“LA
POZA”
Y EL "KÁISER"
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado
Por ratos el tío Toño
paraba su marcha y volteaba la cabeza atrás para ver si su anciana madre lo
venía siguiendo en el trayecto de unos 2 km hacia el terreno situado a la
mera entrada a Catemaco y que era conocido como “La Poza”. Él, portando el machete en la cintura y costalillas de
yute, siempre se acompañaba de su fiel perro negro pastor alemán “Káiser”.
A un costado de la entrada del terreno se
encontraba un altarcito con una cruz de mediano tamaño, conocida como "La Cruz del Perdón", la cual había traído su
difunto padre desde las Islas Canarias. Cada vez que mi tío era acompañado por
mi abuelita “Vita”, ella se quedaba un rato rezando en el altarcito para
después ayudar al hijo a recoger y meter en las costalillas las semillas de
café o las variadas frutas cultivadas por la familia. Más de la mitad del
terreno estaba a nivel de la carretera y había árboles de maderas preciosas
como robles y cedros, y frutales como naranjos, limoneros, aguacates, zapotes
mamey y domingo, nanches, jinicuiles, chagalapolis, ciruela, tamarindos, etc., además, era común observar ardillas, iguanas, garrobos, culebras, y diferentes
variedades de aves, entre ellas tucanes sobre los árboles de guarumbo. Se
disfrutaba del sonido emitido por los animales, así como del provocado por
alguna fruta al caer sobre el suelo de hojarasca. Y obvio, los ladridos de “Káiser” y uno que otro regaño o
llamada de precaución de mi abuelita a
su hijo.
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Al terminar la planicie del terreno, a
través de una pendiente se llegaba a una gran hondonada en la que se encontraba
una bellísima lagunita o poza, formada por un brazo del río Grande o Catemaco,
de agua fresca y cristalina, donde se podía pescar topotes, mojarras y anguilas de
agua dulce, había además, un par de nutrias, y era un deleite verlas jugando. Sobre
sus orillas otorgaban una gran sombra y suave brisa los sabinos o ahuehuetes y árboles de
apompo en cuya base y raíces sumergidas, encontrábamos ategogolos. Ocasionalmente
amarrado a un árbol había una lancha de remos. Debo aclarar, que en tiempo de
lluvias era muy peligroso acercarse a la orilla pues se ponía pantanoso, en una
ocasión, a mis 10 años de edad, me hundí en el lodo casi hasta los hombros, afortunadamente
un amigo mayor que yo me salvó jalándome con la rama de un árbol. En sí, era
todo un paraíso y mi familia paterna Rodríguez Mortera era la dueña de él.
Terminada la visita y la recolección de
frutas o de semillas de café, mi tío cargaba una costalilla y dejaba otra escondida
para volver pronto por ella. Al regreso
ya venían más juntos y platicando madre e hijo, acompañados por “Káiser” quien feliz por verlos unidos se metía a caminar en medio de ambos. Llegando a casa mi abuelita se iba a la cocina a preparar algo de
comer o le encargaba a Galdina, su cocinera, que lo hiciera. En tanto, mi tío,
tomaba un periódico o una revista y se sentaba a leer en el “poyo” del corredor
de la casa, en donde además miraba pasar a la gente y se saludaba con alguna
que otra persona. “Káiser" dormitaba echado a sus pies.
Mi abuelita "Vita"
Mi tío, frisaba los 50 años de edad, era
alto, robusto, de tez blanca y ojos cafés claros, siempre se mantuvo soltero, y
fue el eterno compañero de mi abuela, ella tenía arriba de 70 años de edad, era
una mujer de mediana estatura, de tez morena clara y ojos color café. Ella fue
hija de don Francisco Mortera Sinta, último cacique porfiriano de Catemaco y había
enviudado del terrateniente español Antonio Mariano Rodríguez González. Siempre
muy activa, una excelente ama de casa, muy cariñosa con sus hijos y nietos. Ahora, el “Káiser” fue regalado a mi tío desde
cachorrito, y ya tenía cerca de 10 años viviendo al lado de ellos dos.
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Era admirable ver la nobleza del “Káiser”
con mi tío, no lo dejaba sólo ni a sol ni a sombra, era su ángel guardián. Únicamente
en las noches, se le separaba para dormir en la terraza que daba al patio de la
casa. En la calle, así como mi tío
volteaba para ver si lo seguía mi abuela, el fiel perro volteaba a ver a su dueño. Para mi tío era innecesario hablarle, entendía con los gestos y
movimientos de él. Solamente se dejaba acariciar por el amo y por mí abuela.
Unos cinco años después, mi tío empezó a
sentirse mal y se pasó cerca de 3 días sin pararse de su cama, hasta que al 4º.
día, quedó completamente inerte en ella. Lo que parecía un cansancio general
terminó, a decir del médico, en un infarto cardíaco. Mi abuela y el perro se quedaban solos. Al día siguiente,
durante la marcha al sepelio, se escuchaban voces de condolencias, de recuerdos
sobre el difunto, el llanto de la gente que lo quiso, palmadas sobre las
espaldas de los familiares, y en la cara de mi abuela por primera vez en mi vida
vi surcar las lágrimas desde sus ojos. Toda su fortaleza, se desvanecía ante la
pérdida del único hijo que nunca, nunca dejo de estar con ella.
En completo silencio, y con la cabeza baja
como en señal de duelo “Káiser” acompañaba al cortejo detrás del féretro.
Al bajar el ataúd al hoyo, “Káiser” lanzó
un fuerte y lastimoso aullido, mi abuela no pudo más y caminó hacia él y lo
abrazó, los llantos de ella y los gemidos de “Káiser” apenas eran apagados por
el sepulcral ruido de los palazos de tierra que caían uno tras otro sobre la
humanidad del ser más querido por ellos dos.
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Se quebró el cuerpo y el alma de ambos. “Káiser”
dejó de comer y seguido se desaparecía de la casa, mi abuela sabía a dónde iba,
sacó su viejo rosario y empezó a rezar por su hijo y por él.
PARIENTE....QUE FLUIDA Y POETICA NARRATIVA...ME FASCINO....TOCAS LOS SENTIMIENTOS CON IMAGENES TRANSPARENTES...FELICITACIONES...
ResponderEliminarGracias primo, viniendo de ti, gran escritor y poeta, es un verdadero cumplido. Un fraterno abrazo.
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