EL
ROBO
Todo está silencioso.
Todo duerme. Hasta la luna alumbra semioculta entre las nubes. Los caminos
blancos se recortan sobre el oscuro cuadro del pueblo sumergido en la noche. De
unas que otras ventanas y rendijas se escapan tenues destellos del fuego de
candiles y braceros hogareños, únicos testimonios de vida en el pueblo dormido.
Por uno de los senderos
polvorientos camina un hombre. Su paso es cansado y su sombra se proyecta
fantasmal sobre la tierra seca y blancuzca. Los perros callan, no le ladran
porque el silencio les robó el ladrido.
El hombre se acerca a la
primera casa, a la ventana por donde escapa la luz y de pronto se retira
dejando solamente oscuridad. Se dirige a otra casa, a otra y a otra. Así, al
paso del extraño caminante, todas las rendijas puertas y ventanas se hacen
cómplices de las tinieblas…
Ya el visitante camina
por la última callejuela, apresura su andar y se pierde en la lobreguez de la
barranca…
Al amanecer, las veredas
se pueblan de escuálidas figuras envueltas en jirones de rebozos. Como tristes
y adoloridos fantasmas, las mujeres se reúnen a deliberar en la plaza barrida
por el viento inclemente. Murmuran, buscan un consejo…
Pero ¿Quién pudiera
aconsejarlas? Sus hombres se fueron hace tiempo a buscar la fertilidad de otras
tierras…Los ancianos han muerto…Dios no está; el templo fue cerrado hace años,
cuando asesinaron al cura…
Se sienten solas,
despojadas, más míseras que nunca…Porque el fuego del hogar, el de candiles y
braceros, su última pertenencia, les fue robado la noche anterior por un
desconocido, que manchó la blancura de los caminos polvorientos con su
siniestra sombra.
© SHG
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