LA
MIEL SILVESTRE
Horacio
Quiroga
Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron
hallados por quienes les buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco
débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores--iniciados también en Julio
Verne--sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.
Acaso, sin embargo, la
aventura de los dos robinsones fuera más formal, a haber tenido como teatro
otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a
límites imprevistos, y a tal extremo arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de
sus storm boots.
Benincasa, habiendo concluido sus estudios
de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva.
No que su temperamento fuera ese, pues antes bien era un muchacho pacífico, gordinflón
y de cara uniformemente rosada, en razón de gran bienestar.
En consecuencia, lo suficientemente cuerdo
para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal
comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso, cree de
su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de
orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida
aceitada con dos o tres choques de vida intensa.
Y por este motivo remontaba el Paraná hasta
un obraje, con sus famosos storm boots.
Apenas salido de Corrientes, había calzado
sus botas fuertes, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Más
a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole
arañazos y sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su
padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.
--¿A dónde vas ahora?--le había preguntado
sorprendido.
--Al monte; quiero recorrerlo un
poco--repuso Benincasa, que acababa de colgarse el wínchester al hombro.
--¡Pero infeliz! no vas a poder dar un
paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor, deja esa arma y mañana te haré
acompañar por un peón.
Benincasa renunció. No obstante, fue hasta
la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó
quieto. Metióse las manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella
inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo
el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la
picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente
dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche--aunque
de un carácter singular.
Dormía profundamente, cuando fue
despertado por su padrino.
--¡Eh, dormilón! levántate que te van a
comer vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama,
alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a
otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso.
--¿Qué hay, qué hay?--preguntó, echándose
al suelo.
--Nada... cuidado con los pies; la
corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las
curiosas hormigas a que llamamos
-corrección-. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan velozmente en
ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras.
Avanzan devorando todo lo que encuentran a
su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede
resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas.
Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues
no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los
perros aúllan, los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a trueque
de ser roído en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos,
hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado
todo, se van.
No resisten sin embargo a la creolina o
droga similar, y como en el obraje abundaba aquella, antes de una hora quedó
libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca en los
pies la placa lívida de la mordedura.
--Pican muy fuerte, realmente--dijo
sorprendido, levantando la cabeza a su padrino.
Este, para quien la observación no tenía
ya ningún valor, no respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a
tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche
por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fue al monte, esta vez
con un machete, pues había concluido por comprender que tal expediente le sería
en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era
maravilloso y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las
ramas, azotarse la cara y cortarse las botas, todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó
pronto. Dábale la impresión--exacta por lo demás--de un escenario visto de día.
De la bullente vida tropical, no hay más que el teatro helado; ni un animal, ni
un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó
la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas
aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela, y vio en el fondo de
la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
--Esto es miel--se dijo el contador
público con íntima gula.--Deben de ser bolitas de cera, llenas de miel...
Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas,
estaban las abejas. Después de un momento de desencanto, pensó en el fuego: levantaría
una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente
la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran
en su mano, sin
picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen constató que
no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarificó en melífica abundancia.
¡Maravillosos y buenos animalitos!
En un instante el contador desprendió las
bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto
de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen.
Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría
transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo.
¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de
eucalipto. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más
qué perfume, en cambio!
Benincasa, una vez bien seguro de que sólo
cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener
suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo
que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca
inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta
la lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se
vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que prolongara la
suspensión y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entretanto, la sostenida posición de la
cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien
abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo
tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del
paisaje.
--Qué curioso mareo...--pensó el
contador--y lo peor es...
Al levantarse e intentar dar un paso, se
había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. ¡Sentía su cuerpo de
plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas! Y los
pies y las manos le hormigueaban.
--¡Es muy raro, muy raro, muy raro!--se
repitió estúpidamente Benincasa, sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa
rareza.—Como si tuviera hormigas... la corrección--concluyó.
Y de pronto la respiración se le cortó en
seco, de espanto.
--¡Debe de ser la miel!... ¡Es venenosa!...
¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse,
se le erizó el cabello de terror; no había podido ni aún moverse. Ahora la
sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el
horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió
todo medio de defensa.
--¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un
rato voy a morir!... ¡Ya no puedo mover la mano!...
En su pánico constató sin embargo que no
tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo
normal. Su angustia cambió de forma.
--¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y
no me van a encontrar!...
Pero una invencible somnolencia comenzaba
a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se
aceleraba.
Creyó así notar que el suelo oscilante se
volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el
recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema
angustia, la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese
último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz
del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un
precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía
el suelo, y el contador sintió por bajo el calzoncillo, el río de hormigas
carnívoras que subían.
Su padrino halló por fin dos días después,
sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La
corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
No es común que la miel silvestre tenga
esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con
igual carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la
mayoría de los casos su condición--tal el dejo a resina de eucalipto que creyó sentir Benincasa.
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