Rusalka
Memorias
humanas y sobrehumanas de la revolución de 1917,
Soy ruso. Abandoné mi
país hace cuarenta años, tras desertar del ejército del que hasta hacía poco
era oficial, con el fin de poner a salvo mi vida y eludir mi más que probable
ejecución. No he podido volver. Desconozco el paradero y el estado en que se encuentran
los familiares que dejé. Evidentemente mis padres habrán muerto. Murieron sin
saber de mí. ¡Pobres míos, cuánto habrán sufrido! En cuanto al resto de mi
familia, en vano he intentado hacer averiguaciones. Temo lo peor.
No soy político ni
historiador, pero me veo obligado a relatar desde el punto de vista de un
testigo directo los hechos que desencadenaron una revolución primero y una cruenta
guerra civil después, hechos que fueron determinantes de la situación en que nos
encontrábamos mi compañero y yo, y que nos forzaron a huir a través de la grandeza
de los bosques rusos y de la miseria de los campesinos que encontramos en nuestro
camino, en dirección a una promesa de salvación tras cruzar el Mar Negro con un
destino prácticamente incierto.
Revolución rusa. Imagen de Internet
Recuerdo con
extraordinaria nitidez todo lo sucedido en aquellos días, la nitidez propia de
los recuerdos, muchos de ellos supuestamente olvidados, que acuden a la mente
de un anciano. Sin embargo viví aquellos días como envuelto en un ensueño, en una
bruma que tal vez constituyese una especie de protección que uno mismo confecciona
frente a la atroz realidad que le envuelve. Puedo decir que prácticamente desperté
un día muy lejos de mi patria y de los peligros que me acecharon.
Cuando estalló la
revolución nadie la esperaba, ni siquiera aquellos que posteriormente se
adjudicaron el mérito de haberla protagonizado. Por aquel entonces yo era
oficial del ejército zarista destinado junto con un modesto destacamento en la ciudad
de Belgorod, a unas ochocientas verstas al sur de Moscú. Allí conocí a Iván Ivánovich
Nelidovsky, que era mi inmediato superior. Ambos procedíamos de la provincia de
Krasnodar. Yo de la misma capital y él de Novorosíisk, ciudad costera del Mar
Negro. Iván, de carácter algo arisco y retraído, no gozaba de excesiva
popularidad.
Oí que años atrás
perdió a su prometida en un accidente de caballo y que desde entonces no había
vuelto a ser el mismo. Comprendí su tragedia y mi trato para con él fue, de resultas,
más benévolo. Tal vez por eso llegó a tomarme cariño y llegamos poco a poco a
convertirnos en inseparables.
La marcha del país iba
de mal en peor. A la nefasta política del zarismo se unió la guerra contra
Japón, en la que Iván había luchado antes de ser destinado a Belgorod.
Nosotros, los de las
familias nobles y ricas, no nos dimos cuenta de la situación hasta el último
momento. Éramos por completo ajenos al hambre del pueblo, sobre todo de los campesinos,
abrumadora mayoría. Cierto es que habían dejado de ser siervos de sus señores
hacía tiempo, pero también es verdad que en la práctica eso supuso poco para su
bienestar. Rusia era un gigantesco latifundio feudal, en el que los campesinos
gemían de hambre y opresión. En las ciudades la cosa no funcionaba mejor. Cada
día cerraban más fábricas y miles de obreros iban al paro. Nosotros
desconocíamos la desesperación que debieron de sentir aquellos hombres y
mujeres que un mal día se encontraron con que no tenían nada que llevar a casa.
Pero de todo esto me hice consciente después. Una pacífica manifestación de
familias trabajadoras, encabezada por el pope y enarbolando iconos, se echó a
las calles de Petrogrado (hoy San Petersburgo) para suplicar la mejora de sus
miserables condiciones de vida y el cese de la guerra. Pero los soldados recibieron
orden de responder con fuego a las súplicas de aquellos miles de desgraciados
que jamás habían cuestionado la autoridad del zar. Aquel día sería recordado
por siempre con el expresivo nombre de "domingo sangriento". Desde entonces
se abrió un abismo insalvable entre el poder y el pueblo. Un amago de revolución
fue aplastado con contundencia en 1905.
Revolución de octubre Imagen de Internet
Para colmo de
penalidades, unos años después, en 1914, estalló la Gran Guerra y Rusia entró
de lleno en ella sobreestimando su capacidad. Alemania nos declaró la guerra.
