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domingo, 23 de febrero de 2014

EL PERRO Lorenzo Turrent Rozas

“EL PERRO”
LORENZO TURRENT ROZAS

     Sin su consentimiento, publico varios fragmentos de una carta de mi amigo el coronel M. S., viejo revolucionario, actualmente jefe de un sector militar en el Sur del Estado de Veracruz.
     Respeto su estilo, muchas veces arbitrario. Dejo intactas diversas consideraciones que, aunque rompen la unidad del relato contenido en la carta, en cambio, para mí, son de algún interés.
     Y a continuación los fragmentos de la carta.
     ─“Como nunca he vivido en estas tierras como ahora me encuentro, no podrá comprender que haya tardado tanto en contestarle, para proporcionarle los datos que me pide acerca de la vida de “El Perro”.
     ─Imposible escribir algo en los meses que acaban de pasar. ¿Ha oído hablar, acaso de las tremendas sequías, que azotan en ocasiones a ciertas zonas del Sur del estado de Veracruz? Por mi parte ni siquiera tenía idea de ellas. Imagine, en estos climas, el transcurrir de los primeros meses del año, sin que del cielo caiga una gota de agua. Así hasta junio, hasta julio. La vegetación comienza a morir. Lo más terrible es el espectáculo de los campos. El pasto se torna amarillo, primero, luego desaparece. Allí está el ganado, somnoliento bajo el castigo de un sol implacable, lamiendo la tierra reseca, sin agua.  Imposible hacer nada en esa vida cubierta por la telaraña de un polvo terco, que se levanta en las tardes, que grita a través de las noches de luna grande y sucia, como viejo peso porfiriano. Pero sí, se hace algo: Sudar y ser testigo de las emigraciones del ganado, a través de los campos polvosos, en busca del hilo de agua de algún arroyo. Sudar y oír la voz quejumbrosa de los vaqueros, de los arreadores: Jey, Jey, Jeeeey… Así todo el día, todos los días. No, en estas condiciones no se puede contestar una carta. Mucho menos pensar en la vida de “El Perro”.
     ─Este año ha sido así. Llegó el mes de julio y no había caído una gota de agua. Pero ayer llovió. Sentí caer el agua sobre mi lengua, sobre mi garganta, sobre mi espíritu. ¡Y el grito primario, salvaje, de los árboles, de los campos, de la naturaleza entera estremecida al recibir el primer contacto del agua! Debía oírlo alguna vez, usted, pobre amigo, condenado a escuchar, únicamente, la voz artificiosa y envenenada de las grandes ciudades.
     ─Hoy me he acordado de la vida de “El Perro” y he leído nuevamente, la carta de usted. Es raro: siempre pienso en él, cuando, como ahora, de la tierra sube un nuevo aliento de vida.
     ─No, yo no escribiré mi autobiografía. No tengo ningún veneno que derramar sobre nadie. Esto indudablemente, aseguraría su fracaso. Además, no me avergüenza confesar que me fui a la Revolución por que sí, por algo obscuro que todavía no puedo explicarme bien. Si lo dijera, muchos tontos se reirían de mí.
     ─Así me sucede con “El Perro”. Tampoco puedo explicarme, en su totalidad, ese impulso violento que me llevó a salvarle la vida.
     ─Retirado transitoriamente del servicio militar, me habían designado Juez Municipal de aquel pueblo perdido en el Norte de la República, situado dentro de la zona dominada por las fuerzas villistas.
     ─Una mañana vi que lo llevaban a fusilar. Era menudo, mugroso, prieto. Un verdadero perro corriente, lleno de pulgas. Me dio lástima. Vagamente comprendí que se trataba de ejercer algo injusto, monstruoso.
     ─Porque me dio lástima monté en mi caballo y me dirigí al cuartel, para pedir que me lo entregaran con el objeto de seguirle un proceso. Discutí hasta conseguir mi propósito. Entonces, con la orden respectiva, inicié aquella carrera desenfrenada hasta el cementerio, lugar donde lo iban a fusilar.
     ─No, no lo salvé yo. Lo salvó su miedo a la muerte. Formando el cuadro, el muy perro se desmayó. Llegué cuando los soldados hacían grandes esfuerzos para levantarlo, cuando le pegaban con la culata de los rifles:
     “─ ¡Párese hijo de perra! ¡Muera como los hombres!”
     ─¿Tendría algún interés en mi autobiografía si me resolviera a escribirla? En ella me ocuparía esencialmente, de todos estos personajes obscuros, que formaron la gran masa, carne de nuestro movimiento revolucionario. También ─ ¿y por qué no? ─ trataría acerca de mi tren militar. De mi tren militar que un día quedó tirado en el campo, patas arriba, las tripas al aire… Pero ahora debo precisar lo de “El Perro”.
     ─Creo que, en esa ocasión, murió en parte. Sin embargo, regresó conmigo del cementerio. Lo puse en la cárcel, le seguí un proceso y poco tiempo después tenía que ordenar su libertad, pues se le acusaba, se le iba a fusilar por un delito que no había cometido.
     ─Fue entonces cuando comenzaron a llamarle “El Perro”. No crea que por sus palabras, porque nunca hablaba. Más bien por su conducta. Si lo hubiera oído decir que me debía la vida, que me estaba muy agradecido, con seguridad me aparto de él, radicalmente. Es repugnante que un hombre descienda a esos abismos de servilismo. Y además, no me debía nada. ¿Lo que había hecho por él, no era, acaso, algo de elemental solidaridad humana?
