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martes, 15 de abril de 2014

EL REGRESO A AMSTERDAM Ulises Carrión

EL REGRESO A AMSTERDAM
ULISES CARRIÓN
Para Angelines, a propósito de un viaje.


Todavía hoy, a los 24 años, soy el niño consentido de mí mismo: me lo perdono todo, todo me lo celebro. Pero ahora no me avergüenza confesarlo porque también es verdad que mí cariño se ha vuelto más severo, y cuando me perdono es con una mirada dura y resignada, y me celebro sólo con una sonrisa íntima, cada vez más cerrada, a punto de desaparecer; no tengo ya esos estallidos de alegría de hace algunos años, cuando admiraba mi amor por mis amigos, y quería mi inteligencia, y me veía una luz en la frente, en cada naciente arruga, en el espejo.
     Tomás tuvo mucho que ver en esto, supongo ahora, sobre todo lo que sucedió entre nosotros el invierno pasado (fuimos a Europa), y especialmente la semana que estuvimos en Amsterdam. Yo, en cambio, no tuve que ver nada con lo suyo, que quede claro, y no aceptaría de ninguna manera ser responsable, ni en una proporción mínima, de sus actos y de las consecuencias de sus actos. A cada quien lo suyo: tampoco debo exagerar la importancia de Tomás en mi vida, o mejor dicho en la concepción de mi vida, que es bien distinto. Tomás fue sólo un pretexto que utilicé para convencerme de algunas cosas hasta entonces bastante oscuras, y espero que nadie juzgará cínica esta actitud mía, que no lo es, porque además de que nosotros dos siempre estuvimos de acuerdo en que la gente se utiliza y en que no había de lamentarlo, yo no hice frente a Tomás sino verlo, nada más verlo, y a esto me referí antes cuando dije “un pretexto que utilicé”.
     Pero hablo ya del final cuando apenas empiezo, mala costumbre provocada por el afán de entender las cosas y de sacar una conclusión de ellas desde fuera, cerrado ya el círculo, a pesar de que la única verdad es la que se forma uniendo la primera palabra a la que sigue y así hasta la última, y a ésta no podemos llegar sino, únicamente, a través de las anteriores. Fórmula: tómese una palabra, únansele otras según lo dicten la asociación mental, el hábito, la armonía sonora, la intuición, la malicia, y se llegará a una verdad tan válida como cualquier otra.
     Es lo que pretendo.

2

Mientras tocaba el timbre, Tomás se volvió a mí para decir:
     ─ahora vas a conocer a “la rosa inglesa”, frase que había repetido mil veces en el tren que nos llevó de París a Amsterdam, y que por eso mismo ya no despertaba en mí ninguna excitación, e incluso me temía que la famosa amiga de Tomás nos aguaría el viaje, porque las inglesas me parecieron siempre insoportables; pero por otro lado sabía que Juliette tenía coche, y en vista de que esto nos facilitaría las cosas fingí participar de la emoción de Tomás.
     Juliette nos recibió con muestras de alegría muy moderadas, y a mí especialmente, apenas si pareció notarme. Mientras fue a la cocina a preparar el té, Tomás se ocupó en reconocer los objetos del departamento, y yo me puse a hojear las revistas sobre la mesita al lado del sofá.
     ─ ¿Qué te parece?  ─me preguntó al cabo de un momento.
    Fingí no entender su pregunta:
     ─ ¿El departamento?
      ─La rosa inglesa, idiota  ─ dijo, impaciente, como si necesitara saber mi opinión antes de que ella regresara.
      ─Ps… ─me encogí de hombros. Trataba de no darle mucha importancia, pero tuve que reconocer─: Sí, es muy bonita, tenías razón.
     Tomás frunció el entrecejo y luego, sin contestar, siguió fisgoneando entre los papales del escritorio y las figuritas de cerámica que se amontonaban desordenadamente sobre las repisas. Pero después de un momento lo oí decir:
     ─Es la muchacha más hermosa, la única muchacha realmente hermosa que conozco.
     Iba a interrumpirlo, cuando Juliette entró con una charola entre las manos. Tomás corrió a colocarse detrás de ella, le puso sus manos en la cintura y la levantó en el aire, todo en un solo movimiento rapidísimo, a tiempo que decía:
      ─Estaba recordando ahora que…
     Juliette hubiera dado un grito, incluso abrió la boca para iniciarlo, cuando la charola se le escapó de las manos, fue a dar al suelo, y entonces, en lugar de cambiar su asombro en enojo como yo esperaba, o por lo menos en desagrado, hizo un gesto de aceptación y empezó a componerse el pelo, que se le había revuelto, mientras Tomás estaba ya a sus pies tratando estúpidamente de unir los pedazos de charola como si fuera un rompecabezas.
     ─Lo siento infinito ─decía─. El trabajo que te habrá costado hacerla. Porque la hiciste tú, ¿no es cierto? Es muy bonita. Digo, era. ¿No hay modo de componerla? ─Levantó los ojos con una mirada esperanzada─: ¿O es de alguno de tus amigos del taller de cerámica?
     Juliette se inclinó a ayudarlo, yo no me moví; dijo:
     ─ No, la hice yo. Pero no importa No, la hice yo. Pero no importa, tengo varias de la misma serie. Y mira ─ entonces sonrió─: las tazas no se rompieron, están intactas. Voy por más té.
     Y salió.
     ─Nunca te había visto así─ le dije a Tomás─. Se supone que la quisiste un verano, hace dos años; ahora no es más que una amiga.
     ─Ni siquiera eso ─dijo él─, pero mucho más. Tal vez no fue sólo ella, sino la ciudad, el país, Europa entera. ¿Cómo entender  entonces que cuando la dejé supe que algo había pasado realmente en mi vida? Desde entonces.
     Lo interrumpí:
     ─Desde entonces eres un hombre “con pasado” ─y empecé a reír intensamente, es verdad, exagerando un poco, porque en mi opinión Tomás exageraba también siempre que se ponía serio, y en esos momentos yo prefería su estado de ánimo normal, burlón, o cínico, o ambas cosas a la vez.
     ─Se dice fácil ─insistió─. Pero qué difícil es encontrar algo con qué construir nuestra memoria.
     ─Claro, claro ─dije yo, encogiéndome de hombros como si hubiéramos dicho lo mismo muchas veces antes.
     Luego permanecimos en silencio hasta que Juliette regresó. Su belleza era perfecta, volví a notarlo, y su voz también muy hermosa, y sus movimientos eran lentos y cálidos. Oímos un disco de Ella Fitzgerald que ya estaba sobre el fonógrafo, mientras tomábamos té y platicábamos. La conversación sobre el clima y el alquiler tan caro últimamente en Amsterdam, me parecía corresponder a la imagen que me había formado de antemano sobre nuestra relación con Juliette, y no sospeché que esta superficialidad era forzada, e incluso tal vez a causa de mi presencia, hasta que ella contó que la operarían dos días más tarde y evitó dar detalles sobre su enfermedad.

