LA
BOINA ROJA
Rogelio
Sinán, panameño
—MIRE, doctor Paul
Ecker, su silencio no corresponde en nada a la buena voluntad que hemos tenido
en su caso. Debe usted comprender que la justicia requiere hechos concretos. No
me puedo explicar la pertinacia que pone en su mutismo.
Paul Ecker clava sus
ojos verdes en el vacío. Siente calor. Transpira. Las pausas isocrónicas de un
gran ventilador le envían a ratos un airecillo tenue, que juguetea un instante
con las rojizas hebras de su barba.
(...Allá en la islita
no hacía tanto calor. Era agradable sentarse en los peñascos a la orilla del
mar... Hundir los ojos en la vasta movilidad oceánica... Ver cómo se divierten
los raudos tiburones... Y sentir la caricia del viento que te echa al rostro la
espuma de las olas...)
—Hemos tenido, doctor,
no sólo en cuenta el merecido prestigio de que goza como biólogo y médico, sino
también las múltiples demandas de clemencia enviadas por hombres celebérrimos,
por universidades, academias, museos... ¡Vea qué arsenal de cartas!... De
Londres, Buenos Aires, Estocolmo, París... Ésta de Francia nos hace recordar
que dos años antes tuvo usted el honor de presidir el Gran Congreso Mundial de
Ictiología que se reunió en la Sorbonne... ¿Recuerda?... Menos mal que sonríe.
—En estas cartas nos
niegan ser clementes... Nos mencionan sus recientes estudios sobre diversos
temas de ictiología y, asimismo, como dice John Hamilton, por la gran
importancia de su “Memoria sobre la vida erótica de los peces”, en la cual
relaciona con las fases lunares los cambios de color que, durante el desove,
sufren ciertas especies.
(...Por culpa de John
Hamilton se la encontró de nuevo en Pensilvania... “¿No me recuerda ya? ¡Soy
Linda Olsen, la de la boina roja!... ¡Qué memoria la suya, doctor Ecker! Claro,
como no llevo mi casquete purpúreo ni la faldita azul... ¿Qué tal me veo con
lentes? Parezco gente seria, ¿verdad? Tal vez por eso no me ha reconocido...
Jamás olvidaré nuestros paseos en París... ¿Recuerda, en el otoño, cómo caían
las hojas?... ¿Y el paseo vespertino en las barcazas del Sena? ¿Y aquella tarde
alegre en lo más alto de la Tour Eiffel? Tengo en casa la foto, ¿la
recuerda?... Bueno, doctor, no quiero fastidiarlo... Le debo declarar de todos
modos que este encuentro no ha sido casual... He venido a buscarlo porque en la
prensa he visto que el Instituto de Piscicultura lo envía a estudiar los peces
del Archipiélago de las Perlas, cerca de Panamá... ¡Qué maravilla!... ¡Pasar un
año entero disfrutando del Trópico, del mar, del sol, del aire, libremente y en
íntimo contacto con la Naturaleza!... ¡Tiene usted que llevarme!... Es
necesario que yo sea su asistente... ¡Doctor, se lo suplico!... Vea que tengo
razones para hacerle este ruego... Ya estoy desesperada... Mire si no: Usted
sabe que me gradué en París... Bueno, de nada me ha valido todo eso. Todavía
ando cesante... ¡Sí, sí, no he de negarle que recibí una oferta de John
Hamilton!... ¡Qué ofensa! ¿Se imagina? Yo, asistente de un hombre de color...
¡Oh, sí!... Todo lo célebre que usted quiera llamarlo... Ni me lo diga... Ya sé
que es candidato al Premio Nobel... ¡Sí, sí!... Pero aun así,.. Usted
comprende, doctor...)
El juez respira
incómodo. Se enjuga la calva con el humedecido pañuelo. Y, haciendo mil esfuerzos
por conservar la calma, declara:
—Todo ello nos obliga a
ser un tanto indulgentes… pero necesitamos saber de todos modos el paradero de
Miss Olsen... Cuando lo hallaron a usted sobre la playa de Saboga, parecía
enajenado... Llevaba en la cabeza la boina roja de ella... Su ropa, hecha
jirones, daba a entender su lucha con las olas entre los arrecifes... Tenía,
además, las manos y los pies rasguñados... La sangre de una herida más honda
había manchado parte de la camisa... A medida que fue recuperando su lucidez
mental daba diversos y hasta contradictorios detalles del siniestro, lo cual
fue buen estímulo para que los marineros de la Base imaginaran e hicieran
circular las más extrañas versiones del suceso... Unos, al ver deshecha la
pequeña chalupa, pensaron que iba usted con Miss Olsen cuando lo sorprendió la
tempestad... Otros, por ciertos datos inconexos que usted dejó entrever,
supusieron que usted había empujado a Miss Olsen entre los tiburones... Hubo
quienes creyeron lo del suicidio por no sé qué percance sentimental...
(...¿Cómo iba a
asesinarla? ¿Suicidio? ¡Ni pensarlo! Las causas y los hechos eran muy
diferentes; pero ¿cómo decirlos sin despertar la duda de que fuesen producto
del desvarío causado por el naufragio?... Todavía le quedaba en los oídos la
escalofriante risa de la haitiana y aún parecíale oír sobre las olas el canto
de Linda Olsen tremolando como una banderola...)
—Por eso decidimos
celebrar esta audiencia preliminar muy en privado. Sólo estarán presentes las
personas estrictamente necesarias y eso cuando hagan falta. No le hemos dado
pase ni a los señores de la prensa. Usted comprende: sería un gran desprestigio
para la ciencia. Y así nos lo ha advertido por cable cifrado el Instituto de
Piscicultura... Aun de Washington se recibió un mensaje en el que insisten
sobre la discreción que este proceso requiere, tratándose de una celebridad
como usted... Sin embargo, no debemos negar que ciertos trámites de obligada
rutina... Oh, tan sólo para cubrir las apariencias… Ya que, según lo han
confirmado sus colegas de la Universidad, no existe indicio alguno que no dé fe
absoluta de su inocencia... De todos modos, usted debe ayudarnos... ¿Por qué
motivo insiste en su rotundo silencio? Yo no podría eximirlo de rendir
declaración de los hechos... La Ley lo exige, mi querido doctor... Mire, para
ayudarlo, le voy a refrescar la memoria... Hace un año, tal vez un año y medio,
llegó usted a la Base Militar de Saboga con buenas credenciales y en compañía
de su asistente Linda Olsen... Iba usted a explorar todas las costas del
Archipiélago y a seguir estudiando, como dice esta nota del Instituto, “...la
época de la freza en ciertos peces de desove heteróclito, como también la
ovulación de las hembras denominadas partenogenéticas...” El Comando Militar de
la Base le prestó la más franca colaboración... Se le asignó, para uso
exclusivo de usted y su asistente, una lancha de motor y dos adjuntos: un
maquinista de raza afrodinense, Joe Ward, y un marinero blanco, Ben Parker...
