EL
HOMBRE QUE PLANTABA ÁRBOLES
JEAN
GIONO
Traducción de francés
por Olga S. Ricalde de Koehnen La novela de Jean Giono que fue escrita
alrededor de 1953, es poco conocida en Francia. El texto se pudo recuperar
gracias a que contrariamente a lo que sucede en Francia, la historia ha sido
ampliamente difundida en el mundo entero y ha sido traducida a trece idiomas.
Lo que ha contribuido también a que se hallan hecho numerosas preguntas
alrededor de la personalidad de Eleazar Bouffier y sobre de los bosques de
Vergins. Si bien es cierto que el hombre que plantó los encinos es un simple
producto de la imaginación del autor; es importante aclarar que efectivamente
en ésta región se ha realizado un enorme esfuerzo de reforestación, sobretodo a
partir de 1880. Cien mil hectáreas han sido reforestadas antes de la Primera
Guerra Mundial, utilizando predominantemente pino negro de Austria y malezas de
Europa. Estos bosques son actualmente bellísimos y han efectivamente
transformado el paisaje y el régimen de las aguas de esta región. He aquí el
texto de la carta que Giono escribió al director del Departamento de Aguas y
Bosques, el señor Valderyon, en 1957 haciendo referencia a esta novela.
Querido Señor:
Siento mucho
decepcionarlo, pero Eleazar Bouffier es un personaje inventado. El objetivo de
esta historia es el de hacer amar a los árboles, o con mayor precisión: hacer
amar plantar árboles (lo que después de todo, es una de mis ideas más
preciadas). O, si se considera por el resultado; el objetivo es obtener el
mismo resultado de nuestro personaje imaginario. El texto que usted ha leído en
"Trees and life" ha sido traducido al Danés, Finés, Sueco, Noruego,
Inglés, Alemán, Ruso, Checoslovaco, Húngaro, Español, Italiano, Yddish y
Polaco. Cedo mis derechos gratuitamente a todas las reproducciones. Un americano
me ha buscado recientemente para solicitarme la autorización para hacer un
tiraje de 100 000 ejemplares del texto que van a ser repartidas gratuitamente
en América (algo que tengo bien entendido y aceptado). La Universidad de Zagreb
ha hecho una traducción al Yugoslavo. Este es uno de los textos que he escrito
de los que me siento más orgulloso, porque cumple con la función para la que
fue escrito. Dicho sea de paso, esta historia no me aporta ningún céntimo.
Si a usted le es
posible, me encantaría que pudiéramos reunirnos para hablar precisamente de la
utilización práctica de este texto. Yo considero que es ya el tiempo de que
hagamos una política favorable al árbol, a pesar de que la palabra política
parezca bastante mal adaptada.
Muy cordialmente,
Jean Giono
EL LIBRO
El Hombre que plantaba
árboles Para que el carácter de un ser humano excepcional muestre sus
verdaderas cualidades, es necesario contar con la buena fortuna de poder observar sus acciones a lo largo de los
años. Si sus acciones están desprovistas de todo egoísmo, si la idea que las
dirige es una de generosidad sin ejemplo, si sus acciones son aquellas que
ciertamente no buscan en absoluto ninguna recompensa más que aquella de dejar
sus marcas visibles; sin riesgo de cometer ningún error, estamos entonces frente
a un personaje inolvidable. Hace aproximadamente cuarenta años, yo hacía una
larga travesía a pie, en las regiones altas, absolutamente desconocidas para
los turistas, en la vieja región de los Alpes que penetra hasta La Provenza.
Esta región está delimitada al sureste por el curso medio del Durance, entre
Sisteron y Marabeau; al norte por el curso superior del Drome, después de su
nacimiento, justo al oeste, por las planicies de Comtant Venaissin y al pie de
monte de Mont-Ventoux. Comprende toda la parte norte del Departamento de Bases
- Alpes, el sur del Drome y un pequeño enclave de Vaucluse. En el momento en el
que emprendí este largo viaje, entre los 1200 y 1300 metros de altitud, el
paisaje estaba dominado por desiertos, eran tierras tomadas por la monotonía.