Ellos estaban infinitamente mejor preparados que nosotros: nuestro ejército era
menos potente y disciplinado; nuestras comunicaciones dejaban mucho que desear.
Tras un año de guerra el ejército cosechó derrota tras derrota. Era una
carnicería. La moral de las tropas estaba por los suelos, y las deserciones se
contaban por miles. Los prófugos se constituían en bandas que asaltaban las
isbas de los pobres campesinos y cometían toda clase de infamias contra ellos y
sus familias. Se oía que varios oficiales habían sido muertos por sus propios
soldados, que se negaban a seguir obedeciendo.
El caos llegó a su
punto culminante cuando el zar Nicolás, en contra de la opinión de sus
consejeros, dejó Petrogrado para ponerse al frente de los ejércitos. Si su
política social había sido un desastre, su labor al frente de la tropa fue
devastadora. Desastres en la guerra y desastres en la política, pues los asuntos
de Estado habían quedado en manos de la zarina, neurótica y rabiosa
absolutista, dominada por el "monje siniestro".
Nicolás II, la zarina y zarevich. Imagen de Internet
Pero de muchas de estas
cosas no me enteré sino después. Por aquel entonces las noticias nos llegaban
tarde y distorsionadas. Nunca estábamos seguros de cuándo algo era cierto y
cuándo era rumor. Un día, en 1917, llegó la nueva de que había estallado la revolución.
Los militares, que en un principio fueron el instrumento para reprimir la insurrección,
confraternizaron con el pueblo y las guarniciones se amotinaron. Días después
el zar se vio obligado a abdicar y a abandonar Petrogrado. Se constituyó un gobierno
provisional que no consiguió frenar el caos ni traer paz ni bienestar a los
rusos.
Rasputín. Imagen de Internet
A nuestro destacamento
llegaban noticias y órdenes contradictorias. Se constituyó el soviet de
soldados obedeciendo al gobierno provisional. Soldados rasos y antiguos oficiales
entrábamos a formar parte del soviet y las decisiones se tomaban por mayoría.
La situación era
completamente insólita.
La situación se fue
degradando hasta que en octubre tuvo lugar la segunda revolución. Los
bolcheviques, facción de un partido con el agitador Ulianov, que se hacía
llamar Lenin, a la cabeza, perpetraron un golpe de estado y derrocaron al
gobierno provisional. Bajo las consignas de paz, pan y trabajo se ganaron a
buena parte del pueblo. Su idea inicial, que nunca se llevó a cabo, era otorgar
todo el poder a los soviets de obreros, campesinos y soldados. Pero con
Alemania atacando por un frente, las antiguas naciones aliadas ahora en contra
de los bolcheviques y ejércitos "blancos" luchando aquí y allá por
restablecer el antiguo orden, Lenin y los suyos concentraron todo el poder y se
constituyeron en Comisarios del Pueblo. Se firmó la paz con Alemania, que
algunos consideraron inadmisible, pues hubo que ceder territorios que jamás se
recuperaron. Sin embargo estalló la guerra civil, alentada por los antiguos aliados,
cuyas tropas apoyaban a los generales que querían restablecer el antiguo gobierno,
y llegaron a penetrar en nuestro país para derrocar a los bolcheviques y forzar
así a Rusia a volver a la guerra contra Alemania.
Así las cosas, para
mantener el seguro el gobierno revolucionario, se instauró el terror como
medida oficial. Las promesas iniciales de justicia social se fueron al traste.
Se eliminaron
definitivamente las graduaciones en el
ejército: todos éramos igualmente soldados y todos compartíamos las faenas de
las que antes se ocupaba sólo la soldadesca. ¡Qué desaires hubimos de soportar
por parte de nuestros antiguos subordinados, qué insultos! Se constituyó el
Ejército Rojo y se nos dio orden de integrarnos en él, bajo pena de muerte.
Ésta había sido abolida en un arranque entusiasta, pero esta abolición duró tan
sólo tres meses. Se daba libertad para fusilar sobre el terreno, sin juicio
previo, a ladrones, desertores y traidores. Esta orden fue el detonante de un
terror sin precedentes. Cualquier denuncia o sospecha, fundadas o no, eran más
que suficientes para fusilar de forma indiscriminada. El monstruo de la venganza
que se esconde detrás de toda revolución no había despertado todavía. Pero muertas
definitivamente las buenas intenciones de los Comisarios del Pueblo el monstruo
se reveló con todo su horror y toda su crueldad. Pronto comenzaron las purgas.