(...Paul Ecker se
contempla a sí mismo en la Base Militar de Saboga. El comandante lo recibió
cordial y se mostró festivo con Miss Olsen, que lucía nuevamente su boina roja.
“Se va usted a aburrir en ese islote”, le dijo. Sorprendida, Miss Olsen le
preguntó a su vez; “¿Es que no vamos a residir aquí?” Y él, yendo hacia la
puerta, contestó: “No, señores. Vengan conmigo al porche.” Y, señalándoles un
islote cercano, agregó: “¿Ven esa ínsula con varios farallones? Es allí donde
está el laboratorio. Las investigaciones las inició Frank Russell, pero como
era médico militar, no hace mucho se embarcó para el Asia. Yo mismo sugerí la
conveniencia de traer a un civil. Les aseguro que van a estar ustedes muy
cómodos. Verán en el islote una cabaña debidamente equipada. La asea Yeya, una
haitiana, que cuida las gallinas y cultiva la tierra. Es vejancona. La dicen la
Vudú. Habla una jerga rara, pero entiende el inglés. Ella verá la forma de que
nada les falte. Si aún necesitan algo, pueden mandarme a Joe. Es buen muchacho.
Vivirá con ustedes y les será muy útil. No hay nada que él no sepa. Es
cocinero, mecánico, marino y hasta —¡asómbrese!— gran tocador de banjo. Ben
Parker es un buen ayudante y toca armónica. Es aparcero de Joe. Siempre andan
juntos...”)
El funcionario mueve su
corpulencia provocando un discordante chirriar de muelles flojos y de piezas
gastadas.
—No sé por qué motivo,
al poco tiempo, usted mismo solicitó el retiro de ambos jóvenes, ¿no es así?
El doctor Ecker sufre
un ligero estremecimiento. Mira al juez, suplicante. Y, moviendo en el aire
entrambas manos con gesto de impaciencia, declara:
—Hay circunstancias en
las que... ¿sabe usted?... Es tan complejo todo esto que... Para explicar los
hechos y evocar claramente la pura realidad sería preciso acusar a personas que
a lo mejor son inocentes...
—Si hay fe de esa
inocencia, no las complica usted en absoluto… Y, además, ya le he dicho que
esta causa la estamos ventilando con la más rigurosa reserva... Puede estar
bien seguro de que nada de lo que aquí se diga saldrá de este recinto. Prosiga
usted.
—Nuestros primeros días
en el islote fueron de una belleza inexpresable... La casa era muy cómoda...
Mientras la vieja la arreglaba y atendía a la cocina, Linda, los muchachos y yo
deambulábamos de roquedo en roquedo reconociendo las encantadas costas... No
podría describirle la sensación de magia que iba sobrecogiéndonos en aquel
tibio ambiente de luz, color y trinos... Yo, pecador de mí, perdí mi tiempo, si
así puede decirse, entusiasmado por múltiples hallazgos de índole puramente
científica. Ben y Joe, los dos jóvenes, tenían que acompañarme cargando mis
enseres... Aquello al parecer, los distraía; pero ella, en pleno goce de su
explosiva adolescencia, languidecía de hastío... A veces nos seguía
coleccionando conchas y caracoles, pero más le agradaba vagar entre los
árboles. Y era que, sin nosotros, no quería estar en casa, porque sentía no sé
qué desconfianza contra la vieja... Era más bien como una especie de repulsión,
de asco, de vago presentimiento. Por las tardes, después de las labores, yo
solía dar con ella largos paseos románticos.
“Debo advertirle que
jamás pensé en la posibilidad de un idilio. Hubiera sido ridículo, ¿comprende
usted?... Mi edad y la misión que fungía me daban cierto tono de tutor frente a
ella... De modo que por ética profesional y, sobre todo, por mi constante razón
de estar en éxtasis, abstraído, embebido, no podía darse aquello...”
Ecker reprime un gesto
que deja traslucir una ligera aflicción. El funcionario comprende que ha
presionado un punto neurálgico. Casi inconscientemente oprime un timbre.
—Descanse usted,
doctor.
Y, al entrar el ujier,
se enjuga el rostro mientras le dice:
—Tráiganos agua fresca.
El doctor Ecker vuelve
a clavar sus ojos en la verde lejanía del recuerdo.
¿Cómo hacerle entender
a aquel obeso señor de piel viscosa lo que fue para ellos el farallón?... ¿De
qué modo hacerle inferir que aquello tenía cierto epicúreo sabor de égloga
antigua, de pastoral pagana, de bucólica sinfonía tropical?...
(...Trastornado por la
naturaleza alegre de la isla, enceguecido por la gran soledad que lo rodeaba
frente al mar y el cielo, y obsedido por el jovial efluvio de Linda Olsen, Paul
Ecker despertó como a un mundo jamás imaginado; sufrió una especie de mágica
metamorfosis, y, al dejar la crisálida que lo hacía parecer severamente
científico, sintió de sopetón el estallido solar y la excitante fragancia de
las olas... En vano resultaba que, tratando de aferrarse a la ciencia,
procurara esconderse entre las celdas de sus razonamientos… Cuando más
concentrado analizaba ciertos epifenómenos como el de las anguilas que cambian
de color durante el celo, o cuando iba a sacar la conclusión de que las
glándulas hipófisis rezuman las hormonas... oía la voz de Linda que, subida a
los árboles o hundida entre las olas, le dejaba entrever su boina roja...
Recordaba Paul Ecker varios acantilados en forma de escalones donde dejaba el
mar pequeñas pozas que Miss Olsen usaba para bañarse... Una vez cayó en una de
la que no podía salir porque los bordes estaban resbalosos... Él escuchó sus
gritos y, pensando en Andrómeda atacada por el monstruo, se lanzó a
rescatarla... La tuvo que sacar así desnuda —¡maldita timidez!— tras mil
esfuerzos y graves resbalones...
Esa noche Linda Olsen
hizo bromas y rió bajo la luna poniendo en entredicho su varonía. Hubo, claro,
un instante en que la sangre se le encendió de pronto... Sintió que se iba
hundiendo en un abismo profundo... Y esa noche fue Andrómeda quien devoró a
Perseo... Desde entonces...)