3

En un restaurant del centro, Tomás y yo tratábamos de vengarnos del frío tomando una sopa excesivamente caliente. A través de las ventanas veíamos el agua quieta de un canal y una hilera de casas oscuras: el juego de entrantes y salientes de ladrillo producía la sensación de pliegues sobre un cortinaje espeso, sostenido milagrosamente de pie en el aire.
     ─vamos a ver ─le dije─, ¿Qué diablos hace a Juliette tan distinta?
      ─ ¿Yo qué voy a saber? ─me respondió con un gesto de indiferencia característico suyo. Tomás era otra vez Tomás, después de que toda la tarde, desde que dejamos a Juliette en la puerta de su taller, había traído una mirada ausente, tristona, y a todos mis intentos por obtener una expansión suya acerca del verano pasado dos años antes en Amsterdam, había respondido con frases despectivas sobre mi familia, o sobre los cuadros que más me habían gustado en el museo, o en general sobre mi ingenuidad. Pero que ahora se mostrara indiferente era una buena señal.
     ─Tal vez la quieres todavía ─dije.
     ─No, te digo que ya no. ¿Por qué siempre un punto de apoyo perfectamente claro para explicar mis actitudes? La siento como algo mío, eso es todo. Me pertenece más ahora que en aquel verano, forma parte de lo que soy. Y es maravilloso que pueda volver a verla, que permanezca aquí como un árbol plantado por mí, como una prueba de que mi memoria no se equivoca.
     ─Eso es precisamente de lo que no estoy seguro ─le dije tratando de mirarlo a los ojos, pero él los mantenía bajos y yo sólo lograba ver el botón en la punta de su gorra inglesa─. ¿Viviste con ella y ya? ¿No pasó algo más? Quiero decir, te produce una emoción tan grande   volver a verla, que cualquiera pensaría que algo terrible sucedió entre ustedes y no la historia que me has contado siempre, como cualquier otra de dos gentes que se encuentran, se quieren, y luego se separan.
     Tomás levantó los ojos, sólo los ojos, y me miró furioso:
     ─Tú lo que quieres ─dijo con los dientes apretados─ es saber chismes. ¿No te basta con lo que nos contó la guía de turistas? ─Se refería a la guía del bote en el que hicimos, esa misma tarde, un recorrido por los canales─. “Amsterdam cuenta con un millón de habitantes y un millón de ratas”, “A su derecha pueden ver la única residencia particular en toda la calle, habitada por una vieja rica y soltera”. Quieres que te diga el nombre del bar donde conocí a Juliette, y si sabe hacer el amor, y qué calles frecuentábamos juntos.
     ─No, no ─negué apresuradamente, pensando que tal vez tenía razón pero que de todos modos empezaba a cansarme el juego en que se basaban nuestras conversaciones, y que consistía para mí en hacer el preguntón ingenuo y para Tomás el descreído que deja escapar frases reveladoras involuntariamente en medio de una serie de palabras insultantes─. Si eso ya lo sé, me lo has contado varias veces.
     ─Pues eso es todo. ¿Nos vamos? Quiero dormir un rato.
      ─Y yo ─dije levantándome.
     En la calle, Tomás habló todavía largamente, pero sin coherencia, de Juliette, y me fue casi imposible entender lo que decía, además de que su voz salía desfigurada y confusa desde atrás de su bufanda azul. Lo que entendí lo sabía ya, y en verdad que no eran más que chismes sin importancia.
     Cuando llegamos al bar, Juliette nos esperaba ya.
     ─Vamos al primer piso ─dijo poniéndose en pie─. Es más tranquilo.