Familias nobles hubieron de ver a los bolcheviques arrancarles de sus propias casas
para ser sumariamente ejecutados algunos o todos sus miembros. Miles de seres humanos
fueron eliminados sin miramientos, reos de conspiración. La paranoia colectiva
veía conspiradores por todas partes. Los soldados descargaban su frustración y su
rabia contra sus antiguos oficiales. Se desató el odio contra todo lo que
recordaba al antiguo sistema zarista. Quienes tuvieron suerte fueron fusilados.
Otros fueron cruelmente linchados, como aquellos cincuenta oficiales de la
marina del Mar Negro, que en Sebastopol fueron arrojados a la bahía, en la
impunidad de la noche, con los pies atados a planchas de hierro y piedras. Iván
y yo pertenecíamos a la casta doblemente maldita de los oficiales procedentes de
familias nobles. Asistíamos con desesperación a cada noticia de ejecuciones y purgas,
pues la llegada de nuestro turno era cuestión de tiempo.
Y de esta situación
enloquecedora, en la que el frío mordía nuestras carnes y el hambre nuestros
estómagos, es donde comienza verdaderamente mi increíble historia.
Un día Iván me tomó
aparte sigilosamente y me hizo una confesión.
—Lo tengo todo
preparado —me dijo—. Pasado mañana, si vivimos para verlo, saldremos
furtivamente en la noche. He conseguido ropas de paisano, fusiles, munición...
Nos llevaremos dos caballos y hasta un burro de carga. Partiremos al abrigo de
la noche en dirección al Mar Negro. En Novorosíisk tengo conocidos que nos facilitarán
los medios para cruzar el Mar Negro y alcanzar Turquía, y de allí, Europa.
— ¡Pero es una locura!
— le contesté aterrado.— Es noviembre. Si no nos mata el frío lo harán los
bolcheviques que encontremos en el camino, o los ejércitos blancos que atacan
desde Ucrania, por no hablar de los bandidos sanguinarios que infestan los campos
y los bosques.
— ¡No estoy pidiendo tu
opinión, Nikolai Andrieivich! ¡Es una orden! No voy a dejar que me atrapen aquí
como a una rata, de eso puedes estar seguro. Si he de morir será con el enemigo
de frente y empuñando un fusil. Y tú vendrás conmigo, de grado o a la fuerza.
Ignoro en qué forma
consiguió mapas, brújulas, palas para la nieve, provisiones, munición, tiendas
de campaña... todo lo necesario para nuestro viaje y que fue sustraído, al
parecer, poco a poco y desde hacía algún tiempo. Dado el caos reinante no fue advertido
el robo, cuyo botín fue ocultado cuidadosamente bajo una enorme pila de leña.
El caso es que llegado el día burlamos la guardia ebria de vodka y, con
animales hurtados de las cuadras, abandonamos el acuartelamiento con destino al
Mar Negro.
Toda aquella noche
avanzamos sin parar. Iván lo tenía todo calculado. Lucía una espléndida luna
llena que hacía brillar la nieve y que iluminaba nuestra marcha. Para cuando se
descubriese nuestra falta ya no podrían alcanzarnos. Antes de partir procuramos
averiar seriamente todos los aparatos de radio para que nuestra huida no pudiera
ser comunicada al menos en varios días. Esa misma noche penetramos en territorio
ucraniano. La posibilidad de topar con ejércitos rojos o blancos era muy elevada,
pero nada ocurrió.
Mientras duró la luna
llena avanzábamos de noche y descansábamos de día, por turnos ocultos en el
bosque. ¡Qué largas las horas de vigilia, junto al fuego! Horas de vodka para
poder conservar el calor, pero no tanto como para caer vencidos por el sueño y
el alcohol. Envueltos en pieles, en torno a la hoguera, con la espalda helada, velábamos
atentos al menor ruido, temerosos siempre de que el humo delatase nuestra posición.
Poco a poco comenzamos a avanzar de día y dormir de noche, lo cual hacía más
aterradoras las vigilias, por el frío. Avanzábamos entre veinte y treinta
verstas diarias, según lo abrupto del terreno. Nuestro burro de carga, al que
jocosamente bautizamos como Lenin, se portaba como un héroe procurando casi
siempre seguir el ritmo, y eso a pesar de que nuestro avance era en extremo
penoso, por entre bosques y barrancos.