Una golosa mosca queda
presa en las alas del gran ventilador.
El mofletudo custodio
de la Ley se abanica.
—Se dice que Linda
Olsen iba a tener un niño, ¿no es así?
—Desde luego.
—Todo ello a
consecuencia...
—¿De qué?
—De sus amores...
—No sé a qué se
refiere.
—Bueno, en definitiva,
queda casi probado...
—Que el hijo no era
mío.
—¡En qué quedamos, mi
querido doctor!
—Creo haberle dicho que
Miss Olsen erraba de un lado para otro, rebosante de vida, plena de juventud,
trastornada por los encantos mágicos de la isla. Yo no podía atenderla... Usted
comprende... Yo estaba dedicado en cuerpo y alma a vigilar en las charcas y
entre los arrecifes la heteróclita ovulación de los peces... Mis severas
costumbres ponían entre nosotros una muralla rígida de austeridad...
(Más allá de ese muro,
todo era égloga bárbara, pagana libertad en la que él, lujurioso, saltaba como
un sátiro tras una ninfa en celo...)
—¿Cómo se entiende
entonces que Linda Olsen?...
—Déjeme usted
decirle... Convencida de que yo no era el tipo que requerían sus veleidades de
juventud, sonsacaba por turno a Ben y a Joe con el pretexto de que la
acompañasen a buscar frutas... Yo no veía en todo ello nada malo... Comprendía
que eran cosas de adolescencia... Me pareció al principio que Miss Olsen se
divertía flirteando con Ben Parker... Eso era lo normal, dado su enojo contra
la gente de color... En efecto, noté que Ben y Linda se perdían con frecuencia.
Sin embargo, pude entrever que al poco tiempo Ben Parker la rehuía... Desde
entonces (¡caso bien anormal!) ella buscaba a Joe para sus juegos y andanzas...
Aquello parecía divertirla, pues la sentía reír de buena gana... También me
sorprendió lo acicalado que andaba el negro Joe, quien, a la luz de la luna,
solía entonar canciones quejumbrosas al son del banjo. Aún recuerdo una de
ellas de indudable intención enamorada...
¡Qué bonita boina roja,
la boina mía,
oh mar azur...
Cuando la veo se me
antoja
una sandía
de Carolina del Sur...!
Una tarde, lo recuerdo
muy bien, yo examinaba al microscopio no sé qué tegumentos... Me estaba
adormilando por causa del bochorno, cuando escuché los gritos de Miss Olsen.
Pensé que a lo mejor la habría picado una coral o acaso una tarántula... Al
asomarme atónito, la vi venir corriendo, desgreñada, gritando... “¡Socorro! ¡Me
ha violado!”... Noté que el negro Joe, loco de pánico, descendía hacia la rada
casi volando... Bajé por el barranco precipitadamente para pedirle
explicaciones, pero él logró embarcarse, cuchicheó con Ben Parker, y ambos
partieron en la lancha... Sin perder un minuto, subí hasta el promontorio para
hacer las señales con el semáforo dando parte a la Base, pero lo sorprendente,
lo increíble, fue que en ese momento Miss Olsen, muy sumisa y al parecer
tranquilizada, se me acercó rogándome que por favor desistiera de dar la
alarma... Me explicó que un escándalo podía perjudicarla... Prefería que el
abuso quedara impune... Yo, que la había pensado toda plagada de prejuicios,
sentí la más profunda veneración por ella; resolví defenderla, darle amparo y
aun brindarle mi nombre, ya que su gesto, para mí, era un indicio de plena
madurez y de cordura total... Desde esa tarde, viéndola acongojada, resolví
distraerla y procuré interesarla nuevamente en los asuntos científicos que ella
había abandonado no sé por qué...
—Perdone: ¿Ben y Joe no
regresaron a la isla?
—No, por cierto...
Cuando fue el comandante a investigar...
—¿Qué inventaron?
—Le había hecho creer
que yo deseaba estar solo. Desde luego, preferí confirmar esa versión... Y aun
dije al comandante que como ya era tiempo de la freza, prohibiera que sus
hombres se aproximaran al islote porque espantaban a los peces y hasta podían
interrumpir el desove... Cuando él quiso insistir, le aseguré que la Vudú nos
bastaba para los menesteres de la casa... Desde entonces, ya no hubo
distracciones y nos dimos de lleno a los cultivos y a la atinada observación de
las aguas... La haitiana vivía distante de nosotros, y poco la veíamos; sobre
todo porque pasaba el tiempo pescando en alta mar. Navegaba en una frágil
chalupa que parecía una nuez entre las olas... Fue entonces cuando Linda
pareció darse cuenta de que en su vientre...
—¡El niño! ¿Era del
negro, entonces?
—Sólo puedo decirle que
era de ella. Yo iba a reconocerlo como si fuera mío, pero las cosas tomaron
otro rumbo.
El doctor Ecker pone el
oído atento. Cree escuchar a lo lejos un canto misterioso que parece surgir de
entre las olas y siente nuevamente la infernal carcajada de la haitiana que lo
persigue a todas horas.
El juez insiste:
—Y en resumidas
cuentas, no estaba usted seguro de que el niño fuese suyo o del negro. Sé que
hubo relaciones...
—Exactamente. Ella y
yo... Usted comprende. De allí mi estado de ánimo, de duda. Sobre todo, porque
existe en mi vida un precedente que me hacía presentir dificultades. Me
refiero... No sé si ya le he hablado de mi primer divorcio por incapacidad
genésica... Mi suegro, que era rico y muy dado a esas sonseras de alcurnia,
deseaba a todo trance un nieto debidamente sano, robusto y fuerte que le
heredase el nombre y la fortuna. Nació un niño, varón, pero tarado,
contrahecho, deforme... Menos mal que sólo duró unas horas... Se estudió el historial
clínico de mi gente y se encontró... Usted sabe... No hace falta insistir sobre
estas cosas. Mi suegro me obligó a cederle el puesto a un semental de
indubitable fecundia... A aquel fracaso inicial debo mis glorias en el campo
científico... Conociendo el oprobio de mi destino, preferí refugiarme entre mis
libros y me negué al deleite de una familia. ¿Por qué insistir, sabiendo que
mis hijos nacerían defectuosos?... Por eso, en el islote, procuré estar
distante de Miss Olsen... Sin embargo, las cosas no suceden siempre según
queremos. La soledad a veces nos precipita en brazos de la lujuria... Ocurrió,
pues, aquello, y ella esperaba un niño que suponía hijo mío, lleno de vida,
rozagante y hermoso... Yo, que estaba inseguro de su paternidad, me angustiaba...