     Hubo un momento de confusión al pie de la escalera de caracol, ocupada por un grupo heterogéneo de personas que se movían de un lado a otro y al parecer sin motivo, durante el cual Juliette y yo intercambiamos miradas equívocas cediéndonos el paso. Finalmente ella empezó a subir y yo la seguí. Cuando llegamos arriba, Tomás había desaparecido. Juliette se asomó hacia abajo por el hueco de la escalera.
     ─ Está saludando a un amigo. ¿Nos sentamos?
     Nos sentamos, en una mesa al lado de una ventana que llegaba hacia el cielo raso.
     ─Tomás me habló mucho de ti ─dije, y de inmediato me arrepentí de una frase tan estúpida, sintiendo de pronto que quería impresionarla bien. Pero ella contestó de la misma manera:
     ─ ¿Sí? ¿Qué te ha dicho?
     ─ ¿Nunca te ríes? ─le pregunté.
     ─Casi nunca, pero no importa. Una mirada triste resulta atractiva para cierta clase de hombres, por cierto más numerosa de lo que nadie se imagina.
     Por ejemplo para mí, pensé.
     ─No me digas que es a propósito.
     ─Oh no, desde luego. Es de una autenticidad perfecta. Sobre todo lo de estos últimos días, porque…─Se interrumpió, para mirarme con una mirada húmeda y suplicante. Luego dijo─: ¿Me dejas a solas con Tomás?
     ─Por supuesto, no te preocupes. Apenas llegue. ¿Quieres que vaya a buscarlo? ─dije levantándome furioso. Yo le había propuesto lo mismo muchas veces a Tomás, pero él había insistido en que los acompañara, y ahora Juliette creía de seguro que estaba allí voluntariamente. Empecé a decir─: Las mujeres inglesas…
     Cuando ella puso su mano sobre mi brazo y dijo:
     ─Tengo que contarte algo: estoy embarazada.
     Pobre Juliette, no tenía por qué decírmelo: jamás seríamos amigos, estaba claro.
     ─Está bien  ─le dije tomándola de la mano ─. No quiero estorbarles.   
      ─No es eso, al contrario. Necesito la ayuda de alguien. Tomás ha llegado en el momento preciso. ¿Por qué había de molestarte a ti? Imagínate una muchacha embarazada, es uno de esos incidentes que desagradan a todo el mundo, como mirar un hombre que llora; porque cuando una descubre su embarazo o lo confiesa han pasado ya tantos días desde que sucedió “aquello”, ha perdido hasta tal punto su posible sentido…
     Aunque para mí Juliette no era más que una muchacha particularmente bonita, y aunque su historia no me interesaba lo suficiente para tratar de comprender qué hacía en Amsterdam y por qué razones se entregaría a alguien y no a otro, hubiera querido ofrecerle mi ayuda. ¿Cómo se le ocurría confiar en Tomás precisamente en esos momentos? Para mí era claro que él no sería capaz de ayudarla, que resultaba perfectamente inútil en un caso de urgencia, y que en cambio podría empujarla a tomar decisiones irracionales y tal vez peligrosas.   
      ─Yo, si quieres…  ─empecé a decir, pero en eso Tomás estaba ya a nuestro lado.   
      ─Acabo de encontrar a Ervin  ─dijo sonriendo  ─. ¡Qué tipo! ¿Cómo no me había dicho que estaba aquí? ¡Y Jan! ¡La familia completa! Parece que toda la ciudad se ha puesto de acuerdo para que yo me sienta tan bien como hace dos años. Si no fuera por tu presencia  ─se dirigió entonces a mí  ─ creería estar a solas con mis recuerdos.
          ─Te veo más tarde ─dije rápidamente ─. Llegaré al hotel como a las doce, voy a dar una vuelta.
     Y los dejé a solas, con sus recuerdos.

5

Caminé sin rumbo fijo, con la cabeza hundida entre los hombros a causa del frío, deteniéndome ante los aparadores de las tabaquerías y de las tienda de antigüedades. Recuerdo una estatuilla egipcia, muy posiblemente original, bellísima. Había grupos de gaviotas, como siempre divididas en dos bandos, las tranquilas flotando sobre el agua y las alocadas revoloteando sobre el barandal de los puentes. Una torre de ladrillo era, según unas letras doradas, de mil seiscientos y pico. En las discotecas se oía música latinoamericana. La luz verde para los peatones no llegaba nunca. Y una calle desembocaba en un canal de agua temblorosa, por donde un bote, un momento antes,  había pasado. Luego había una pequeña plaza rodeada de anuncios luminosos, con árboles desnudos y una estatua en el centro.
     Tomás y yo lo habíamos dicho: el mundo es igual en todas partes. ¿Qué era Luxemburgo? ¿Un ducado europeo, una estación del metro en París, una calle de la ciudad de México, o una tienda de modas en Nueva York?

     Como me sentí fatigado, quise entrar en un bar; pero no me dejaron: únicamente para homosexuales. Entonces me metí en una cafetería y estuve allí hasta la media noche, porque supuse que  para entonces Tomás habría egresado al hotel. Error; así que me acosté sobre la cama sin desvestirme, porque no tardaría en llegar y entonces me llevaría a conocer un cabaret estupendo, según lo acordado. Pero me quedé dormido hasta antes de la una, y Tomás no regresó hasta pasadas las cuatro.

6

Me despertó el ruido de sus botas al caer sobre el piso. Luego lo vi ir hacia la mesa y buscar algo, refunfuñando.
     ─ ¿Qué pasa?
     ─No encuentro un pañuelo.
     ─ ¿Por qué no enciendes la luz?
─ Estoy llorando, cabrón ─dijo.