Lo único que podía crecer ahí eran lavandas silvestres. Yo pasaba por esta
región en su parte más ancha cuando después de tres días de camino me encontré
en medio de una desolación sin igual. Acampaba al lado del esqueleto de un
pueblo abandonado. Ya no tenía agua. La que me quedaba del día anterior la
había utilizado durante la vigilia y necesitaba encontrar más. No pude
encontrarla. Las casas, de lo que alguna vez había sido un poblado, estaban
aglomeradas alrededor de unas ruinas apiladas, lo que me hizo pensar que en
algún tiempo ahí debió haber habido una fuente o un pozo. El arreglo de las
cinco o seis casitas de piedra con techos volados y lavados por el viento, y la
pequeña capilla daban la apariencia de un pueblo habitado. Sin embargo,
cualquier resquicio de vida había desaparecido. Era un hermoso día de junio,
pleno de sol, pero en estas tierras sin abrigo, y a estas alturas del cielo, el
viento soplaba con una brutalidad insoportable. La fuerza con la que el viento
golpeaba las carcasas de las casas era tan violenta como el de una bestia
salvaje que es interrumpida durante sus alimentos. Era necesario mover mi
campamento. A cinco horas de marcha, no había encontrado agua, ni ningún otro
indicio que pudiera darme la esperanza de encontrarla. Por todas partes era la
misma aridez, las mismas hierbas leñosas. Me pareció percibir a lo lejos una
pequeña silueta negra, de pie. De primera instancia pensé que se trataba de la
sombra de un tronco solitario. Por casualidad, me dirigí hacia ella. Era un
pastor. Una treintena de corderos yacían sobre la tierra ardiente reposando
cerca de él. Me dió de beber agua de su botella, y un poco más tarde él me
condujo hasta su casita en una ondulación de la meseta. El obtenía su agua
-excelente, por cierto- de un pozo natural muy profundo, en el que él mismo
había instalado un malacate muy rudimentario.
Este hombre hablaba
poco. Esta es una práctica común entre aquellos que viven solos. Sin embargo,
se le percibía como un hombre seguro de sí mismo, confiado en sus convicciones.
Me parecía insólita su presencia en estos lugares tan desprovistos de todo. No
vivía en una cabañita, sino en una verdadera casa de piedra donde saltaba a la
vista claramente que él mismo había restaurado las ruinas con las que se encontró
a su arribo. El techo era sólido y estaba bien fijo. El viento que golpeaba las
tejas del techo producía un ruido similar al del mar cuando golpea en las
playas. Sus muebles y pertenencias estaban en orden, su bajilla estaba lavada,
el piso estaba pulcramente trapeado, su rifle estaba engrasado; su sopa hervía
en el fuego. Fue entonces cuando me di cuenta de que también estaba recién
afeitado, que todos sus botones estaban sólidamente cosidos y que su ropa
estaba cuidadosamente remendada, a tal punto, que los parches eran casi
invisibles. El compartió su sopa conmigo y después de cenar yo le ofrecí tabaco
de mi saquito. Él me comentó que ya no fumaba. Su perro era tan silencioso como
él, era amigable sin llegar a ser ruin. Rápidamente entendí que pasaría la
noche ahí, el poblado más cercano se encontraba todavía a más de un día y medio
de marcha. Más aún, ya había tenido la oportunidad de conocer el raro carácter
de los habitantes de esta región. Que por cierto, no era en absoluto
recomendable. En las laderas de estas montañas, entre los matorrales de encinos
blancos que están en los extremos de los caminos aptos para vehículos, hay
cuatro o cinco poblados dispersos, lejos los unos de los otros. Estos poblados
están habitados por talamontes que hacen carbón con la madera. Son lugares
donde se vive mal; en las garras de la exasperación. Las familias viven unas en
