LA
ABUELITA
CUENTO
ZAPOTECO
Era una tarde
misteriosa de otoño. La neblina brotaba de los arroyos aledaños, resbalaba
sobre las piedras húmedas, se retorcía alrededor de los árboles, volando sus
formas agresivas.
En una choza apartada, una mujer campesina
se hallaba inclinada sobre el metate, moviendo hábilmente el metlapil para
ablandar la masa de las tortillas. Su hijo, de escasos seis meses, se había
callado al fin y parecía dormir. En un momento en que levantó los ojos pudo
distinguir a través de las rendijas del cerco la figura de una anciana que se
acercaba con pasos rápidos. Se asustó al principio, pero luego se dio cuenta de
que era la abuelita. Cubrió entonces con una servilleta las tortillas que
estaban sobre el comal y salió a recibirla.
─Buenas tardes tenga su señoría─ saludó cortésmente
la supuesta abuelita, mientras en una mirada desplegaba su gran poder mental
sobre la mujer.
El niño estalló en llantos otra vez, como
si se despertara con hambre. La abuelita se aproximó a la cuna de bejucos,
colocada en el rincón opuesto al del brasero, y dijo:
─ ¡Oh mi amor! No llores, precioso.
Lo cargó luego en sus
brazos y comenzó a arrullarlo con ternura.
─Yo me ocuparé del niño; tú prepárame un
atole de elote ─ordenó la anciana.
La mujer cogió un cántaro y fue hasta el
arroyo a traer agua. Como se hallaba retirado, y se entretuvo allí con unos
pececillos, demoró en regresar. Encontró a la abuelita acuclillada junto a la
cuna, haciéndose pequeñita, como si no quisiera molestar. La penumbra era ya
más densa en ese rincón, por lo que pensó que venía la noche. Se puso a pelar
los elotes. Un pájaro chilló entre los árboles vecinos. Llegó luego a los oídos
de la mujer un ruido muy leve.
─ ¿Qué comes abuelita? ─ le preguntó sin
desatender su trabajo.
─Estoy comiendo semillitas ─ respondió la
anciana con voz cascada y humilde.
Cuando
dejó de masticar el silencio adquirió un peso mayor. En cierto instante la
anciana se incorporó con un ligero rumor de ropas, y entonó frente a la cuna un
canto muy antiguo y muy extraño. El canto se fue haciendo cada vez más finito,
como si proviniera ya de un ser del otro mundo. Recién entonces la mujer
reaccionó, comprendiendo lo que sucedía, y se volvió hacia la falsa abuelita,
pero no percibió más que una sombra que
se escurría entre los harapos de la niebla.
Se arrojó desesperada sobre la cuna, más
en lugar del niño encontró al metlapil envuelto en sus pañales. En el suelo,
desparramados, quedaban algunos huesos.
La mujer pidió auxilio, se hundió en la
bruma gritando que la bruja se había comido a su hijo, llorando tropezó contra
las piedras, pero sus lamentos se perdían en esa soledad inmensa de la montaña.
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