7

Bajamos a desayunar a las diez de la mañana como de costumbre. El comedor del hotel, en el primer piso, daba sobre una placita triste cubierta de bicicletas; pero la luz del sol entraba por las ventanas, y todo brillaba tan intensamente que uno caía en el error, una vez más, de pensar que ese día sería menos frío que los anteriores. Había un radio siempre encendido que terminaba por mezclar en un solo murmullo confuso las conversaciones de los huéspedes; o, de pronto, una nota especialmente aguda y larga de un cantante de ópera flotaba en medio de una pausa simultánea sobre todas las mesas.
     Tomás y yo comíamos pan untado de mantequilla y mermelada, sin hablar, yo porque esperaba que él lo hiciera primero. Luego vino un muchacho alemán muy amanerado a sentarse a nuestra mesa, que empezó a pedirnos informes sobre la ciudad. Le contestamos de mala gana, pero no lo notó. Finalmente, el desayuno terminado, una mesera quitó platos y manteles apresuradamente, como si se tratara de un cambio de escenografía, y Tomás y yo no nos movimos de nuestros asientos mientras el muchacho alemán y los demás huéspedes abandonaban el comedor.
     ─ ¿No quieres hablar? ─le pregunté entonces.
     ─Sí ─ dijo alzando los hombros─. Pero no sé por dónde empezar.
     ─Eso es lo de menos. ─Hice una pausa, sin resultado─. Juliette me contó una parte, precisamente el principio. ¿Es qué hay algo más, aparte de su embarazo?
     ─Ah, te lo dijo.
     ─Sí.
     Entonces hubo una pausa peligrosamente larga, y cuando me pareció insoportable y estaba a punto de levantarme, comenzó:
     ─Es sólo eso, su embarazo. Y el imbécil del culpable no quiso siquiera ayudarla a conseguir un médico que la haga abortar. Hoy en la noche tendrá una última entrevista con él para ver si, por lo menos, le da algo de dinero. Si no, se lo prestaré yo, y mañana mismo iremos con el médico. Esto no tomará mucho tiempo.
     ─ ¿Estás seguro de que ella no correrá ningún peligro? ─pregunté con un tono de hombre práctico.
     ─No lo sé. Una amiga suya se lo recomendó. Y yo estaré con ella todo el tiempo. Mi Juliette… no, ya no es mía. Hubiera sido mejor no regresar nunca a esta maldita ciudad. Porque ahora veo cómo han cambiado las cosas, cómo Juliette ha cambiado. No es que esperara que… ¿me entiendes? Tampoco yo soy el mismo, por supuesto. Lo que no sospechaba es la destrucción de mi recuerdo, que ya tampoco será el mismo. Creí que permanecería intacto para siempre, porque si no, ¿qué es lo que queda de las cosas? 
     ─Pero no entiendo cómo has…
     ─No, es bien difícil de entender, y no puedo explicártelo.
     Así, con esta frase, Tomás quiso expresar la relación que se había establecido entre él, Juliette y yo, o más bien mi falta de relación con ellos. Sin embargo me sentía cogido, a pesar de que Juliette era una desconocida para mí y de que Tomás no me incluía en su recuerdo, ni tampoco me había hecho compartirlo, ahora estaba claro. Y aunque decidí que era imposible participar de un recuerdo ajeno, cuando me invitó a acompañarlos en la entrevista con el amigo de Juliette, que debía realizarse por la noche en un dancing de adolescentes, acepté de inmediato.

8

Tomás me dejó plantado en el restaurant donde se suponía que íbamos a encontrarnos y comer. Cuando supe que de seguro no llegaba, decidí comer solo y luego, contra mi voluntad, regresé corriendo al hotel, imaginando que encontraría un mensaje con una buena noticia. En lugar de eso, encontré a Tomás tirado en mi cama revuelta, boca abajo, con la camisa abierta.
     ─Discúlpame ─dijo sin volverse─. No tenía hambre.
     Como vi que su expresión era más bien tranquila, traté de bromear, todavía en el umbral:
     ─Mientras yo te espero horas y horas como un imbécil, tú te quedas tranquilamente en mí cama, ¡y oyendo a Wagner! ─En efecto, Tomás había puesto sobre la misma almohada el radio portátil, donde se oía a todo volumen “Morgenlich leuchtend” de Die Meistersinger von Nümberg.
     ─Me da lo mismo quién sea ─contestó dándose media vuelta, poniendo entonces sus manos bajo  la cabeza─. De todos modos no lo oigo.
     Era mentira, pensé, porque a Tomás le gustaba Wagner más que nadie otro. Pero cuando finalmente entré supe que de verdad había encendido el radio sólo para, con el ruido, aumentar el desorden en el cuarto: estaba en mi cama porque en la suya hubiera sido imposible, había echado allí su maleta y esparcido camisas, zapatos sucios y libros entre las cobijas revueltas sin motivo.
     ─Te tomas un trabajo enorme en parecer desordenado ─le dije─. Cualquiera puede ver que esto no es espontáneo sino bien estudiado.
     Él hizo una mueca de niño hipócrita a punto de llorar.
     ─No, de verdad que no lo hice a propósito. Buscaba unos calcetines.
     ─Ajá ─dije yo.
     Sobre la mesa había un paraguas, varias aspirinas fuera de sus sobres, los rastrillos de rasurar, tarjetas postales, cajetillas de cigarros, billetes y monedas franceses.
     ─Muy bonita tu naturaleza muerta.
     ─Te digo que no es mi culpa ─dijo levantándose. Fue hacia la mesa, cambió unos objetos por otros al parecer con el fin de arreglar un poco, pero sin resultado─. Ya está.
     Mientras regresaba a acostarse me dirigí al lavabo, y si antes había tomado la cosa en broma entonces me sentí realmente enojado. Tomás había tapado el tubo de desagüe y mezclado, ensuciando hasta los grifos, jabón, pasta de dientes, y un perfume que yo había comprado en París como regalo para mi hermana; el frasco, vacío hasta la mitad, estaba en el suelo, destapado.
     Saqué a Tomás de mi cama a empujones y me puse a gritar. No era la primera vez que al sentirse desgraciado revolvía unas cosas y rompía o echaba a perder otras, pero esto, aunque siempre me pareció una costumbre infantil o por lo menos irracional, nunca me afectó de un modo directo hasta ese día.
     ─No te preocupes─ dijo echándose sobre su cama y lo que había encima─. Voy a comprarle otro perfume a tu hermana, y mejor aún. Tengo más dinero del que tú tendrás en toda tu vida.
     ─No es eso ─dije, pero si, si era eso─. Sino que te portas como un niño. Juliette no va a arreglar su problema con estas payasadas.
     ─El problema es mío.
     Con esto yo sentí que de alguna manera perdí terreno, y me quedé callado por un momento. Luego Tomás, como para borrar su última frase, o más bien el tono de su última frase, agregó sonriendo:
     ─De cualquier modo, esto estaba tan ordenado que parecía el cuarto de una solterona.
     ─Y así tendrán trabajo las camareras, que se pasan la vida coqueteando con los huéspedes ─dije tratando de olvidar mi turbación.
     Entonces él arrojó las sábanas, su maleta, los zapatos, los libros al suelo, muerto de una risa enferma, salvaje, que no sentía capaz de acompañar.