contra de las otras, en un clima hostil, de rudeza excesiva, ya sea en el
verano o en el invierno, viven amagando su egoísmo aún más por la irracional
desmesura en su deseo de escapar de este ambiente. Los hombres llevaban su
carbón al pueblo en sus camiones y, después regresaban. Las más sólidas
cualidades se rompen bajo este perpetuo baño escocés. Las mujeres cocinaban a
fuego lento sus rencores. Había competencia en todo, desde la venta del carbón
hasta las bancas de la iglesia; las virtudes se combaten entre ellas, los
vicios y las virtudes se arrebatan unas a otras haciendo un revoltijo sin
reposo. Hay epidemias de suicidios y numerosos casos de locura casi siempre
fatales. El pastor, que no fumaba, saco un pequeño saco y vació su contenido
sobre la mesa, formando una pila de bellotas. Se puso a examinarlas una por
una, poniendo muchísima atención, separando las buenas de las malas. Yo fumaba
mi pipa y le propuse ayudarle. Él me respondió que esto era asunto suyo. En
efecto, viendo la devoción y cuidado que ponía a su trabajo, decidí no insistir
más. Esa fué toda nuestra conversación durante la noche. Cuando hubo terminado
de separar todas las bellotas que estaban en buen estado, entonces las contó y
las puso en montoncitos de diez. De esta manera iba haciendo una selección más,
eliminando aquellas bellotas que eran muy pequeñas o aquellas que tenían
ligeras grietas. Al terminar, una vez más las examinaba gravemente. Cuando tuvo
enfrente de él cien bellotas perfectas detuvo su tarea, y entonces nos
retiramos a dormir. La compañía de éste hombre me daba paz. Al día siguiente,
le pedí permiso para quedarme todo el día con él. Él lo encontró perfectamente
natural, o con mayor exactitud, él me daba la impresión de que nada podría
distraerlo. Este descanso no me era absolutamente necesario, pero yo estaba
intrigado, quería saber más acerca de este hombre. Antes de salir, sumergió en
una cubeta con agua el pequeño saco donde había puesto las bellotas que habían
sido seleccionadas y contadas previamente con tanto cuidado. Me di cuenta de
que su cayado tenía un triángulo de fierro tan grueso como un dedo pulgar y de
alrededor de un metro cincuenta de largo. Yo me fuí siguiendo una ruta paralela
a la suya. La pastura de sus corderos yacía en el fondo de un pequeño valle. Él
dejó el pequeño rebaño al cuidado del perro y subió hacia la derecha donde yo
me encontraba parado. Me temía que hubiera venido a reprocharme por mi
indiscreción, pero este no fue el caso de ninguna manera. Era su propio camino,
y me invitó a acompañarlo si no tenía nada mejor que hacer. Continuamos unos
doscientos metros más hacia arriba. Cuando llegamos al lugar que él quería,
comenzó a enterrar su triángulo de fierro en la tierra. Este hacía un pequeño
agujero en él que el ponía una de las bellotas, que posteriormente cubriría de
tierra nuevamente. Él estaba plantando árboles de encino. Entonces le pregunte
si la tierra le pertenecía. Él me respondió que no. - ¿Sabe de quién es? Él no
lo sabía. Suponía que se trataba de una tierra comunal, o quizás podría ser que
se tratara de tierras a cuyos propietarios no les interesara. De esta manera,
él plantó cien bellotas con mucho cuidado. Después de los alimentos del medio
día, él comenzó una vez más a seleccionar semillas. Creo que puse demasiada
insistencia en mis preguntas, porque él las respondió una a una. A tres años de
haber comenzado, él continuaba plantando árboles en esta soledad. Él había
plantado ya cien mil. De estos cien mil, veinte mil habían germinado. De estos
veinte mil, él consideraba que todavía se perderían la mitad, por causa de los
roedores o por cualquier otro designio de la Providencia imposible de predecir.
