el H.
Ayuntamiento Constitucional inició el trazo y la construcción del edificio
destinado a la Escuela Cantonal para niños “FRANCISCO LANDERO Y COSS” proyectada
desde varios años antes, pero las penurias del erario no habían permitido la
realización. No hay datos sobre las ceremonias con que se hayan iniciado los
citados trabajos, pero puede afirmarse con certeza, que en la consecución de la
obra puso todo su empeño el progresista jefe político de entonces, que era ya,
D. Marcelino González.
Después de su cimentación, como la obra
fue exclusiva del Ayuntamiento con sus propios recursos, al faltarle, hubo de
suspender el trabajo para reanudarlo en 1893 en que la corporación municipal
encomendó la obra al homeópata D. Ignacio O. Monterde que entendía de
construcción; y trabajando según lo permitía el erario, en 1897 pudo ocupar los
salones recién terminados; y al comenzar el siguiente, los niños matriculados
ya quedaron instalados en casa propia; por lo que se descargó bastante, el
tesoro municipal por la renta que venía pagando desde luengos años atrás. Ya instalados
los niños, faltaba local para instalar la “AMIGA” que siguió errando de casa en
casa por más de medio siglo todavía.
A principio de 1890, D. Julio Lara Delfín,
copropietario de la farmacia “LA SALUD”, y radicado aquí desde 1887, viendo
buena perspectiva para la enseñanza primaria, hizo venir de Alvarado a su
coterráneo el joven profesor D. Antonio C. Rascón Sandiel, quien estableció una
escuela primaria laica particular para niños, que prevaleció hasta 1903 en que
asumió la dirección de la Escuela Cantonal “Landero y Coss”, hasta 1912 en que
dejó el servicio social y restableció su escuela particular hasta que falleció
en 1921. El profesor formó siempre aprovechados discípulos, durante los treinta
años que ejerció la pedagogía entre nosotros. El Prof. Rascón se casó, vivió y
murió aquí.
La enseñanza gratuita y oficial era
impartida únicamente en la Escuela Cantonal “Landero y Coss” para niños, y para
el sexo contrario estaba “La Amiga
Municipal” ambas sostenidas por el Ayuntamiento, así como las rurales de
Comoapan, Soyata y Tepancan, de las que restan algunos vestigios.
León Medel y Alvarado.
Historia de San Andrés Tuxtla T. 1. Pág. 318, 333, 372, 429-30.