9

Sobre el estrado un adolescente cantaba canciones inglesas. Era muy delgado, y lo parecía más a causa de sus pantalones ajustados y brillantes, de color negro. En cambio su suéter era blanco y bastante amplio. Mientras cantaba con la mirada puesta en el infinito, hacía unos movimientos exageradamente lentos que contradecían el ritmo de la música: por ejemplo, levantaba un brazo, y luego, la mano arriba destacándose sobre el fondo oscuro, unía el pulgar y el índice y después los separaba como si fueran una pompa de jabón rota, o deslizaba su pierna hacia la derecha, muy despacio, y después de un golpe hacia atrás, y enseguida otra vez hacia adelante con una lentitud imposible. El público, compuesto por muchachos de quince a dieciocho años, agrupados en derredor de las mesas y formando una fila a todo lo largo de las paredes destartaladas, escuchaba en silencio, tratando de encontrar un posible significado a los gestos del cantante. Pero cuando éste se quedaba mirando fijamente a una muchacha y luego la señalaba con el dedo, adelantando su mano en un movimiento blando, todas las muchachas gritaban como si la señal se dirigiera a cada una de ellas y recibieran así una descarga eléctrica.

     Juliette, Tomás y yo, desde una de las últimas mesas, lo mirábamos también sin hablar, mientras bebíamos cocacola tras cocacola como si esto formara parte del espectáculo.
     Al fin el cantante desapareció, y el grupo que lo acompañaba, que antes nadie había notado, salió de la oscuridad del fondo y empezó a tocar rocanroles, iniciando el baile. Como Tomás y Juliette se levantaban, creí por un momento      que irían a bailar. Pero él me dijo:
     ─Vamos.
     ─ ¿Dónde está?─pregunté volviéndome hacia los lados, y hasta entonces no me di cuenta de que no sabía siquiera el nombre de quien esperábamos.
─Es el cantante ─me dijo Tomás al oído─. Adriaen.
     Salimos por una puerta al lado del mostrador, y después atravesamos un pasillo oscuro y maloliente que desembocaba en una especie de bodega, donde se amontonaban cajas de botellas, útiles de limpieza, mesas y sillas hasta apenas dejar un pequeñísimo espacio libre. Allí nos esperaba Adriaen. Se había puesto una chaqueta de cuero negra, muy larga, y entonces vi que no era tan joven como me había parecido en un principio, sino que tendría unos veinticuatro años por lo menos.
     Juliette lo saludó con un beso y luego nos presentó. Él fingió interesarse en nosotros, en México, aparentando una desenvoltura de hombre de mundo; pero era claro que se sentía nervioso, o por lo menos incómodo, y a Tomás y a mí nos cayó mal de inmediato. Su balbuceo podría deberse a que hablar en francés le costaba un esfuerzo, pero además tenía tics particularmente desagradables, como adelantar el mentón para componerse el cuello del suéter, o meterse un dedo en el oído y sacudirlo allí mismo.
     Luego empezaron a hablar en holandés, que nosotros no entendíamos. Le dije a Tomás:
     ─Es un imbécil. No hubiéramos venido.
     ─Ella insistió. Y yo no tenía idea ─me respondió furioso.
     Juliette le hablaba con una voz serena y resignada. Él, en cambio, parecía muy apenado y disculparse. Luego, cuando ella lo besó para despedirse, la retuvo del brazo y continuó hablando, suplicante. Después de repetir esto tres veces, mientras Tomás y yo tratábamos inútilmente de adivinar lo que sucedía, se despidió de nosotros sin mirarnos, le dio a Juliette un beso en la boca, y se fue.
     Ella se sentó entonces sobre una silla cubierta de polvo. Creí que empezaría a llorar, pero dijo:
     ─No vale la pena.
     Ella enseguida se levantó y salimos hasta la calle sin hablar. En su coche, empezamos a dar vueltas sin rumbo fijo. Para manejar Juliette movía la palanca de velocidades con una suavidad excesiva, como si temiera lastimar el automóvil, y sólo cuando, al hablar, se excitaba, daba ligeros golpes contra el volante, con las manos abiertas. Se sentía culpable por haber querido a Adriaen, dijo, sólo porque era “bello”, y esta palabra en español, para que entendiéramos exactamente lo que quería decir. También que se atrevería a tener un hijo con sólo que él mostrara un interés mínimo; y que sus padres, aunque la querían, no estaban en condiciones de ayudarla; y que después de todo este lío la hacía madurar; y que especialmente era necesario que Tomás lo entendiera así y no creyera que Adriaen tenía la fuerza suficiente para destruirla, de ningún modo.
     Nosotros la escuchábamos en silencio, pero está claro que por razones muy distintas.