Quedarían entonces diez mil encinos que podrían crecer en este lugar donde
antes no había sobrevivido nada. Fué en este momento en el que comencé a
preguntarme sobre la edad de este hombre. Era evidente que se trataba de un
hombre de más de cincuenta años. Cincuenta y cinco me dijo. Se llamaba Eleazar
Bouffier. Solía tener una granja en las planicies, donde había vivido la mayor
parte de su vida. Había perdido a su único hijo y después a su mujer. Se retiro
a la soledad donde acogió el placer de vivir lentamente con su rebaño de
corderos y su perro. Él había juzgado que este país se estaba muriendo porque
le faltaban árboles. Añadió entonces que no teniendo nada más importante que
hacer había tomado la resolución de poner remedio a este estado de las cosas.
Viviendo yo mismo en ese momento una vida solitaria, y a pesar de mi juventud,
sabía como acercarme con delicadeza a aquellas almas solitarias. Aún así,
cometí un error. Fué precisamente mi juventud la que me forzó a imaginar el
porvenir en mis propios términos, y en cierta medida también un anhelo en la
búsqueda por felicidad. Le comenté que dentro de treinta años estos cien mil
encinos serían majestuosos. Me respondió con tal simpleza, que si Dios le
prestaba vida, en treinta años él habría plantado tantos otros que estos diez
mil serían tan sólo como una gota en el mar. Él había comenzado también a
estudiar la propagación de las hayas. Cerca de su casa había instalado un
pequeño vivero donde crecía los arbolitos. Los sujetos que había protegido de
sus corderos con una pequeña barda, que funcionaba como barrera, estaban
creciendo hermosamente. Él estaba considerando plantar también algunos abedules
que serían muy convenientes para las partes bajas de los valles, donde aclaro
que había en estado latente un poco de humedad que se extendía sobre la
superficie del suelo por algunos metros. Al siguiente día, nos separamos.
Al año siguiente la
guerra del catorce había comenzado. Yo estuve comprometido en ella por cinco
años. Un soldado de infantería apenas y podía pensar en árboles. A decir
verdad, todo este asunto no me había dejado ninguna impresión. En lo personal
la considere como un hobby pueril, como una colección de timbres y la olvide.
Al terminar la guerra me encontré al frente a una pequeña desmovilización y con
un gran deseo de tomar un pequeño respiro de aire puro. Sin ninguna otra
preconcepción más allá de tomar un nuevo aliento. Fue así que retomé el camino
hacia aquellas tierras desérticas. La región no había cambiado. Sin embargo,
más allá de ese poblado abandonado percibí a la distancia una especie de
neblina grisácea que convergía en las alturas de las colinas como una alfombra.
A partir de ese momento no deje de pensar en el pastor que plantaba árboles.
Diez mil encinos, me dije: ocupan un gran espacio verdaderamente. Había visto
morir a mucha gente durante esos cinco años de guerra, pero no me podía
imaginar de ninguna manera la muerte de Eleazar Bouffier, a pesar de que un
hombre de veinte años piense que un hombre de cincuenta es ya tan viejo que no
le resta más que morir. Él no estaba muerto, en efecto, estaba lleno de
vitalidad. Había cambiado la materia de su interés. Ahora sólo tenía cuatro
corderos, pero tenía un centenar de colmenas. Se había desecho de los corderos
porque amenazaban los retoños de los árboles. Él me comentó entonces que la
guerra no lo había distraído en absoluto, como yo mismo me pude dar cuenta, él
continuó con su labor de cultivador de árboles imperturbablemente. Los encinos
de 1910 ahora tenían 10 años y eran más altos que yo y que él mismo. El
espectáculo era impresionante. Yo me quede literalmente privado de la palabra.