Mi zozobra crecía a la par de aquello que iba a nacer... Era un dilema sin
solución posible, pues si me ilusionaba creyéndolo hijo mío, pensaba en
monstruos, en seres anormales, en fenómenos; y si lo imaginaba hijo del negro,
¡imagínese!... Una secreta esperanza me confortaba a veces al juzgar que, a lo
mejor, aquel ambiente embellecido de la isla podía haber ejercido una
influencia benéfica sobre la gestación de la criatura... Sólo por eso o a lo
mejor llevado por mí interés científico, no quise deshacer lo dispuesto por la
Naturaleza. Lo que más me aterraba era que Linda pudiese abandonarme al
enterarse de mi fatalidad; por eso, puesto a escoger entre los dos
alumbramientos posibles, yo prefería el del negro... Linda Olsen me pedía que
la llevara a la Base para que la atendieran debidamente. Yo se lo prometía,
pero estaba dispuesto a realizar yo mismo la operación en la isla, sin testigos
odiosos, habiendo decidido adormecerla para que ella ignorara la realidad hasta
el momento oportuno... Era tal mi impaciencia, que los días y los meses me
parecían más lentos... Aún faltaban como siete semanas para la fecha justa,
cuando me di a pensar que a lo mejor el cálculo estaba errado, ya que me
parecían excesivos sus sufrimientos y la absoluta tirantez de la piel… Olvidaba
decirle que así como avanzaba el lapso genésico, Linda era presa de caprichos
extraños... Le agradaba pasarse horas enteras sumergida en el mar; y a pesar de
su estado casi monstruoso, obsceno, se negaba a usar malla alegando que no la
resistía... A la hora de comer, daba señales de la más absoluta inapetencia...
Sin embargo, después la sorprendía comiendo ostiones y otros mariscos, vivos...
Aquella noche, los truenos y relámpagos habían sobrecogido a Linda Olsen. La
veía horrorizada... Temía morir en la isla... Y, ya obcecada por los terrores
de la muerte, llamaba a la haitiana para que la ayudara a bien morir... Yo me
había dado cuenta de que la negra Vudú se dedicaba durante mis ausencias a
prácticas ocultas para aliviarle a Linda los dolores... La tempestad rugía bajo
los fuertes trallazos de la lluvia... Contorsionada sobre el lecho, la grávida
gemía, atormentada por los desgarramientos más atroces… Yo, que ya enloquecía
por la tensión de mis nervios, preferí (no había otra escapatoria) precipitar
aquello para salvar a linda. De lo contrario, yo estaba bien seguro de que, aun
faltando un mes, su organismo no podría resistir… Enfebrecido por la más
angustiosa desesperanza, me resolví a operar... La inyecté... Al poco rato le
entró un sueño profundo... En ese estado como de duermevela nació por fin
aquello. No quiero recordarlo... Era una cosa deforme, muerta, fofa... Temiendo
que Linda Olsen pudiera darse cuenta al despertarse, corrí bajo la noche aún
tempestuosa y eché el engendro al mar; así borraba toda huella o vestigio de su
fealdad. Desde entonces tengo los nervios rotos...
—No debe preocuparse.
Lo importante era salvar a Linda Olsen.
—Y la salvé, en efecto,
pero tuve el temor de que al saber la verdad me abandonara, y preferí
inventarle la mentira de una criatura negra. “¿Dónde está? —me gritaba—.
¡Quiero verla!” No sabiendo mentirle, me enredé más y más hasta quedar frente a
ella convertido en un vulgar asesino.
(…Paul Ecker se
estremece... Abre los ojos desmesuradamente como sobrecogido por una extraña
visión. Cree oír de nuevo la carcajada de la haitiana y el misterioso canto del
huracán. Ante sus ojos se extiende el mar inmenso, y le parece ver surgir de
sus olas la cabeza de Linda con las pupilas fijas como en estado de trance. Sólo
Ecker oye su voz que dice:
—No me agradan los
negros... No puedo remediarlo... Es algo que he llevado en la sangre desde
pequeña... Son taras de familia que no es el caso discutir... Con todo y eso,
confieso que Joe Word no tuvo nada que ver con nuestro asunto... Si a alguien
le cabe culpa es a mí... Yo te mentí, Paul Ecker, premeditadamente o por
irreflexión momentánea... Mejor dicho, no hubo ficción alguna; más bien
malentendido... Lo cierto es que el ambiente de la isla me hechizó
transformándome, me hizo ver en mí misma a otra persona distinta de la de
antes... Para mí, pobre víctima de las inhibiciones sociales, aquello era un
milagro de libertad... Allí en la isla no había prejuicios que me ataran...
Deshice mis cadenas y me sentí a mis anchas, con ganas de gritar, de hundirme
íntegra en la embriaguez del ambiente... Todo en la isla me parecía un milagro
de la Naturaleza... Los colores del mar; el juego alegre de espumas y gaviotas;
el canto de los pájaros; el brillo de la luz; la exuberancia de vida; la
canícula; y el olor penetrante de la tierra después de la tormenta... Todo
hablaba de amor, todo era un himno pagano que me inundaba como en una vorágine
lujuriosa, lasciva... Mi juventud ardía… Mi cuerpo joven se deshacía en un
delirio deslumbrado... Por eso, en pleno goce de mis actos, retozaba descalza
bajo la lluvia... Quería ser una nota en el gran canto de la Naturaleza... ¡Con
qué placer ansiaba vengarme de la vida dejada atrás...! Por eso me entregué sin
preámbulos al rubio Parker... Lo hice sencillamente, como lo hacen los pájaros
y las aves del mar... Aquello para Ben sólo fue un rato de ofuscación… Pensó en
las consecuencias y, aterrado, ya no quiso acercárseme... Me huía... Yo, en
cambio, lo deseaba sin compromiso alguno... Quería saciar mi sed, pues ya era
tarde para frenar mi impulso. Y, decidida a dominar sus temores, dispuse darle
celos coqueteando con Joe. No he de negar que, aunque siento repudio contra los
negros, no probé desagrado sino más bien placer... Me causaban deleite las
piruetas y las mil ocurrencias de Joe Ward... Joven, fuerte, radiante, tenía
los dientes blancos y reía con una risa atractiva... La atmósfera de la isla y
la fragancia de la brisa yodada me lo hicieron mirar embellecido como un Apolo
negro... Comencé a darme cuenta de que estaba en peligro de entregarme, pues ya
me le insinuaba con insistencia... Él, viéndose deseado, fue cayendo en la
urdimbre devoradora... Una tarde (Ben Parker lo esperaba en la lancha, pero Joe
prefirió jugar conmigo) yo le tiraba frutas de un árbol cuando de pronto me
zumbó un abejorro... Asustada, quise bajar del tronco y resbalé... Joe
acercándose, me recibió en sus brazos y me besó en la boca... Sentí como una
especie de vórtice que me arrastraba... Ya a punto de caer, lancé un grito y
huí aterrorizada... Cuando tú, Paul, saliste, tuve vergüenza de parecerte una
chiquilla ridícula e irreflexivamente grité como una histérica: “¡Socorro! ¡Me
ha violado!”... ¡Pobre Joe!... Sobrecogido de pánico, se retiró cuesta abajo y,
embarcándose, puso rumbo a la Base en compañía de Ben Parker... Luego, puestos
de acuerdo, no quisieron volver… El negro dijo que había visto fantasmas en la
isla... Seguramente lo que sí presintió fue la horca y el espectro de Lynch...