10

Como Tomás y yo pensábamos ir a un bar, Juliette nos invitó a tomar una copa en su departamento, aunque era ya más de media noche. A mí me pareció muy buena idea sólo porque sabía que sería muy difícil calmar el estallido de  Tomás, que veía venir de un momento a otro.
     Oímos otra vez a Ella Fitzgerald y tomamos “martinis”. En cuanto a Tomás, mis temores resultaron infundados. Estuvo muy tranquilo, aunque si un poco lloroso, hablando sin cesar de su vida, contando sus sueños más frecuentes, y fue obvio que estaba haciendo un esfuerzo por entender las cosas y a sí mismo antes de tomar una decisión. Varias veces el hilo de sus palabras lo llevó a decir: “hay un momento en la vida en que…” y entonces se interrumpía, como si al fin y al cabo lo único claro para él fuera precisamente eso, que hay un momento en la vida. No lo contradije, aunque no estaba de acuerdo, porque siempre he creído que no es necesario estar de acuerdo con alguien para aceptar que tiene razón. Juliette, en cambio, se oponía a cada palabra suya, o lo hacía enredarse en sus propias palabras. Entonces yo intervenía de parte de Tomás, sin comprender por qué Juliette se mostraba casi cruel en una situación que ella misma había provocado, por más que hubiera sido involuntariamente. Cuando Tomás nos preguntó si nos había sucedido algo irreparable un día, Juliette y yo intercambiamos algunas frases cortas y contradictorias antes de quedar de acuerdo en que todo el pasado era irreparable. Él nos explicó que no se refería a eso, sino a un cierto tipo de experiencia de tal modo definitiva que le da sentido a nuestra existencia futura, y que si por algún motivo aquella se rompe ésta pierde su razón de ser. ¿Pero qué quería decir con una “experiencia rota”? ¿Y en qué medida tal descubrimiento en el presente afectaba la veracidad de algo ya pasado? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Un ejemplo? La discusión se generalizó entonces de un modo confuso e irregular. Juliette terminó diciendo que sólo con ayuda de la lógica matemática podía probar la falsedad perfecta de las afirmaciones de Tomás, y que no estaba dispuesta a continuar una polémica basada en el-más-absoluto-desconocimiento-de- las-leyes-del-razonamiento. Tomás le contestó a gritos que ya podría orinarse sobre sus famosas leyes puesto que el hombre, a Dios gracias, era algo más que eso, y en qué forma. Yo estuve totalmente de acuerdo. También ella, pero agregó que nadie tiene derecho a exagerar ese algo más hasta convertirlo en árbitro de sus acciones porque entonces se corre el riesgo de hacer imbecilidades. Faltaba saber dónde era necesario detenerse.
     Dejamos a Juliette a las tres de la madrugada, sin haber logrado llegar a una transacción satisfactoria.

11

Al día siguiente Tomás me dijo que bajara solo a desayunar porque él quería dormir un rato más, y así lo hice. Cuando subí de regreso a nuestro cuarto, sin embargo, estaba ya despierto, aunque todavía en la cama.
     ─ ¿No tienes nada que hacer hoy? ─le pregunté impaciente.
     ─Sí. Pero más tarde. Estoy muy cansado.
     ─Juliette debe ya estar esperando noticias tuyas.
     Se dio media vuelta en la cama antes de contestar:
     ─Que espere un rato más. No se va a morir por eso.
     Lo dicho: Juliette había hecho mal en confiar en Tomás.
     Me puse a escribir unas cartas para las que no había prisa, todavía con la esperanza de que se levantara de un momento a otro, o de que Juliette, desesperada, hablara por teléfono al hotel. Una hora más tarde, Tomás seguía despierto e inmóvil.
     ─Deberías de avisarle ─le dije jalándolo  de una pierna para obligarlo a volverse.
     ─Ajá─ dijo él, en la misma posición.
     Entonces, de un tirón en el brazo, lo hice sentarse:
     ─ ¡Pero ya!
     ─ ¿A ti qué te importa? ─me gritó.
     ─A mí nada. Pero se supone que a ti sí. Ella está esperando. Prometiste ver a un médico, conseguir una cita, hoy mismo.
     Volvió a acostarse y luego dijo:
     ─Voy a hacerlo, cuando me dé la gana.
     ─ ¡Le dijiste que hoy en la mañana!
     Me indignaba comprobar hasta dónde podía llevarlo su irresponsabilidad, así que salí dando un portazo, pensando que si me quedaba tendríamos un disgusto serio.
     Estuve sentado en el hall del hotel, esperando verlo bajar en cualquier momento. Una hora más tarde volví a subir. Tomás seguía en su cama, boca abajo, despierto.
     ─Son las doce─ dije.
     Silencio.
     Cogí sus pantalones y revisé las bolsas, pero no encontré nada. Luego la camisa, el saco, el abrigo, mientras murmuraba maldiciones, inútilmente.
     ─ ¿Dónde está la dirección?
     ─ ¿Cuál?
     ─La del médico, no te hagas tonto.
     ─No sé─ dijo.
     Pero entonces vi que apretaba algo entre los dedos, y reconocí la tarjeta verde que Juliette le había dado el día anterior, en donde había escrito el nombre del médico, su dirección y su teléfono.
     ─Trae acá─ dije a tiempo que intentaba arrebatársela con un movimiento brusco, pero él fue más rápido y la cambió de mano. Me arrojé sobre él y empezamos a luchar, primero conteniendo nuestra mutua violencia, luego con furia, estrechamente. Tomás defendía la tarjeta con una frase hecha, como un náufrago que se abraza a un madero flotante, única posibilidad de salvación. Yo me asombraba de su fuerza y sobre todo del origen de ella, sin acabar de comprender sus motivos, y por eso repetía entre dientes “imbécil, idiota” mientras trataba de abrir su mano. Él no decía nada, ni siquiera jadeaba como yo, cerrando igual que su mano su cuerpo entero, y sin atacarme, solo dispuesto a defenderse hasta mi agotamiento. Cuando al fin pude arrebatarle la tarjeta, entonces, él se quedó quieto, inmóvil, con una mirada increíblemente serena, aunque su cuerpo estaba cubierto de manchas rojas que de seguro ardían.
     Me levanté y me cambié de camisa, también yo con manchas ardientes, los ojos irritados, el pelo revuelto. Antes de salir le dije:
     ─Eres un cobarde. Y aquí se acabó todo. No quiero volver a saber ni de ti, ni de tu Wagner, ni de tus poetas románticos y las enfermizas interpretaciones que haces de sus palabras.
     Esto último porque la noche anterior Tomás había dicho que “la muerte de su amada para un poeta romántico es lo que para nosotros la destrucción de un recuerdo”.