Como él, no podía hablar más. Pasamos todo el día en silencio caminando por su
bosque. Estaba divido en tres secciones, el largo total era de once kilómetros,
y en su punto más ancho la sección era de tres kilómetros. Cuando caí en la
cuenta de que todo esto había florecido de las manos y del alma de este único
hombre solo, sin ningún avance técnico en su herramienta, comprendí que los
hombres pueden llegar a ser tan eficaces como Dios en otros dominios además de
el de la destrucción. Él había perseguido su ideal, prueba fehaciente de ello
era que las hayas habían alcanzado mis hombros y se habían extendido tan lejos
como la vista podía alcanzar. Los encinos eran ahora robustos y frondosos,
habían ya pasado la edad en la que estaban a la merced de los roedores y en
cuanto a los designios de la Providencia, si deseaba destruir la obra creada,
se necesitaría de un ciclón. Él me mostró sus admirables parcelas de abedules
que databan de cinco años atrás, es decir de 1915; cuando yo tuve que estar
combatiendo en Verdún. Él los había plantado en las partes bajas del valle,
donde había sospechado, con justa razón, que había humedad justo a flor de
tierra. Eran tan tiernos como jóvenes adolescentes, y muy decididos. La
creación estaba en el aire, por doquiera, se veía como la sucesión estuviera
tomando su propio camino. Él no se preocupaba, se ocupaba. Perseguía
obstinadamente su objetivo. Era tan simple como eso. Al descender por el poblado,
pude ver agua correr en los arroyos que en la memoria de los hombres, habían
estado siempre secos. Era la más extraordinaria reacción en cadena la que este
hombre me había dado la oportunidad de presenciar. Estos arroyos secos que en
tiempos muy antiguos habían llevado agua, habían vuelto a florecer. Algunos de
estos tristes poblados, de los que había comentado al comienzo de mi relato,
estaban construidos sobre edificios de antiguas ciudades galo-romanas, donde
aún quedaban algunos trazos de estas antiguas culturas. Ahí, los arqueólogos
habían encontrado anzuelos de pesca, en lo que en tiempos más recientes habían
sido cisternas para abastecer de un poco de agua a estos secos lugares.
El viento dispersaba
también algunas semillas. Al mismo tiempo que el agua reapareció, reaparecieron
los sauces, las enredaderas, los prados, los jardines, las flores y positivas
razones para vivir. Realmente la transformación había tenido lugar de manera
tan paulatina que había penetrado y se había instalado en la costumbre sin
provocar ningún sobresalto o sorpresa. Los cazadores que subían a la soledad de
las montañas para perseguir liebres o jabalíes habían constatado también la
presencia de pequeños árboles. Sin embargo, atribuían los cambios a los
procesos naturales de la tierra. Esta era la razón por la que nadie había
tocado su obra, porque nadie en absoluto había llegado a estar en contacto con
este hombre. Era insólito. ¿Quién podría imaginar que en estos poblados y
administraciones, que existiera alguien con tal obstinación y poseedor de una
generosidad extrema que llegase al punto de ser sublime? A partir de 1920, no
dejé pasar más de un año sin ir a visitar a Eleazar Bouffier. Jamás lo ví
decaer, ni dudar. A pesar de que sólo Dios sabe los sin sabores que hubo de
superar. Para obtener el éxito en su empresa fué necesario superar muchas
adversidades y luchar contra la desesperación. Baste decir que durante un año
había logrado plantar diez mil arces y todos murieron. Al siguiente año de este
suceso, decidió abandonar los arces y volver a plantar hayas. Estas lograron
crecer sanas y con mayor esplendor que los encinos. Para tener una idea más
precisa del carácter excepcional de nuestro personaje, no hace falta más que
recordar que vivía en una soledad total, sí total, a tal punto que hacía el
final de su vida había perdido la costumbre de hablar. O quizás: ¿Era que ya no
había visto la necesidad de hacerlo? En 1933 recibió la visita de un guardia
forestal atolondrado. Este funcionario le advirtió de no provocar fuegos a la
intemperie, ya que podría a poner en riesgo el bosque "natural". Fue
la primera vez que un hombre le dijera de forma tan pueril que había visto
crecer este bosque por sí solo, de manera espontánea. En este tiempo él estaba
pensando en plantar hayas en un claro a doce kilómetros de su casa. Para evitar
el ir y venir de ese sitio, - ya que para aquel entonces él contaba ya con
setenta y cinco años de edad-, estaba ambicionando construir una pequeña casita
de piedra en el lugar mismo donde se encargaría de plantar los árboles. Esto
fué lo que hizo al año siguiente. En 1935, un verdadero delegado de la
administración vino a examinar "el bosque natural". Había con él un
personaje importante del Ministerio de Aguas y Bosques, un diputado y técnicos.