La premura que tú pusiste en mi defensa y tus prolijos cuidados, aparte de tu
oferta de matrimonio (que yo no comprendí a primera vista), me hicieron
acercarme a tu vida, a tus estudios... Luego, al notar que iba a ser madre, me
apresuré a aceptar tu propuesta matrimonial... Que el niño era de Parker, no
había duda; pero eso qué importaba... Yo sabía que tú estabas embebecido... Me
casaría contigo, y la criatura tendría un padre más digno que el rubio
marinero... Cuando me puse grave... Recuerdo que esa noche llovía
terriblemente… Brillaban mil relámpagos... Y me atemorizaban los truenos y el
estruendo del mar... Después, no supe más... Al despertarme, ya era de
madrugada... Pensé en mi hija... No sé por qué pensaba que era una niña, con su
carita linda y sus bracitos que yo le besaría... ¿Sería idéntica a Ben?... Abrí
los ojos... Me vi sola en la estancia... Pensé: “¿Qué será de Paul Ecker y de
mi niña?..” Llamé. No hubo respuesta. De pronto oí tus pasos. Esperé ansiosa.
Entraste... ¿Qué te pasaba? Te noté preocupado, las ropas húmedas, el semblante
sombrío. “¡Pobre! —pensé— seguramente se ha fatigado mucho.” Te acercaste a mi
cuerpo con dulzura infinita; me besaste las sienes; me hablaste de tu oferta de
matrimonio y aun me dijiste que ya faltaba poco para el viaje de vuelta a
Filadelfia... Yo, desde luego, sólo insistía en mi anhelo de ver a la criatura,
pero no me hacías caso... Seguías hablando, como si nada... Cuando, ya
recelosa, te insté a mostrármela, te vi tartamudear. Adujiste, primero, que
hiciste lo imposible por salvarla. Después, compadecido, me dijiste que era una
niña negra... Aquel infundio me iluminó. Tuve la clara percepción del crimen...
Vi en seguida que habías matado a mi hija por celos de Ben Parker. Bien sabías
que era de él... ¡Asesinaste a mi niña, a mi pequeña criatura hermosa y
bella!... ¡Asesino, asesino!...)
El funcionario golpea
impacientemente la mesa con un lápiz, como para llamar la atención del acusado.
Luego, con gran
paciencia, dictamina:
—La circunstancia del
naufragio y a lo mejor los golpes recibidos le han grabado los hechos,
exagerándolos al punto de crearle en la conciencia un fastidioso complejo de
culpa. Sin embargo, lo que hizo aquella noche es lo normal. ¿Quién va a
acusarlo por no guardar un feto?... Lo que deseo saber son los motivos que lo
obligaron a embarcarse en una frágil chalupa, bajo la tempestad, en compañía de
Linda Olsen. Yo pensé que, creyéndole incapaz de operarla, quiso llevarla a
todo trance a la Base; pero debió ser otra la razón, ¿no es así?
(...¿Cómo explicarle al
juez la gran verdad, si a medida que avanzaba hacia ella la creía menos real? Y
él mismo comenzaba a dudar de lo que había comprobado con sus manos, en las que
aún persistía la sensación del milagro. ¿Cómo hacerle entender sin prueba
alguna que aquel raro prodigio no fue ilusión de sus sentidos? Paul Ecker sabe
bien que si declara la verdad que él conoce, traerán a un alienista para que lo
examine. Sin embargo, sólo piensa en aquello... Esa noche, mientras la
tempestad ponía su infierno de luces y de ruidos, él, deseando conocer la verdad
y ya cansado de ver sufrir a Linda, resolvió adormecerla... En ese instante
surgió el raro misterio... Vio una carita fina, muy tierna, sonrosada, y unos
bracitos tersos impecables... Sintió un júbilo tal que estuvo a punto de
descuidar el parto... Y ya anhelaba recibir en sus manos a la criatura para
sentirla suya, perfecta y sana, cuando aquello saltó, dio un coletazo y rebotó
sobre el lecho... Quedó paralizado, con la esperanza en éxtasis como si de su
gesto dependiera la paz del mundo... Lo que bullía frente a él, sobre las
sábanas, era un mito viviente: un pez rosado como un hermoso barbo, pero con
torso humano, con bracitos inquietos y con carita de querubín... Aquella cosa
de rasgos femeninos tenía todo el aspecto de una sirena... Él las había admirado
en obras de arte, en poemas… Todavía recordaba los divinos hexámetros de la
Odisea; pero jamás pensó ni por asomo que una hija suya... ¡Cáspita!... ¿Qué
misterioso génesis la originaba?... Recordó que, al marcharse Ben y Joe, es
decir, cuando Linda recuperó a su lado la afición al estudio, una mañana, con
las primeras luces, iban a darse un baño entre las rocas, cuando ella lo llamó
haciéndole señas desde un pretil... La inquietud de sus gestos le hizo entrever
la magnitud del hallazgo... Se cubrió a la ligera y, acercándosele, fueron
ambos testigos, desde el reborde, de una escena de amor que era un poema de la
Naturaleza... Nadaba entre las aguas un pez enorme de colores fastuosos... La
nacarada bestia (que era una hembra) se apoyó en sus aletas, dejó gotear sus
huevos hacia el fondo arenoso y, la misión concluida, se retiró con suaves
ondulaciones.. . Al poco rato, llegó el macho gallardo, nadó parsimonioso sobre
la freza y, acomodándose con ritual ceremonia, fue cubriéndola con su rocío
blancuzco... Satisfecho el instinto, se alejó muy orondo... La especie estaba a
salvo... Deslumbrados por la pasión científica, Linda y él sumergiéronse para
observar de cerca la ovulación... En mal momento los juntaba la ciencia… La
impresión producida por lo que habían mirado, la tibieza del agua y el olor
excitante de aquella mezcla... Sólo al pensar en ello se le crispan los
nervios... Fue un grito de la sangre que no pudieron sofocar... Era el dictamen
de la Naturaleza... Y sucumbieron entre aquella sustancia gelatinosa...