12

Juliette había ya hablado por teléfono con el médico, así que no hice más que entregarle el adelanto que exigía “por los riesgos normales en un caso de estos”, y me comprometí a llevarla a las cuatro de la tarde. Comí en un restaurant del centro con ella, y apenas sí pude contarle mi escena de unos momentos antes con Tomás. Juliette me pidió que fuéramos a verlo, pero me negué asegurándole que sería inútil y que de cualquier modo le llevaría noticias suyas apenas terminara la “operación”. No me atreví a preguntarle si creía comprender la actitud de Tomás. Evidentemente no, pero parecía dispuesta a aceptarla sin tratar de explicársela. Además, hubiera parecido que yo quería compararlo conmigo.
     ─Es increíble cómo me has ayudado─ dijo ella.
     ─Pero no. Es sólo natural─ y acentuando esta última palabra quise decir mi opinión sobre Tomás.
     Juliette no lo notó. Luego fuimos al sanatorio, que no era sino una casa moderna, de dos pisos pero pequeña, en un barrio apartado. Juliette no parecía nerviosa, pero sí estaba un poco pálida y tenía los ojos más abiertos que de costumbre. Se apoyaba en mi brazo con gran naturalidad, confiaba en mí, pero supongo que se habría portado de la misma manera con cualquier otro que se hubiera ofrecido a acompañarla. Cuando el médico la llamó. Antes de dejarme solo estoy seguro que quiso decirme: “Tengo miedo”. En lugar de eso dijo:
     ─Estoy preocupada.
     Tal vez era exacto. De cualquier modo, esperé tranquilamente dos horas, tiempo que me pareció excesivamente largo, hasta que una enfermera vino a decirme que podía entrar en el cuarto.
     Juliette, pálida, pálida, me tomó de la mano sin decir palabra y en un momento de debilidad o de ternura pensé que hubiera sido bueno quererla.

13

Como no quería hablar con Tomás, pedí por teléfono que le llevaran al cuarto un mensaje, diciendo que todo había salido bien y dándole la dirección adonde podía pasar a ver a Juliette. Pensé que vendría enseguida, así que, para no verlo, regresé al centro de la ciudad en el coche de ella, que me lo había confiado por el tiempo que pasaría en cama. Mi principal problema ahora era saber qué posición tomar frente a Tomás. Ninguna explicación me parecía suficiente para justificar su actitud de esa mañana, ni siquiera la de los días anteriores, desde que Juliette le confesó estar embarazada. Pero por otro lado Tomás era mi mejor amigo, habíamos planeado durante muchos meses nuestro viaje a Europa, y era tonto echar a perder todo por un incidente al que, para ser consecuente conmigo mismo, no debíamos dar una importancia excesiva, yo menos que nadie. Sin embargo Tomás se había portado de una manera tan irracional que me era imposible pasarla por alto, me sentía obligado a explicarle su error y, desde luego, a ofrecerle mi ayuda. Y la rechazará, pensaba, inventará otra historia, no tiene remedio. Finalmente me propuse hacerlo así a pesar de todos sus posibles rechazos, y decidí que nuestra amistad estaba sobre cualquier otra consideración. No es que ahora, sabiendo ya lo que sucedió después, exagere la ingenuidad de mis buenas intenciones. Es que en verdad pensé entonces, mientras caminaba por la calle más animada de Amsterdam, que entre Juliette, Tomás y yo era yo el único que veía las cosas claramente, y actuaba de acuerdo a un mínimo sentido práctico de la realidad. Si Tomás me parecía lo que ya dije, juzgaba la actitud de Juliette la de una niña ausente e irresponsable, y al mismo tiempo hacía buenos propósitos y me sentía sano, libre, generoso. Así que decidí no perder un minuto más (había vagado durante casi tres horas), y me dirigí al hotel. Antes telefoneé al sanatorio, donde me dijeron que Juliette seguía bien y que nadie se había presentado a preguntar por ella.

14

No lo encontré en el cuarto. Luego, en la administración, me dijeron que había salido un rato después de haberle entregado mi mensaje.
     ─ ¿Hace cuánto tiempo?
     Una hora y pico. Si hubiera ido a verla ya habría llegado, así que pensé, fue primero a un restaurant, no ha comido nada en todo el día. Lo esperé hasta las nueve de la noche, y entonces volví a hablar al sanatorio. No lo habían visto. Recorrí los bares que conocimos juntos, siempre sin resultado. Luego las calles del centro, luego cualquier lugar público abierto. Todo inútil. Tomás no apareció por ningún lado, ni llegó al hotel antes de que me quedara dormido sobre mi cama, sin desvestirme.

     Ni después. La mesera, al servirme el desayuno, me preguntó:
     ─ ¿Hoy tampoco baja su compañero?
     ─Anoche no llegó a dormir─ le respondí en voz baja, porque de pronto creí necesario contárselo a alguien que, por su lejanía, no podría tomarlo muy en serio y preocuparse.
     ─Está bien, son jóvenes de vacaciones─ me dijo con una sonrisa cómplice. Pero luego agregó más bajo, haciendo muecas de vieja sabia, aunque era bastante joven─: De todos modos hay que tener cuidado─ y me guiñó el ojo.
     ─Sí, claro─ dije yo.
     Primero pensé que estaría con alguno de sus amigos de dos años antes, como el que había saludado un día. Luego que se habría emborrachado en un burdel y quedado a dormir allí. Luego que tal vez andaría dando vueltas en derredor del sanatorio sin atreverse a entrar. Pero estas suposiciones eran demasiado simples, Tomás podría inventar algo mucho más complicado. Tal vez lo único que necesita, pensé después, es un par de bofetadas. Que yo estaba dispuesto a darle si fuera preciso.
     Juliette opinó que mi actitud era cada vez más moralista (pero no utilizó esta palabra, sino otra abiertamente insultante), y que no había que pensar sino en encontrarlo.
     ─Pero no se ha perdido─ le dije─. Él vendrá cuando quiera.
     ─Búscalo, de todos modos. Yo salgo mañana de aquí, hasta entonces no podré ayudarte.
     ─Mañana ya no será necesario.
     ─ ¿Quién sabe? ─ dijo, pero pensaba “de seguro que sí”. Yo me negaba, todavía, a tomar en serio la desaparición de Tomás.

