¡DILES
QUE NO ME MATEN!
JUAN
RULFO
-¡Diles que no me
maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles
que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un
sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date
tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por
caridad de Dios.
-No se trata de sustos.
Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez.
Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de
eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y
les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles
que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los
dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la
cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de
la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral.
Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de
perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia,
Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces
por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de
madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado
a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de
dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había
ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a
bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir
como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que
volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que
estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por
nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones.
Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el
dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio
Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que,
siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por
puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían
uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe
seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper
la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se
hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra
vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el
agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras
el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel
ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe
alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez
don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro
animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no
tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí
se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un
novillo.
"Esto pasó hace
treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte,
corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni
el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se
pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me
perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que
yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la
nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según
eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces
calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era
solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la
viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron
lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener
miedo.
"Pero los demás se
atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir
robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan
unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal
monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo
verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran
correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda
la vida."
Y ahora habían ido por
él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la
gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al
menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta
esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de
repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de
la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro
arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro
pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose
de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían
traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los
siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron
cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas
flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba.
A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo.
Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre
que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le
hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin
querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le
ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no
podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna
esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se
hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava
que era él.
Caminó entre aquellos
hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin
estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más,
llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían
apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a
pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de
vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se
prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos,
saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el
último.
Luego, como queriendo
decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo
soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie,
muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito
se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus
amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a
su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el
camino.
Los había visto por
primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece
chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había
bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero
ellos no se detuvieron.
Los había visto con
tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido,
caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver
a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo
de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba
a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la
pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero,
para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a
ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara;
sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que
cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho
daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse
cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran
venido dormidos.
Entonces pensó que no
tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro
lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en
medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está
el hombre.
Se habían detenido
delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto,
esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre?
-preguntaron.
-El de Palo de Venado,
mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha
vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has
habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel
que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si
conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si
conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile
que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá
adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió
-dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de
la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era
mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo
difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar
está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo
habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago.
Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron
tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le
cuidaran a su familia.
"Esto, con el
tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar
a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con
la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco;
pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da
ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía
haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera,
se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y
amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel!
-pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de
viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a
decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado,
coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos
modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre
con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así,
coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no
me maten!.
Estaba allí, como si lo
hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de
allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo
de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se
había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su
hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez
venía.
Lo echó encima del
burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el
camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala
impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa,
para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del
difunto.
-Tu nuera y los nietos
te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú.
Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan
llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
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