Todo estaba muy claro:
la pequeña sirena con su piel sonrosada tenía ancestros oceánicos... Era el
connubio del pez y el ser humano... Sin embargo, la pasión de la ciencia se
impuso en él... Fue superior a su fracaso genésico... Y, olvidando la burla que
le estaba jugando el destino, pensó en la trascendencia del acto en sí... Nada
en el mundo tendría más importancia que aquel hecho científico. Su nombre
volaría en alas del triunfo, de la fama, del genio... Las universidades le
brindarían honores y condecoraciones... Y ya veía su nombre en los carteles,
anunciando la gloria de Paul Ecker, cuando notó que la sirena perdía vitalidad
y retardaba sus saltos poco a poco como lo hacen los peces sobre la playa...
Comprendió que, siendo el mar su elemento, no tardaría en morir fuera de él...
Ya apenas susultaba y abría la boca, agonizante, poseída de asfixia, en un
esfuerzo final de vida o muerte... Oh, en ese instante, todo lo hubiera dado
por salvarla... La recogió en sus brazos con el mayor esmero y, apresuradamente,
corrió hacia el mar... Ya las primeras luces anunciaban la aurora y el huracán
había cesado... Sólo seguía cayendo una llovizna suave, persistente… Se hundió
en el agua casi hasta la cintura y en ella sumergió a la sirena con la
ritualidad de quien impone el bautismo... Poco a poco la notó revivir. Y, al
ver que ya su cola abanicaba las aguas lánguidamente, la dejó rebullirse para
ver si nadaba. ¡Fue una absurda locura!... Nunca debió intentarlo... La sirena
dio un coletazo fuerte, hizo un esguince y, aunque él quiso evitarlo,
sumergióse fugaz... Aún percibió un instante sus relumbres entre la
transparencia y, al perderla definitivamente, se quedó como en babia... Había
dejado huir de entre sus manos la gloria, y había ocurrido todo con tal celeridad
que aún Paul Ecker se imaginaba aquello cual jirones de nieblas entre el
sueño... ¿Cómo explicarle a Linda aquel misterio? ¿Cómo hacerle creer lo que ya
él mismo condenaba a la duda?)
El juez insiste:
—Si había ocurrido todo
¿por qué desafió usted la tempestad en esa frágil chalupa con Miss Olsen? ¿No
quiso resignarse a aceptar la realidad de los hechos?
—Pareció que en efecto
se resignaba, que creía a pie juntillas lo que le dije... Yo me mostré solícito
con ella e hice venir a la haitiana para que la cuidara... Había quedado muy
débil y fue preciso restaurarla con tónicos y caldos... Cuando ya se sintió
fortalecida, la acompañé unos días en sus paseos, y, como ya las lluvias iban
cesando, proseguí mis estudios entre los arrecifes... Fue entonces cuando noté
en Linda los trastornos que me pusieron en estado de alerta... Linda sufría una
angustia cuyas causas no me sabía explicar... La asediaban los fantasmas del
mar en pesadillas nocturnas con sobresaltos... El mundo de los sueños era para
ella un antro de tormentos del que se liberaba despertándose con alaridos de
terror... No se atrevía a dormirse, pues se veía rodeada por monstruos
pisciformes que danzaban en una extraña ronda de risas, cantos, espumas y
coletazos...; una especie de carrusel proteico con ritmo acelerado en cuyo
vórtice le parecía caer hasta ir hundiéndose en viscosas sustancias de frialdad
tan intensa que le paralizaba las piernas... Yo tenía que frotárselas porque se
le dormían y alegaba que eran un solo témpano de hielo... La vieja haitiana
diagnosticaba que eso era de índole reumática debido a que Linda Olsen pasábase
las horas sumergida en el mar, no tan sólo por el goce del baño sino que había
insistido en su nauseante costumbre de alimentarse con moluscos vivientes...
Esta rara manía que antes supuse antojo de gravidez llegó a acentuarse al punto
de serme intolerable... Su gran voracidad no hacía distingos entre algas y
babosas... La vi engullir medusas a mordiscos con la fruición de quien deglute
moldes de gelatina...
El funcionario no logra
reprimir un gesto de asco.
Confundido, no sabe qué
decir y explica:
—Por lo que veo
tratábase de una extraña psicosis... Afortunadamente el psicoanálisis...
—¡No hay remedio mejor
que el sol, el mar y el aire!... Lo grave es que el conflicto fue agudizándose
con manifestaciones de terror...
—Motivado...
—Por un poder ignoto...
Ella explicaba que se sentía atraída por un abismo de deleitables
transparencias... Ese augurio de goces con posibilidades de agonía la ponía en
trances contradictorios de repulsión y simpatía como ocurre con la inexperta
adolescente que, sintiendo la seducción erótica, frena el deseo por miedo de la
culpa... Esa idea nebulosa de su trastorno adquiría a veces la seductora forma
de tritones que la inhibían cantando obscenidades cuando no retozaban con
carcajadas ebrias... de allí su afán constante de chapalear entre las ondas;
tan intenso, que a veces levantábase del lecho, sonámbula, y desnuda, se
dirigía a la playa a grandes saltos... Estos diversos síntomas me fueron
indicando su fatal propensión a convertirse en sirena... Tenía que darle
alcance, despertarla y devolverla a su lecho… En ese estado de éxtasis me
hablaba y razonaba sin percepción de sus actos... Una noche me confesó que
estaba enamorada del mar, y, seducida por él, aseguraba que llegaría el momento
en que tendría que dársele definitivamente... Meditando sobre ello elucubré lo
del Complejo de Glauco de que tanto se ha hablado en los periódicos... Debe
usted recordar que ese héroe mítico comió de ciertas yerbas y se sintió atraído
por el mar hasta el grado de no poder frenar su ciego impulso... El pobre no
tuvo más remedio que sucumbir... Sumergido en sus ondas, las nereidas lo
metamorfosearon en tritón o algo por el estilo... Yo, en mi tesis, traté de
demostrar que tal complejo resulta frecuentísimo en nuestros días... La extraña
enfermedad se manifiesta en gradaciones diversas que van desde el ligero
chapuzón deleitable hasta el suicidio fatal, cuando el ahogado, con los ojos
abiertos, reposa al fin sobre algas que hacen las veces de mortaja...