     ─Pero, por otra parte, no podía oponerme a su conducta para conmigo. ¿Cómo evitarla? ¿Cómo impedir que me esperara, a la salida del trabajo, con el objeto de acompañarme hasta mi casa? Procuraba servirme, halagarme, en todo.
     ─Usted lo sabe. Yo entonces tomaba mucho. No me avergüenza confesarlo. En aquella vida, pendiente de un hilo, había que pasar por eso y por más. ¿Quién es, dónde está el afortunado que no chapoteó, alguna vez en el lodo? ¿Quién no se hundió hasta el cuello, en algún tremedal? Después de esas terribles borracheras de sotol, el aguardiente fronterizo, al despertar lo primero que veía, lo primero que descubría del mundo era “El Perro”, con sus ojos humildes, fieles, puestos en mí. Y entonces me daban ganas de correrlo, de espantarlo, tal como se hace con un verdadero perro, para que no siguiera cuidando mi sueño.
     “¡El Perro!” “¡El Perro!” ¡Siempre! Me seguía como mi sombra. Y a él, a su vez, lo seguía su mala sombra de perro.
     ─ “¡Que vienen los carrancistas! ¡No podremos resistir!”
     ─La noche había corrido mucho cuando nos resolvimos a salir de aquel pueblo, perdido en las montañas del Norte del país. Lo abandonamos apresuradamente, casi dejándolo todo. En las afueras, los primeros disparos del enemigo empujaban la sombra hacia nosotros.
     ─No tuve tiempo de ensillar mi caballo. Me fui así, a pie, semidescalzo, confundido con la tropa y con algunos habitantes del lugar, partidarios nuestros.
     ─Camino trabajoso. Subir y bajar de cuestas peligrosas. Insospechables obstáculos de la noche, próxima a desaparecer.
     ─ “Cuando amaneció, comprendimos que nos perseguían. Las pequeñas nubes de las descargas estaban lejos, todavía. En cambio, ¿por qué se oía, tan cerca, la carrera de aquel caballo? Nos parapetamos entre los árboles, esperando, esperando para disparar. Y de improviso ante el asombro de todos, apareció mi sombra, “El Perro”. Montaba mi caballo. Iba en mi busca, dispuesto a encontrarme, donde fuera, como fuera. Había sido tiroteado por los carrancistas, según dijo”.
     ─No resistimos mucho en aquel lugar de la sierra. Nuestra inferioridad numérica nos obligó, otra vez, a retirarnos precipitadamente, desorganizadamente.
     ─El enemigo nos alcanzaba, “nos pisaba los talones”. Las balas como saetas veloces, silbaban entre los árboles.
     ─Pero entonces iba sobre mi caballo, sobre mi gran caballo retinto, a quien desearía consagrar un libro. Detrás de mí, en ancas, mi sombra “El Perro”. Como montaba muy mal, para no caer, se sujetaba a mis hombros con sus manos temblorosas. Otra vez lo había poseído el miedo a la muerte, como en el cementerio, cuando lo iban a fusilar.
     ─Corría mi caballo. Huíamos del peligro. No me fijaba en nada, no atendía sino a esa fuga. Sólo, por un instante, creí escuchar un grito. Sentí que las manos, sujetas a mis hombros, me oprimían demasiado. Pero no hice caso. Continuaba la carrera veloz de mi caballo, a través del día.
     ─Llegamos por fin, a la zona dominada por los nuestros. Entonces miré, con asombro aquellas manos lívidas, crispadas sobre mis hombros. Horriblemente crispadas: así estaban las manos humildes de “El Perro”.
     ─Cuando quise volverme hacía él. Resbaló de la silla cayendo ruidosamente en tierra. Bajé. Le descubrí aquella herida en la espalda. ¿Acaso una bala dirigida hacia mí, se había perdido en la carne de mí sombra?
     ─ “¡El Perro!” Todavía alentaba débil resto de vida, que se fue apagando, fugando…
     ─Lo llevé a un pueblo cercano. Pero la última visión que de él conservo, no es, por cierto, la de ese camino interminable, cuando lo conducía sobre mi caballo, ni la del velorio, ni la del entierro. Es la de los segundos que siguieron a su muerte.
     ─Usted debe haber tenido esa visión, alguna vez, en las ciudades donde acostumbra vivir.

     “Cerca de un depósito de basura, tirado, un perro muerto. El vientre inflado, las patas encogidas. Los dientes blanquísimos, saliendo de los labios sin vida. Y los ojos turbios, de cristal opaco, tercamente fijos en las nubes”.


     Escritor, poeta, novelista, periodista y catedrático. Licenciado en Derecho por la Universidad Veracruzana, 1926. Nació en Catemaco, el 17 de octubre de 1903. Murió en la ciudad de México el 23 de agosto de 1941.
     Colaboró en distintos periódicos y revistas. Fue Magistrado del tribunal Superior de Justicia del Estado y catedrático de la Escuela de Leyes.

     Publicó: “22 de Diciembre” (Diario de un estudiante), “Hacia una Literatura Proletaria” (Antología), “Camino” (novela corta), y “Jack” (tres de sus mejores cuentos). Sus cuentos han sido traducidos en varios países, especialmente su cuento  Vida de “El Perro” (tomado del libro de cuentos “Jack”).


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