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martes, 10 de enero de 2017

POR EL HONOR DE UNA MUJER José Joaquín Rincón Cháves

POR EL HONOR DE UNA MUJER
JOSÉ JOAQUÍN RINCÓN CHÁVES

Imagen de Internet

Los jóvenes se amaban en secreto y se citaban en lugares inesperados de aquel pueblo ribereño. Sucedía lo de siempre. Ella de noble cuna, criada en una esas falsas familias aristocráticas que suelen formarse en pequeños villorrios, él, plebeyo, hijo de pescadores, llegado por accidente a la música. Pianista de oído, oficio aprendido en la iglesia al lado del cura cómplice de esos amores furtivos.


     Cada fin de semana, el mozo regresaba de la gran ciudad a renovar sus votos de fidelidad a la mujer que impaciente preguntaba por los hechos de esos seis días de no verse, de no hablar, de no tocarse. Él, trabajaba en una emisora de escasa popularidad, pasando discos de música ranchera y las cuñas de los clientes que lograba conquistar para sus programas. La verdad, no gozaba de una voz meliflua o misteriosa que atrajera a la invisible audiencia. Se defendía con algunos versos hechos pensando en la amada y de esa manera, cautivaba un poco a las oyentes lejanas.


     En las noches, en la pensión, retomando el hilo de sus poemas, trataba de llenarlos de notas musicales y así con una paciencia invencible, empezaron a surgir melodías que algún día en su piano de fantasía, le darían fama y fortuna. Entonces, no habría un no, ni oposición alguna al romance escondido.


     Las mañanas, le sorprendían con un desorden de papeles sobre el catre viejo y en ellos, las canciones que en la noche solitaria, había escrito. De regreso a la radio, en un corredor de la emisora y sobre un piano de cuerdas oxidadas, iba montando las notas surgidas de la noche febril, nacidas de esa pasión en soledad por la mujer ausente. Luego, al diario trajinar de micrófono y tornamesas. Y así, cada semana en la misma rutina a la espera del sábado para el regreso al pueblo.


     La impaciencia de los amantes y la separación obligada les fue conduciendo a poner fin a las torturas de aquellas caricias y de esos besos profundos. De aguantarse las ganas. De la incomprensión de la familia acomodada de la novia esquiva, a llegar más allá de los mutuos deseos. Habría que encontrar una salida a esa engorrosa y perpetua costumbre de esconder lo evidente.

Imagen de Internet

     Hablaron con el cura para el casorio secreto. Sería en la misa del domingo, la de la madrugada, esa, la de bien temprano, a la que solo cuatro gatos, asistían religiosamente. Sin mayores testigos, bajo el sigilo de la noche que termina. Todo arreglado, hasta el alquiler de un viejo jeep para la fuga posterior a la boda. Un traje de novia robado a la abuela y las flores hurtadas del antejardín de la mejor casa de la plaza del pueblo.


     Sin saberse cómo, a los cinco hermanos de la novia, fortachones todos, como esos rufianes de villorrio de río, les llegó la noticia de los planes funestos para ellos. Jamás, dijeron, jamás permitirían semejante atropello. Un pobretón sin fortuna, casado con la hermana bella. El padre, enterado, rugió ante el plan develado. También bramó jamás y urdieron la estrategia para evitar la deshonra del clan más jailoso del pueblo.


     Dejarían que las cosas fluyeran como si nada ocurriera. Cuando la novia estuviera lista y convencida de que nada detendría su escapada de la casa paterna, la encerrarían con tres candados en la puerta. Luego, irían por el galán que ansioso esperaba en la iglesia, lo sacarían en andas del recinto sagrado para arrojarlo en la carretera y que así no volviera.


     Maquiavélica trama. Algo así como un maléfico drama contra una hermosa dama. El libreto, se inició muy temprano, apenas si el sol despuntaba. De nada valieron los gritos de la niña y cual vulgar prisionera, fue encerrada en su recamara con su vestido de amarillento tul sobre la cama. Los seis hombres de la casa, marcharon rumbo a Iglesia de la Virgen de Chiquinquirá para aleccionar al atrevido y vulgar novio, quien reclinado e ignorante de todo, a la amada esperaba.


     Con una alharaca inusitada, los machos iban por las calles gritando improperios contra José María. La gente, aún somnolienta, se iba integrando al curioso cortejo y marcharon detrás de aquellos furiosos ganapanes, rumbo a la plaza principal. En la iglesia, el novio, reclinado ante el altar, vio entrar a la turba y delante de ella, al presunto suegro y cuñados.


     Sin mediar palabra y sin nada explicar le sacaron en vilo del templo y en mitad de la plaza de manera repentina, José María empezó a gritar:


     “Y no me caso, y no me caso, nunca me casaré…”


     De inmediato, la multitud maliciosa se dijo para sus adentros:


     “Juepa je….si el muchacho ya probó la torta y ahora no se quiere comprometer”.


     De igual forma, el padre y los cuñados, comprendieron que con la gritería del novio, el honor de la familia estaba en juego. Delicadamente depositaron al muchacho en la entrada de la parroquia, le limpiaron el vestido y todos a una dijeron:


     “Ya vamos por la nena, para que se casen en santa paz”.




Bogotá D.C.  Septiembre 29 de 2016


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