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lunes, 13 de febrero de 2012

EL ALIMENTO DE LAS BESTIAS

EL ALIMENTO DE LAS BESTIAS 
Eduardo Andrade Hernández


     Largo había sido el camino que el joven Isaac recorrió a través del bosque persiguiendo aquella luz azulada, que huía despavorida de esa extraña y diminuta criatura.
     Cazador y presa finalmente se detuvieron a la orilla de un cristalino riachuelo, más allá de los frondosos árboles cuyas ramas se mecían con el gélido viento nocturno; el muchacho de 14 años les dio alcance, y oculto tras los arbustos observó con cuidado.
     ¿Qué hacía alguien tan joven y sin compañía en el bosque y a tan altas horas de la noche? Él mismo se lo preguntaba, su obsesión por demostrar la existencia de las hadas y su oportunidad de tener contacto directo con ellas lo habían llevado hasta ese punto.
     Finalmente su deseo era ya una realidad, aquella luz era efectivamente un hada: su estatura abarcaba la distancia entre la muñeca y el codo, llevaba puesto un diminuto vestido de color lila y su larga cabellera era tan azul como el agua, ni que decir que su espalda estaba adornada con alas similares a las de las mariposas, pero transparentes, que le permitían volar libremente.
     Desafortunadamente no estaba sola, no solo conocía a las hadas a través de los libros; también estaban los desagradables duendes, y uno de ellos estaba ahí, acosando a la indefensa damisela.


     Era tal y como se lo imaginaba, con enormes y peludos pies de piel escamosa y una gran nariz cuya punta estaba adornada con una asquerosa verruga, además de vestir malolientes harapos de color marrón. El duende la observaba de forma lasciva, remojándose los labios con su lengua mientras se tronaba los dedos.
     Isaac, quien observaba la escena sin que estos notaran su presencia, se dio cuenta que la hermosa hada respiraba muy agitadamente, incluso por  momentos se tambaleaba; estaba agotada, perdió mucha energía durante la persecución.
     Esta era la oportunidad perfecta de demostrar cuan heroico podía ser, Isaac salió de los matorrales, totalmente dispuesto a defenderla de todo peligro; el duende lo miró detenidamente, pero poca importancia le dio, prefirió acercarse a su presa para llevársela a su guarida.
     Sintiéndose humillado, rápidamente miró a su alrededor, buscando algún objeto que le permitiera vencer a su oponente, y ahí estaba, una gran piedra lo bastante puntiaguda como para ocasionarle un gran daño.
     Isaac recorrió a toda prisa empuñando la piedra, le imprimió tanta fuerza que logró rasgar la mejilla derecha del enano, tras el impacto inmediatamente dejo caer su arma y retrocedió muy asustado; esa mirada siniestra bastaba para quitarle todo el valor al joven.
     -  Elegiste un mal día para hacerme enojar – dijo el duende con voz aguardentosa mientras se limpiaba la sangre negra que brotaba de su herida.
     -  Así que un humano en el bosque, algo inusual y a la vez ventajoso, muchos duendes han corrido el rumor de que la carne humana es el platillo más suculento de todos; te hace más fuerte y resistente, además… incrementa la longevidad y la belleza de las hadas -.
     El muchacho estaba enmudecido, el solo escuchar hablar a tan horrible monstruo helaba su sangre.
     El engendro se llevó las manos a la espalda, desenfundando la más peligrosa de sus armas. Se trataba de un garrote adornado con largas y afiladas agujas, las cuales lucían rojizas por la sangre reseca de sus víctimas.
     -  ¿Ves esto? Con este mazo he matado cientos de mortales aún más jóvenes que tú, es tan delicioso cuando un niño agoniza de dolor antes de perecer, en estas agujas tienden a incrustarse trozos de carne e incluso ojos.
     Isaac a duras penas podía contener sus lágrimas, sin embargo no quería demostrar debilidad ante el hada, quien permanecía ahí, contemplando también asustada el enfrentamiento.
     El duende dio un gran salto, sujetando con ambas manos el peligroso mazo, listo para aniquilarlo de un solo golpe; para Isaac ya era demasiado tarde, se limitó a cerrar los ojos y esperar lo inevitable.
     Sin embargo pasaron los segundos, y su final aún no llegaba, Isaac comenzó a preguntarse por qué tardaba tanto tiempo en recibir el golpe, por lo que lentamente abrió sus párpados… no lo podía creer, el duende estaba justo frente a él, suspendido en el aire tratando de moverse inútilmente.
     Isaac observó al hada y se dio cuenta que era ella quien lo estaba deteniendo con uno de sus hechizos, su mirada lo decía todo, le estaba dando una oportunidad de contraatacar.
     Rápidamente el joven tomó el lacerante mazo que ahora yacía en el suelo, ante la incapacidad de su dueño de sujetarlo, el joven golpeó al duende usando todas sus fuerzas logrando con ello incrustarlo en el duro cráneo de su enemigo.
     Ante el éxito del joven, la hermosa hada rompió el hechizo provocando que su perseguidor cayera al suelo, con el mazo aún atorado a su cabeza, este no dejaba de tambalearse y berrear del dolor.
     No tardó mucho en desplomarse, ya sin señales de vida. Ahora Isaac podía respirar tranquilo, el hada aún estaba ahí, y el hecho de haberle ayudado era una buena señal de que ambos podían ser amigos.
     El muchacho poco a poco se acercó a ella, balbuceando lo que parecía ser un tímido “Hola”.
     El hada en cambio no devolvió el saludo, simplemente se le quedó mirando sin mostrar ningún tipo de expresión; Isaac no sabía que hacer, ni siquiera estaba seguro de que ella entendía su dialecto, aunque si el duende podía hablar, tal vez tendría una oportunidad.
     Inesperadamente comenzó a sonreírle, y no solo eso, comenzó a volar a su alrededor, al mismo tiempo que un extraño polvo brotaba de sus alas. Isaac comenzaba a sentirse mareado, por más que quisiera ya no podía mantenerse  en pie, no le quedaba más remedio que acostarse en el suelo y sucumbir ante el repentino cansancio que invadía su ser.
     Por mucho que el hada se resistiera a la idea de lastimar al chico que salvó su vida, lo cierto es que siendo una de las criaturas más hermosas del mundo sobrenatural, las palabras de su perseguidor habían hecho eco: la carne humana es capaz de incrementar aún más su hermosura y longevidad, por lo que su vanidad resultó ser más fuerte que el amor  y la gratitud hacia el prójimo.
     Isaac fue muy afortunado de permanecer sumergido en ese sueño, porque así no pudo sentir el momento en que su querida hada, tan radiante como la luna, empezó a devorar su carne y entrañas; sin lugar a dudas era el más delicioso festín que jamás haya degustado.


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