Se pronunciaron muchas palabras inútiles. Se decidieron hacer algunas cosas y,
afortunadamente, no se hizo nada; excepto por una medida verdaderamente útil:
se puso al bosque bajo la salvaguarda del Estado, y se prohibió que se viniera
a hacer carbón. Era evidente que era imposible no ser subyugado ante la belleza
de estos jóvenes árboles plenos de salud. Este bosque ejercía sus poderes
seductivos incluso en el mismo diputado. Yo tenía un amigo entre los directores
del departamento forestal que estaban en la delegación. Le explique lo que para
él era un misterio. Un día de la siguiente semana, fuimos los dos juntos a
buscar a Eleazar Bouffier. Lo encontramos en pleno trabajo, a veinte kilómetros
del sitio donde se había realizado la inspección anterior. Este capitán
forestal no era mi amigo nada más porque sí. Él conocía el verdadero valor de
la cosas. El sabía permanecer en silencio. Le ofrecí algunos huevos que había
traído conmigo como regalo; dividimos nuestros alimentos en tres y pasamos
algunas horas sin decir ninguna palabra, en la contemplación del paisaje.
La ladera donde
estábamos estaba cubierta por árboles de seis a siete metros de alto. Yo
recordé el aspecto del sitio en 1913: un desierto... El trabajo apacible y
regular, el aire lleno de vitalidad de las alturas, la frugalidad, y sobretodo
la serenidad de su alma le habían dado a este hombre una salud casi solemne.
Era un atleta de Dios. Me preguntaba cuántas hectáreas más él habría todavía de
cubrir con árboles. Antes de partir, mi amigo hizo una simple sugerencia
concerniente a algunas especies de árboles para las que el terreno parecía
especialmente adecuado. Él no insistió más. Por una muy buena razón. Me aclaro
después. Este buen hombre sabe mucho más que yo. A una hora más de camino, -
esta idea se le había fijado en su pensamiento, y entonces agregó: "Él
sabe mucho más que todo el mundo". Él había encontrado un motivo para
sentirse orgulloso y feliz. Fue gracias a este capitán forestal que no
solamente el bosque fue protegido, sino que junto con él la felicidad de este
hombre. Hizo nombrar a tres guardias forestales para la protección de los
territorios. Los ubico de tal manera que permanecieran indiferentes a cualquier
cantidad de vino que los talamontes pudieran ofrecer como soborno. La obra no estuvo
en riesgo grave, salvo en la guerra de 1939; cuando los automóviles comenzaron
a entrar por madera, pues nunca había suficiente. Comenzaron a talar algunos de
los encinos de las parcelas de 1910. Por suerte, estos bosques están tan lejos
de cualquier arroyo o camino que no resultó costeable seguir extrayendo la
madera y la compañía decidió pronto abandonar esta extracción. El pastor no vio
nada. Él estaba a treinta kilómetros del sitio, y continuaba pacíficamente con
su labor, tan imperturbable por la guerra de 39 como lo había estado por la
guerra de 14. Ví por última vez a Eleazar Bouffier en 1945. Tenía entonces
ochenta y siete años. Yo había retomado de nueva cuenta el camino del desierto,
sólo para encontrarme ahora con lo que a pesar de todo había dejado como legado
la guerra en esa región. Había un carro que hacía la ruta entre el Valle del
Durance y la montaña. Yo me apreste a tomar este relativamente rápido medio de
transporte, pues los cambios eran tan grandes que yo no pude reconocer el lugar
de mis últimas visitas. Me pareció también que el trayecto me hacía pasar por
lugares nuevos. Me vi obligado a preguntar el nombre del poblado, para estar
bien seguro que esta era la región que en otros tiempos había visto en ruinas y
desolación. El carro me dejó en Vergons. En 1913, en este pequeño caserío había
diez o doce casas con tres habitantes. Estas gentes eran salvajes, detestándose
los unos a los otros, siempre en eterno conflicto y pillaje. Física y