Muchas veces nos
cruzamos con cabañas de campesinos. Toda la familia huía y el padre nos retaba
adustamente al tomarnos por bandidos. Sin hacer caso pasábamos de largo. Tuve
entonces la ocasión de comprobar la miseria en la que se encontraban tales gentes.
Nunca fui militar de vocación, sino más bien por imposición familiar. Mi alma, sin
embargo, era de poeta. Y como tal tenía en mi mente una imagen idealizada del campesino,
tomada directamente de la literatura romántica alemana y francesa, mezclada con
una especie de repugnancia de clase por el "sucio pueblo ruso". Nunca
caí en la cuenta de que ambas concepciones eran antitéticas. Pero el idealismo
cayó estrepitosamente y el rechazo se trocó en lástima y confraternización al
enfrentarme a la descarnada realidad del campesino ruso.
Iván parecía conocer el
terreno palmo a palmo, pues cruzamos ríos y riachuelos y, a pesar de evitar los
caminos despejados de común tránsito, siempre dábamos con algún puente o vado
que nos permitía salvar el obstáculo.
—Cuando lleguemos a las
cercanías de Rostov —me dijo— buscaremos a Rustam Saltyk, un oficial cosaco
retirado que combatió junto a mí contra los japoneses. Él nos guiará por la
maraña de pantanos, bosques y corrientes en las que se ramifica el Kubán entre
Rostov y Krasnodar. Nadie como él conoce esos parajes, pero hasta entonces puedes
confiar en mí como guía.
Noté que el humor de
Iván iba tornándose más retraído según avanzábamos hacia el sur. No solía decir
apenas palabra. Al cabo me di cuenta de que nos dirigíamos a nuestras comarcas
de origen, y tal cosa debía de traerle malos recuerdos, sin duda.
La caza, que en tiempo
de bonanza fue uno de nuestros deportes, se reveló ahora como medio
imprescindible de supervivencia. ¡Cómo ignorábamos en los buenos tiempos que
nuestro pasatiempo iba a sernos de vital importancia en el futuro! Siempre que
podíamos, y con todas las precauciones, abatíamos alguna pieza grande,
temerosos de delatarnos por los disparos. Pero cuando no se cruzaba en nuestro
punto de mira ningún animal grande habíamos de recurrir a los humildes conejos.
¡Cazar conejos con munición militar! Cuando los abatíamos recogíamos lo que
quedaba de ellos y preparábamos el asado.
Un día topamos con una
patrulla. Nos habíamos perdido y anduvimos en círculo hasta llegar al punto en
el que habíamos perdido la pista, pero entonces descubrimos junto a nuestras
huellas las de otros hombres que nos seguían. Les tendimos una emboscada y
caímos sobre ellos. Rusos abriendo fuego a sangre fría contra rusos, hermanos
contra hermanos. Eran cinco bolcheviques. Los enterramos en la nieve tras despojarlos
de todo lo que nos pudiera ser útil. Si en el momento de escondernos Lenin hubiera
hecho el menor ruido nos habría delatado, pero gracias a Dios y por desgracia para
los cinco hombres no fue así.
En otra ocasión
intercambiamos disparos con bandidos, que trataron de sorprendernos sin
conseguirlo. Iván se había adelantado para explorar, como otras veces, cuando
volvió a mi lado bastante alarmado. Había descubierto una partida de bandidos
que nos esperaban en un paso. Lo peor era que había que atravesar por allí necesariamente.
Dar un rodeo estaba descartado, pues la nieve a esas alturas del año hacía
impracticable cualquier ruta alternativa. Así que no tuvimos más remedio que enfrentarnos
a ellos, pero con la ventaja de saber que estaban allí, esperándonos. Eran al menos
ocho contra nosotros dos. Varias veces trataron de rodearnos y otras tantas rompimos
el cerco. Nuestros estudios de estrategia nos resultaron de un valor incalculable.
Volvimos a ser soldados, siquiera por un día. Abatimos tal vez a cuatro de ellos
y los demás huyeron.
Así seguimos avanzando
sin novedad. Llegamos una tarde a las cercanías de Krasniy Krym, una aldea
cercana a Rostov. Esperamos en los bosques a que se hiciese de noche y entonces
Iván salió en busca de la cabaña del cosaco Rustam Saltyk. Al cabo de una hora
regresaron los dos. Saltyk me abrazó con efusividad, como amigo de su amigo, y
levantamos el campamento para ir furtivamente a la isba del cosaco.
