POR
EL HONOR DE UNA MUJER
JOSÉ
JOAQUÍN RINCÓN CHÁVES
Imagen de Internet
Los jóvenes se amaban en secreto y se citaban en lugares inesperados de aquel pueblo ribereño. Sucedía lo de siempre. Ella de noble cuna, criada en una esas falsas familias aristocráticas que suelen formarse en pequeños villorrios, él, plebeyo, hijo de pescadores, llegado por accidente a la música. Pianista de oído, oficio aprendido en la iglesia al lado del cura cómplice de esos amores furtivos.
Cada fin de semana, el
mozo regresaba de la gran ciudad a renovar sus votos de fidelidad a la mujer
que impaciente preguntaba por los hechos de esos seis días de no verse, de no
hablar, de no tocarse. Él, trabajaba en una emisora de escasa popularidad,
pasando discos de música ranchera y las cuñas de los clientes que lograba
conquistar para sus programas. La verdad, no gozaba de una voz meliflua o
misteriosa que atrajera a la invisible audiencia. Se defendía con algunos
versos hechos pensando en la amada y de esa manera, cautivaba un poco a las
oyentes lejanas.
En las noches, en la
pensión, retomando el hilo de sus poemas, trataba de llenarlos de notas
musicales y así con una paciencia invencible, empezaron a surgir melodías que
algún día en su piano de fantasía, le darían fama y fortuna. Entonces, no
habría un no, ni oposición alguna al romance escondido.
Las mañanas, le
sorprendían con un desorden de papeles sobre el catre viejo y en ellos, las
canciones que en la noche solitaria, había escrito. De regreso a la radio, en
un corredor de la emisora y sobre un piano de cuerdas oxidadas, iba montando
las notas surgidas de la noche febril, nacidas de esa pasión en soledad por la
mujer ausente. Luego, al diario trajinar de micrófono y tornamesas. Y así, cada
semana en la misma rutina a la espera del sábado para el regreso al pueblo.
La impaciencia de los
amantes y la separación obligada les fue conduciendo a poner fin a las torturas
de aquellas caricias y de esos besos profundos. De aguantarse las ganas. De la
incomprensión de la familia acomodada de la novia esquiva, a llegar más allá de
los mutuos deseos. Habría que encontrar una salida a esa engorrosa y perpetua
costumbre de esconder lo evidente.
Hablaron con el cura
para el casorio secreto. Sería en la misa del domingo, la de la madrugada, esa,
la de bien temprano, a la que solo cuatro gatos, asistían religiosamente. Sin mayores
testigos, bajo el sigilo de la noche que termina. Todo arreglado, hasta el
alquiler de un viejo jeep para la fuga posterior a la boda. Un traje de novia
robado a la abuela y las flores hurtadas del antejardín de la mejor casa de la
plaza del pueblo.
Sin saberse cómo, a los
cinco hermanos de la novia, fortachones todos, como esos rufianes de villorrio
de río, les llegó la noticia de los planes funestos para ellos. Jamás, dijeron,
jamás permitirían semejante atropello. Un pobretón sin fortuna, casado con la
hermana bella. El padre, enterado, rugió ante el plan develado. También bramó
jamás y urdieron la estrategia para evitar la deshonra del clan más jailoso del
pueblo.
Dejarían que las cosas
fluyeran como si nada ocurriera. Cuando la novia estuviera lista y convencida
de que nada detendría su escapada de la casa paterna, la encerrarían con tres
candados en la puerta. Luego, irían por el galán que ansioso esperaba en la
iglesia, lo sacarían en andas del recinto sagrado para arrojarlo en la
carretera y que así no volviera.
Maquiavélica trama.
Algo así como un maléfico drama contra una hermosa dama. El libreto, se inició
muy temprano, apenas si el sol despuntaba. De nada valieron los gritos de la
niña y cual vulgar prisionera, fue encerrada en su recamara con su vestido de
amarillento tul sobre la cama. Los seis hombres de la casa, marcharon rumbo a
Iglesia de la Virgen de Chiquinquirá para aleccionar al atrevido y vulgar
novio, quien reclinado e ignorante de todo, a la amada esperaba.
Con una alharaca inusitada,
los machos iban por las calles gritando improperios contra José María. La
gente, aún somnolienta, se iba integrando al curioso cortejo y marcharon detrás
de aquellos furiosos ganapanes, rumbo a la plaza principal. En la iglesia, el
novio, reclinado ante el altar, vio entrar a la turba y delante de ella, al
presunto suegro y cuñados.
Sin mediar palabra y
sin nada explicar le sacaron en vilo del templo y en mitad de la plaza de
manera repentina, José María empezó a gritar:
“Y no me caso, y no me
caso, nunca me casaré…”
De inmediato, la
multitud maliciosa se dijo para sus adentros:
“Juepa je….si el
muchacho ya probó la torta y ahora no se quiere comprometer”.
De igual forma, el
padre y los cuñados, comprendieron que con la gritería del novio, el honor de
la familia estaba en juego. Delicadamente depositaron al muchacho en la entrada
de la parroquia, le limpiaron el vestido y todos a una dijeron:
“Ya vamos por la nena,
para que se casen en santa paz”.
Bogotá D.C. Septiembre 29 de 2016
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