moralmente, ellos parecían hombres prehistóricos. Eran devorados por el
contorno de las paredes de las casas abandonadas. Su condición era de total
desesperanza. Parecía que sólo estaban esperando a que la muerte los
encontrara. Una condición que claramente no los predisponía a cultivar ninguna
virtud. Todo había cambiado. Incluso el aire mismo. En el lugar de borrascas
secas que en otros tiempos había sido, ahora soplaba suavemente una brisa con
dulce olor. Un sonido que recuerda el del correr del agua que cae de las
alturas. Pasaba lo mismo con el viento que ululaba entre los árboles del
bosque. En fin, lo más asombroso de todo era que se escuchaba el ruido del agua
que circulaba hacía un verdadero pozo. Vi que habían construido una fuente, y
que había abundante agua en ella; lo que me estremeció más es que junto a esta
fuente habían plantado limoneros que tenían por lo menos cuatro años y que ya
habían crecido gruesos. Eran un símbolo de la indisputable resurrección. Más
aún Vergons mostraba ya signos de trabajo, de aquellos que tienen por condición
necesaria la presencia de la esperanza. La esperanza había retornado. Habían
limpiado las ruinas, habían tirado las paredes rotas, y habían reconstruido las
cinco casas. El poblado contaba ahora con veintiocho habitantes que incluía a
cuatro parejas jóvenes. Las casas nuevas, recién remozadas estaban rodeadas por
jardines, hortalizas y verduras entremezcladas con malezas alineadas, había
legumbres y flores, coles y rosales, puerros y albahaca, apios y anémonas. Era
ahora un lugar donde cualquiera estaría encantado de vivir. A partir de este
poblado seguí mi camino a pie. La guerra de la que a penas estábamos saliendo,
no nos permitía más que reincorporarnos pausadamente a la vida. Sin embargo,
Lázaro estaba fuera de su tumba. En los flancos de las montañas ví campos
verdes de cebada y de centeno en hierba. Al fondo podía ver algunas praderas
que reverdecían. Nos separan ahora ocho años desde que vi a toda esta región
florecer con una suave ligereza que resplandecía de verdor. Los despojos de las
ruinas que había visto en 1913, ahora mantenían granjas prósperas, que
proporcionaban una vida feliz y confortable. Los viejos manantiales eran
alimentados por agua de lluvia y nieve que ahora podía ser alojada y retenida
por los bosques; el agua volvía a correr recuperando su ciclo natural. Parte
del agua se había acanalado. Bordeando a cada granja había arboledas de pinos y
arces, los manantiales de agua estaban bordeados por carpetas de mentas
frescas. Los poblados estaban siendo reconstruidos poco a poco. Una población
venida de las planicies donde la tierra era muy cara llegaron a establecerse,
trayendo con ellos juventud, movimiento y espíritu de aventura. Ahora se
encuentran por los caminos hombres y mujeres bien nutridos, jóvenes y muchachas
que saben reír, y que han retomado el gusto por las fiestas de la campiña. Si
reencontramos a la antigua población, ahora veremos que es irreconocible por su
dulzura y plenitud por la vida. Contando a los nuevos llegados, tenemos a más
de diez mil personas que le deben su felicidad a Eleazar Bouffier. Cuando
reflexiono que un solo hombre confiado en sus simples recursos físicos y
morales fué suficiente para hacer surgir de un desierto esta tierra de Cannan,
me doy cuenta que a pesar de todo, la condición humana es admirable. Pero,
cuando hago un recuento de lo que puede crear, la constancia, la generosidad y
la grandeza de un alma resuelta a lograr su objetivo, soy presa de un inmenso
respeto por aquel viejo campesino sin cultura que a su manera supo como
materializar una obra digna de Dios. Eleazar Bouffier murió apaciblemente en
1947 en el asilo de Banon.
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