¡No hay palabras para
describir el placer que proporciona pasar la noche a resguardo junto al fuego y
con una familia acogedora, después de quince días de marcha y temperaturas bajo
cero! Sólo lo sabe de cierto el que lo ha experimentado. La rústica aunque
abundante cena nos supo mejor que los manjares más exquisitos que degustáramos
en el pasado en los palacios de nuestras aristocráticas amistades. Tenía doble
valor debido a la escasez reinante. El cosaco hizo gala de toda su
hospitalidad.
Cuando Iván se hubo
retirado a descansar yo me quedé hablando con nuestro anfitrión, y entonces
supe el porqué de todas aquellas atenciones. En la guerra contra Japón Iván le
había salvado de caer bajo la bayoneta enemiga. En el suelo y desarmado
esperaba el golpe fatal cuando acudió Iván en su rescate justo a tiempo. Eso es
algo que un cosaco no olvida, y no dudé de que Rustam Saltyk fuese capaz de dar
hasta la vida por el hombre que le salvó un día.
¿Y qué diré del lecho?
Me pareció que el colchón sobre el que descansé y las mantas que me abrigaron
estaban confeccionados con plumas de ángeles.
Al amanecer nos
dispusimos a partir. Saltyk se despidió de su mujer y encomendó el cuidado de
la casa a su hijo mayor. Una vez preparado todo y después del desayuno, nos
pusimos de nuevo en marcha. Durante un rato en que pude hablar con Iván a solas
de su amistad con el cosaco, escuché su versión.
—Cargamos sobre las
trincheras Japonesas –me contó—. La lucha fue feroz, una carnicería. No se
sabía cómo acabaría todo ni de qué bando se inclinaría la fortuna.
Entonces vi el valor y
el coraje en su esencia más pura. Nunca tuve buen concepto de los cosacos, pero
cuando vi a Saltyk caído y desarmado, con una expresión feroz, retando aún al
enemigo que alzaba la bayoneta para acabar con su vida, mi admiración fue
profunda. De un certero disparo volé la cabeza del soldado japonés, no sólo
para salvar a un aliado, sino porque me pareció en ese momento que sería una
gran lástima que tanto valor se perdiese. Ayudé al cosaco a levantarse y le
proporcioné caballo. En ese momento no me dijo palabra, pero jamás olvidaré su
mirada de agradecimiento.
A partir de entonces
nuestra marcha fue más alegre, para mí al menos. Saltyk y yo charlábamos
animadamente, pero Iván seguía sumergido en su mutismo. Solía adelantarse a
nosotros como buscando soledad. El cosaco me preguntó acerca de su actitud.
—Nunca fue un alegre
parlanchín —me dijo—, pero me pregunto qué es lo que le ocurre.
—No lo tomes a mal —le
expliqué—. Nos dirigimos hacia las tierras de su juventud. Allí perdió a su
prometida en un accidente, cuando se le desbocó el caballo.
Al parecer la amaba
profundamente, y no creo que pasar por allí de nuevo le vaya a traer gratos
recuerdos.
Durante toda la
travesía me preguntaba cómo haríamos para cruzar el río Don, pues sin duda sus
puentes estarían controlados. Desde un otero divisamos su desembocadura, el
punto donde la amplia corriente venía a entregar mansamente sus aguas al mar de
Azov. Pronto se desveló para mí el misterio. Al abrigo de la noche, un amigo de
Saltyk nos cruzó en su balsa. ¡Bendita amistad en un tiempo en que el hombre
era, más que nunca, el lobo para el hombre, citando al filósofo! No hay nada que revele más la nobleza o la
vileza de un ser humano que la calidad de los amigos que posee. Muy a favor
hablan de un hombre las amistades que están dispuestas a jugarse hasta la vida
por él.
No recuerdo cómo vino a
dar la conversación en tales temas, pero disfruté mucho mientras Saltyk me
relataba cuentos y creencias populares. ¡Qué lejos quedaban las intrigas
humanas y la guerra! Entre el imponente paisaje y los relatos del cosaco, me pareció
que la guerra y la revolución eran repugnantes tumores que habían brotado en mi
patria, y que la verdadera Rusia estaba representada en las creencias de sus
gentes y en la majestad de su naturaleza.
—Mi abuelo me contó que
su abuelo vio en el bosque al leshii
—comenzó a relatar Saltyk.