El juez siente un
ligero estremecimiento. El desagrado le hace expresar su encono:
—Si sabía que el
conflicto podía llegar a excesos tan macabros, ¿por qué se descuidó, por qué
motivos no puso usted reparo?... Pienso que lo aceptado hubiera sido conducirla
a la Base.
—¡Ni pensarlo!
—¿Por qué? ¿Quiere
explicarse?
—Porque sencillamente
Linda era para mí el único campo de experimentación. Oh, usted no sabe lo que
eso significa para un científico... Yo deseaba sacar mis conclusiones sobre el
nuevo complejo, lo cual hubiera sido imposible sin el debido estudio de su
proceso evolutivo hasta hallarle solución terapéutica... Y aunque ésa le
parezca una razón egoísta, no era la única... Si me sentía capaz de mejorar a Linda
Olsen, ¿cómo iba a darme por vencido?... Se habría clasificado como un fracaso
de mi parte. Dejar que otros colegas atendiesen el caso me hubiera parecido un
absurdo, ¿comprende?... Se habría venido abajo mi teoría del complejo. Por tal
motivo...
—...No tuvo usted
reparo en descuidar una vida...
—¡No! ¡Eso no! ¡Se lo
juro! ¿Quién más capacitado que yo para atenderla, sobre todo cuando en el caso
de ella yo no veía al paciente casual sino algo íntimamente ligado a mis
afectos? Mi pasión por la ciencia no era tanta como para sacrificar a Linda
Olsen. Muy a la inversa... Mi vida hubiera dado por su existencia... Yo deseaba
curarla siguiendo un plan preestablecido... Lo malo es que nosotros, a veces,
creamos síntomas jamás imaginados por el paciente... Con gran razón se ha dicho
que las enfermedades las hemos inventado los médicos... En el caso de Linda me
apasionó el complejo de Glauco a tal extremo que sólo hablaba de él. A lo mejor
todo ello fue contraproducente.
—¿Qué insinúa usted con
eso?
—No sé... Suposiciones...
Tal vez fue mi insistencia lo que la hizo pensar que era posible transformarse
en sirena.
—Siga usted.
—En efecto, vi
presentarse en ella síntomas parecidos a los de Glauco... Por ejemplo, noté que
lo de la parálisis de sus piernas era, hasta cierto punto, ficticio, ya que
podía moverlas… Se las imaginaba, eso sí, unidas como si algo invisible les
impidiera su ritmo individual... A cada rato se las palpaba inquieta, pues
tenía la impresión de que su piel iba adquiriendo características viscosas...
No había duda de que el mal avanzaba sin que yo hubiera hallado su mejoría...
Meditando sobre las
causas que motivaron su dolencia, recordé que en la noche del parto lo que más
la afectó fue el explosivo fragor del huracán. Los truenos y relámpagos, el bramido
del mar y los silbidos del viento le infundieron la idea de un cataclismo final
en el que todo se hundía... No era difícil, pues, imaginar que una impresión
parecida podía serle benéfica... Por eso yo esperaba con verdadera vehemencia
la borrasca... No sé por qué tardaba... Ya usted sabe que en las islas del
Trópico son frecuentes las lluvias. El buen tiempo dura pocas semanas... Sin
embargo, para desesperarme, no hubo días tan espléndidos como aquéllos... Con
lo que yo pensaba que hasta los mismos elementos se oponían a mis planes... Y
en verdad resultaba que cuando convenía la bonanza para estudiar la freza caían
lluvias tan fuertes y torrenciales que enfangaban las aguas; y cuando me hacía
falta un ciclón, no soplaba ni la más tenue brisa.
—Viéndolo bien, la
culpa no era suya —dice el juez—. Por lo que me ha contado, he podido inferir
que, asimismo, Miss Olsen fue solamente víctima de la fatalidad... Si, como
habrá observado, me interesan los hechos, no es porque abrigue dudas de su
inocencia, sino por liberarlo del complejo de culpa que lo deprime. Prosiga
usted, doctor.
—Posiblemente no le he
contado todo con el orden debido, pero recuerdo un síntoma que aumentó mi
zozobra. Una mañana me había alejado un poco entre los árboles con la idea de
cazar, cuando empezó a llover y resolví regresar. Llegando al promontorio, me
di cuenta de que era un simple amago, una farúa pasajera, y, distraído, me
quedé contemplando el raudo vuelo de las gaviotas. De pronto vi a Linda Olsen,
desnuda, dando saltos con rumbo hacia las olas... Me apresuré a bajar para
llevarla nuevamente a su lecho... La haitiana había salido con el mismo
propósito, pero al ver las piruetas que en cada brinco hacía la enferma, se
echó a reír con esa risa brutal característica de los negros. Al oírla, Linda
Olsen dio muestras inmediatas de desagrado... Yo pensé que la burla podía ser
un estímulo para que la paciente, sintiéndose en ridículo, dejase de saltar y
utilizara normalmente sus piernas... Pensando en ella y además contagiado de
hilaridad, me eché a reír también; de modo que Yeya y yo asediamos a Linda a
carcajadas... Lo que yo había previsto no se produjo, pues sin poder frenarse,
Linda perdió la calma y proseguía dando saltos enfurecida; sintiéndose agotada
y ya frenética, se echó al suelo, gritando, poseída de un ataque de histeria...
Me apresuré a atenderla y, al acercármele, noté que se asfixiaba por falta de
aire. No sé por qué pensé que lo más cuerdo sería llevarla al mar… Así lo hice,
corriendo, y, al chapuzarla, me quedé sorprendido... Linda reía feliz como si
nada, y hacía raros esguinces chapaleando con las piernas unidas. Ya no dudé
que el mar, siendo la causa, podía ser el remedio de su trastorno... Sólo
hundiéndose en él podía salvarse, si era que en esa lucha no era el mar quien
vencía hasta poseerla definitivamente... Y así fue en realidad...
—¿La risa de la
haitiana no tuvo consecuencias desagradables?
—Creo que sí, por
desgracia. Aquella burla fue una prueba nefasta. Como es de suponer, desde ese
día Linda no soportó junto a ella a la Vudú. La estridencia de aquellas
carcajadas había herido su sensibilidad de tal manera que las oía por todas
partes: en el bramido del mar, en el susurro del viento y en el canto de las
aves marinas. A veces despertaba y con las manos se cubría los oídos para no
oír la risa y un misterioso canto que la angustiaba sin poder definirlo... Yo
mismo, al despertarme para atenderla, creí una noche oír... Usted comprende...
