ES
QUE SOMOS MUY POBRES
Juan
Rulfo
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha
acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el
día de su santo se la había llevado el río. El río comenzó a crecer hace tres
noches, a eso de la madrugada.
Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el
estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar enseguida y pegar
el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se
estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque
reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta
traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena
de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que
el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una
quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río
ya había perdido sus orillas.
Iba subiendo poco a poco por la calle
real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la
Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en
grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era
ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a
esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el
recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo
que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún
tamarindo.
Era el único que había en el pueblo, y por
eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más
grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho.
Allí fue donde supimos que el río se había
llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá
se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra
colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría
a La Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que
ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro
es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás.
A mí muchas veces me tocó despertarla
cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se
hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando,
como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se
durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le
golpeaba las costillas.
Tal vez entonces se asustó y trató de
regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella
agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le
ayudaran.
Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él, estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro
está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo.
Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo
que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin
nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina,
desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella
tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras
dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a
perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde
chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con
hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y
entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la
noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces,
cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el
suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos.
Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más
y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para
dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi
papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos
hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo
que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda
casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a
estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se
hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca
tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el
becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de
su madre.
Porque si así fue, mi hermana Tacha está
tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha
castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su
abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor
de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie.
Todos fueron por el estilo. Quién sabe de
dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se
acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal
o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se
acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a
las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene
remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote
crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los
de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la
atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a
cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que
acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no
volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido
color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su
cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de
ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero
ella no entiende.
Llora con más ganas. De su boca sale un
ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar
y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a
podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de
ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a
hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
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