— ¿De verdad?
—Sí señor. Lo vio como
un hombre peludo, de pies a cabeza, con cara de viejo malvado. Antiguamente se
intentaba tener al leshii contento, pues podía volverse muy peligroso.
— ¡Supersticiones de
los ignorantes! —bramó Iván.
Saltyk y yo nos miramos
sin comprender tal reacción por su parte.
—No le hagas caso y
cuéntame más.
—En mi familia se
cuidaba mucho de no ofender al domovoi.
Se dice que es como un hombrecito muy pequeño y peludo. Es el espíritu
protector de la casa y vive en la estufa.
— ¿Y no se quema?
—No, hombre, porque es
un espíritu —dijo el cosaco rizándose su gran mostacho con los dedos—. Mi madre
siempre me prevenía contra los espíritus de los ríos y las charcas. Cada vez
que se construía un molino se sacrificaba un animal y se le echaba al río, pues
el vodyanoi, que vive debajo del
agua, reclama una vida cada vez que se construye un nuevo molino, y
sacrificando un animal los hombres se aseguraban de que el vodyanoi no se
llevara una vida humana. Mi abuela nos recomendaba siempre santiguarnos antes
de entrar en el río, por si el vodyanoi intentaba ahogarnos.
Iván se revolvía en su
montura. Parecía no soportar el oír hablar de las creencias populares. Su
actitud me parecía desproporcionada, pero alguna razón había de tener.
—También se decía
—continuó Saltyk— que las rusalkas
eran los espíritus de muchachas que se habían ahogado antes de contraer
matrimonio. Quedaban atadas al lugar en el que murieron y se decía que atraían
a los mozos con sus cantos para ahogarlos en el río...
Llegado este punto Iván
no pudo más, y nos dijo de manera bastante grosera que dejásemos de hablar de
semejantes tonterías. Dicho esto trotó para adelantarse aún más.
A pesar de todo Saltyk
me contó, en voz baja, varias historias de la bruja Baba Yaga, entre ellas la de Vasilisa y la bruja. Unas ya las conocía y otras no.
Así transcurrió nuestro
viaje. Cada vez nos acercábamos más al delta del río Kubán.
Cruzamos innumerables
riachuelos. No volvimos a hablar de tradiciones ni creencias populares, pero
Iván seguía nervioso. A menudo se giraba en su montura como para oír en la
lejanía.
— ¿No habéis oído algo?
—nos preguntaba a veces.
—No, nada extraño.
Una noche, en torno al
fuego, Iván apenas cenó nada. Estaba muy pálido y nervioso. Se revolvía en su
asiento y miraba frecuentemente hacia la oscuridad.
— ¿Qué te pasa? —le
preguntamos.
Rehusó contestarnos,
pero ante nuestra insistencia, confesó que llevaba todo el día oyendo una voz
que le llamaba por su nombre. Nos costó convencerle de que nosotros no oíamos
tal voz.
—Estás cansado —dijo
Saltyk—, tal vez enfermo. Vete a dormir. Nosotros haremos tu turno de guardia,
¿verdad, Kolya?
—Claro que sí —dije
yo—. Toma una taza de té caliente y vete a descansar. No te preocupes por nada.
Saltyk y yo quedamos
preocupados. Estábamos llegando a la última etapa de nuestro viaje hacia
Novorosíisk, y no era momento oportuno para que ninguno de nosotros cayese
enfermo.
Al día siguiente Iván
se levantó mucho mejor, pero a lo largo del trayecto su humor fue empeorando.
De nuevo miraba receloso alrededor. Nos daba la impresión de que volvía a oír
voces. El día estaba nublado y brumoso. Un pesado silencio imperaba en la región.
No se oía el canto de ningún pájaro, no se movía el aire. Poco a poco fuimos internándonos
en una comarca dominada por los pantanos, que íbamos dejando a nuestra derecha.
Estábamos acercándonos al delta del río Kubán. ¡Qué doloroso me resultó pasar a
hurtadillas tan cerca de mi Krasnodar natal y no poder ir a dar noticias de mi
persona a mi familia, a mis padres y hermanos, y a recibirlas de ellos! Pero
haber hecho tal cosa hubiera significado mi perdición, y lo sabía muy bien.