Ya me sentía agotado... Recuerdo que al librarse de la atroz pesadilla me confesó
que ya sentía muy próxima su repulsiva y total metamorfosis... Había soñado que
se veía en el mar ya convertida en sirena y había experimentado lo que es tener
las piernas transformadas en cola... “¡No quiero que eso ocurra!” —me decía—.
“¡No me dejes!”... Y se me echaba al cuello llorando... Al día siguiente, ya
más tranquilizada, me hizo la confidencia más extraña... Con una leve sombra de
picardía y sonrojo me dijo que había visto a un vigoroso tritón de largos rizos
y espesa barba rubia como la mía... Al evocar el sueño se echó a reír alegre...
Parece que el tritón le hizo la corte de manera brutal... La empujó hasta la
playa sin miramiento alguno y allí la poseyó entre bufidos y mordiscos feroces.
“Aún siento sus mordiscos por todo el cuerpo”, dijo.
El funcionario se
abanica molesto y carraspea varias veces. Ecker prosigue:
—No sé por qué le
cuento todo esto... Mejor es relatarle sin dilaciones el pavoroso desenlace...
¿Me permite beber un sorbo de agua?
—Desde luego, doctor.
Paul Ecker bebe.
—Entonces...
—El viento había
cambiado, y el mar, ligeramente picado, era un seguro anuncio de que ya estaban
próximas las lluvias... Parece que la atmósfera, cargada de corrientes
magnéticas, excitó en esas noches a Linda Olsen hasta el punto de enfurecerla a
cada instante. Quería salir a todo trance. “¡Tengo una cita con el mar!”
—gritaba—... Yo estaba ya cansado y llamé a la haitiana para que me ayudara a
cuidarla... Y así andaban las cosas cuando ocurrió la noche del vendaval... La
lluvia se anunció con estruendosa demostración de truenos y relámpagos. Los
silbidos del viento se mezclaban con los trallazos de las olas... Todo hacía
suponer que se acercaba un pavoroso huracán... Yo observaba a Linda Olsen para
ver los efectos que el fragor atmosférico le causaba... Y pude confirmar que mi
diagnóstico no estaba equivocado porque la vi calmarse y hasta pude observar
que había olvidado lo de la rigidez de sus piernas... Al notarla dormida,
consideré que había pasado la crisis, y viendo que la haitiana quería marcharse
me atreví a licenciarla... “No hay peligro —le dije—, puedes irte.” La haitiana
me explicó que su deseo de marcharse era porque la lancha se le estaba
golpeando entre las rocas y deseaba sacarla de entre los arrecifes. Cuando
cerró la puerta, me sentí tan cansado que me estiré en la hamaca y me dispuse a
fumar... No creo que tuve tiempo de encender la pipa, pues me quedé
profundamente dormido...
Me despertó de golpe un
ruido seco. La puerta estaba abierta. La furia clamorosa del huracán rugía, y
el viento hacía volar las cortinas. Pensé de pronto que a lo mejor la haitiana
no la había dejado bien cerrada pero al buscar a Linda, no la hallé.
Inútilmente registré la casa. De súbito pensé, vi, la desgracia. Me lancé hacia
la playa bajo la lluvia. La noche era un infierno de ruidos y de luces.
Me eché a gritar:
—¡Linda Olsen! ¡Linda
Olsen!
Nadie me contestaba...
La vieja había acercado su chalupa a la playa, pero el viento y las olas le
impedían ensacarla… Seguía lloviendo recio y la tormenta ponía en la noche
lóbrega un concierto de aullidos y de truenos... Me subí a los roquedos y a la
luz de un relámpago creí ver a Linda Olsen llevada hacia alta mar por la
corriente. Volví a llamarla haciendo bocina con las manos.
—¡¡¡Linda Olsen!!!
Me pareció escuchar muy
a lo lejos su voz en una especie de alarido angustiado.
Corrí a la playa, me
embarqué en la chalupa y eché a la vieja a un lado.
—¡Ya es inútil! —gruñó.
Empuñé los remos e hice
avanzar la lancha mar afuera. Luchando rudamente con el viento y la furia de
las olas me fui acercando al sitio en que creía divisarla. La luz de los
relámpagos me la hacía ver a ratos flotando en la corriente y a veces la
perdía. Pero ahora me doy cuenta de que acaso no pude verla nunca ni escuché su
alarido desgarrador. Tal vez fue sólo ilusión de mis sentidos. En efecto,
cuando me parecía que iba acercándomele, la veía más distante. Hasta que hubo
un momento en que, agotadas mis fuerzas, perdí el sentido de las cosas. No
recuerdo haber izado la vela ni si fue la corriente la que me hizo estrellar
contra las rocas de la isla próxima. Tampoco hago memoria del momento en que me
puse la boina en la cabeza. Tal vez fue en el instante de salir del bohío. Lo
que no olvido nunca es que, debido al loco pavor de que fui presa o al ruido de
la lluvia, no dejé de escuchar un solo instante el doloroso alarido de Miss
Olsen y un misterioso canto.
“...¿Cómo llegué a la
playa? No lo sé. A lo mejor anduve perdido entre las rocas hasta caer rendido
sobre la arena. Lo cierto es que al volver de mi colapso ya el alba despuntaba
y había amainado la tormenta, pero yo seguía oyendo dentro de mí el eco lejano
de aquel canto mezclado a la honda resonancia del mar como si mi alma entera se
hubiese transformado en un gigantesco caracol...”
ROGELIO SINÁN. (Bernardo
Domínguez Alba, isla de Taboga, 1904 - Cd. de Panamá, 1994). Escritor panameño.
Uno de los principales animadores del grupo Antena, contribuyó a la difusión de
las vanguardias europeas. En su vertiente poética, su obra sufre una evolución
que va desde la inicial poesía pura (Onda, 1929), pasando por el surrealismo
(Incendios, 1944), hasta llegar a la autobiografía intimista (Cuna común, 1963;
Saloma sin sal o mar, 1969). En la narrativa, es autor de relatos breves, en
los que la temática es psicológica y sexual: Todo un conflicto de sangre
(1946), Cuentos (1971), La isla mágica (1979), etc. También ha cultivado la
novela (Plenilunio, 1943) y el teatro infantil (La cucharita Mandinga, 1937;Chiquilanga,1961).
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