Sumido en mis tristes
meditaciones no imaginé que ese día iba a ser testigo de algo sobrenatural y
doloroso. Nos habíamos visto obligados a internarnos en zona pantanosa para
avanzar a cubierto. Sin embargo no nos habíamos internado tanto como para que resultase
peligroso. Pues aquellos pantanos, al parecer, eran muy traicioneros y muchas incautos
de las aldeas cercanas habían acabado siendo víctimas de sus aguas estancadas y
sus trampas de arena.
Rusalka. Imagen de Internet.
En ese momento Iván
detuvo bruscamente su cabalgadura. Miró en torno y clavó la mirada en una zona
concreta entre la maleza. Su gesto se tornó desencajado. Saltyk y yo miramos en
esa dirección y vimos que casi oculta por un árbol nos observaba una muchacha
de blancura espectral. Su larga cabellera negra caía mojada sobre sus hombros. Sus
labios y ojos presentaban un tinte amoratado. Cubría su cuerpo una fina gasa, o
mejor dicho una especie de neblina que conformaba algo así como una delgada vestidura.
— ¡Nina! —exclamó Iván
totalmente fuera de sí.
La muchacha dio media
vuelta y desapareció entre la vegetación pantanosa. Iván dirigió su caballo en
aquella dirección gritando como un loco.
— ¡Espérame, Nina! ¡No
te vayas! ¡No me dejes otra vez!
Saltyk le gritó para
advertirle.
— ¡No, Iván! ¡Es una
rusalka! ¡Déjala ir! ¡Será tu perdición!
Pero Iván no atendía a
razones. Picó espuelas hacia donde había desaparecido la muchacha. Internarse
de esa manera en los pantanos era muy peligroso, probablemente mortal. Intenté
detenerle pero era tarde. Saltyk me hizo detenerme, pues temía que yo también
me perdiese detrás de él. Iván desapareció cabalgando entre la vegetación.
Seguimos gritándole que
volviera, pero no nos oyó o no quiso hacernos caso. Al poco sus gritos se
amortiguaron por la distancia hasta que dejamos de oírle. Saltyk se quitó su grueso
gorro de astrakán.
—Recemos una oración
por el alma de Iván y por la de su prometida. Ahora sabemos cómo fue el
accidente en el que murió. Su caballo desbocado probablemente la llevó a morir
al pantano. Dios se apiade de ellos.
Aquellas frases se
clavaron en mi corazón y todavía hoy me conmueven en lo más hondo. Lloré por
Iván, y por mí mismo, pues con lo que acababa de presenciar se derrumbaba parte
del mundo que me era supuestamente conocido. Esperamos allí muchas horas, pero
Iván no regresó. A duras penas conseguí sobreponerme y continuar el viaje.
Llegamos a las afueras de Novorosíisk y Saltyk se encargó de buscar a los conocidos
de Iván para que me facilitasen la huida, mientras yo permanecía oculto. Iván me
había proporcionado un papel con su dirección y una carta de presentación para
ellos en caso de que a él le pasara algo para que al menos yo pudiese huir.
Jamás pensé que la necesitaría.
No voy a alargar el
relato, pues lo esencial ha sido ya contado. Tan sólo decir que la despedida
fue muy emotiva.
— ¿No has pensado en
abandonar Rusia con tu familia? —pregunté a Saltyk.
— ¿Irme yo? Nada de
eso. ¿Un cosaco en una ciudad? Eso es un adefesio. Mi lugar está en mi tierra,
rodeado de los de mi raza. Vete, Kolya, y sé feliz.
No volví a verlo ni a
saber de él. Oí que muchos cosacos de la zona en que él vivía se opusieron a
las fuerzas gubernamentales cuando Stalin colectivizó sus tierras.
Muchos murieron o
fueron deportados a Siberia. Quiero creer que él no terminó así.
Di muchos tumbos hasta
llegar a París, donde pude malvivir con un modesto oficio.
Al final me casé y
formé una familia. Hoy puedo, gracias a Dios, educar a mis nietos en el amor a
la tradición y en el respeto a la dignidad y a las creencias del pueblo, y
sobre todo a nunca, nunca menospreciarlas, pues ¿qué sabemos los
"civilizados", creadores de miseria, guerra y revolución, acerca de
los secretos que guardan en su seno los campos y los bosques, los ríos y los
pantanos, que tan bien conocían los abuelos de nuestros abuelos?
Tomado
del libro. Relatos Inverosímiles
Copyright
2014 Marco Antonio Cupido Naranjo
No hay comentarios:
Publicar un comentario