15

Porque, ¿cómo puede alguien desaparecer en Amsterdam, o en cualquier sitio? ¿Cómo es posible no dejar detrás su sombra, un zapato, o un brazo, involuntariamente? Si uno encuentra la muerte en un callejón, ¿cómo no hay una vieja insomne asomada a la ventana, un vagabundo vigilante, que nos haya visto doblar la esquina y recuerde que, en ese preciso momento, sonaban las once de la noche? Si uno decide suicidarse en un hotelucho de mala reputación y figura, ¿puede demorar más de un año, más de tres días, el velador que abra la puerta, nos descubra colgados del techo, y diga: “Me lo sospechaba”? Si uno se echa de cabeza en un canal ¿es posible que el cuerpo no salga a flote un día, que no haya niños que encuentren jugando una mano y pegado a ella un hombre entero? ¿O es que uno puede deshacerse en el aire como una palabra? ¿Cuál es la fuerza capaz de hacernos invisibles? ¿Qué cosa llena el espacio que dejamos vacío, de qué está hecho? ¿Y a dónde van a dar los ojos, el pelo, las orejas? ¿Es un castigo? ¿O es un premio esa capacidad escasa para no dejar huella sino la pregunta que todo el mundo se hace acerca de nuestro paradero y que nadie responde? ¿No es cierto que en estas suposiciones negativas hay gato encerrado? ¿Que hay siempre una vieja, un vagabundo, unos niños, un pedazo de carne? ¿Que siempre se termina por descubrir el cuerpo, y la fecha, el lugar exacto, las causas, los fines, los medios, de la desaparición que se creyó durante muchos días inexplicable?
     Si no nadie saldría a la calle. Si no viviríamos siempre frente a una cámara fotográfica que registrara el  momento en que nos convertimos en nada. Si no ni para qué empezar a contar historias.
     Sin embargo Tomás se fue y no regresó nunca, ni nadie trajo una noticia suya. Y lo buscamos, que no quepa duda. Primero en mi presencia, con mi ayuda, mil agentes, secretos y abiertamente, día y noche, del país y extranjeros, como si se dieran cuenta (pero era por otra razón) de que faltaba un aro en la cadena, de que un vacío quedaba; y yo, que sí me di cuenta, busqué también hasta quedar exhausto, unos dijeron que a causa del esfuerzo físico, otros que como consecuencia del desgaste emocional, qué importa. Simplemente hubo un momento en que ya no pude más sino regresar a México. Luego, todavía, escribí cartas y recibí en respuestas informes que eran disculpas.
     De Tomás nada, ni su sombra, hasta ahora.

16

Por las tardes, en el tiempo en que la búsqueda se llevaba a cabo con intensidad, me encontraba con Juliette en un café, o íbamos a su casa a tomar una copa. Para qué decir que nos sentíamos unidos, ahora sí realmente, y que me ayudó a soportar con su presencia las dos semanas que pasé todavía en Amsterdam.


     Hablábamos de Tomás, por supuesto, frecuentemente.
     ─Quisiera sentirme culpable, y no puedo─ dijo una vez.
     ─Afortunadamente─ le respondí.
     Porque entonces fui yo quien lo sentía, y así se lo dije. Discutimos largamente la culpabilidad y las demás palabras que la rodean. Descubrimos que uno se otorga con más frecuencia la culpa que el perdón, como si temiera quedar fuera de las cosas, no haber participado, no tener poder sobre los acontecimientos. Eso hacía yo. Trataba de convertir la desesperación de Tomás en un acto menos íntimo, menos suyo, es decir, menos ajeno a mí. Al fin tuve que aceptar las cosas como eran. Juliette misma, ante mis preguntas sobre el verano de dos años antes, buscó sin encontrar un gesto o una palabra de Tomás que le revelara la terrible importancia que para él tuvieron aquellos días. Yo tampoco encontré nada, en esas tardes en que Juliette se ponía a hablar de él, de lo que había hecho, de lo que había dicho, sin detenerse, pero lentamente, como extendiendo cartas viejas sobre la mesa, y de pronto era ya de noche y no teníamos ante nosotros más que un montón de palabras sin sentido, descoloridas.

     Una vez fuimos, Juliette se empeñó en que fuéramos, a un parque, o más exactamente a una banca del parque donde se había sentado por una tarde entera.
     ─Fue el día antes de su regreso a México─ me dijo cuando llegamos allí y nos sentamos─. Recuerdo que había unos niños jugando sobre aquellas barras de fierro, en la esquina, y un hombre con su cara hundida entre los hombros, detrás de ese árbol, esperando algo. Tomás sonreía porque creyó que yo no sería capaz de llorar. El sol había desaparecido demasiado temprano, pero aún había una luz clara en el cielo. Me dije: cuando se ponga oscuro le doy un beso y me despido. Pero se lo di antes y luego me puse a llorar en silencio porque sentí que lo quería de veras e iba a perderlo. Tú sabes, no exactamente llorar, sino unas cuantas lágrimas que te humedecen los ojos. Él, entonces hizo lo mismo y me abrazó estrechamente, pasando la cabeza sobre mi hombro hasta apoyarla casi sobre mi espalda. Estuvimos así, no sé, tal vez un minuto, sin hablar, sin vernos, y luego nos despedimos.
     Juliette se calló, y la miré asombrado. Ella me miraba del mismo modo, como si hubiera estado a punto de encontrar algo y ahora no se explicara qué había fallado.
     ─ ¿Es todo?
     ─Sí─ respondió suspirando─. Es decepcionante, ¿no? Vas a decir que soy una tonta por hacerte venir a este parque alejado, solitario, con tanto frío, sólo para contarte una historia sentimental.
     Nos quedamos sentados todavía un momento, de mal humor, fatigados. Cuando íbamos ya en dirección al coche, con los ojos puestos en la arena que nuestros zapatos manchaban al avanzar, Juliette me abrazó por la cintura y, sonriendo, dijo:
     ─ ¿Y tú─ pregunté─, tú qué viste?
     Meditó un momento antes de responder:
     ─Yo nada: tenía los ojos cerrados.
     También caminamos por el centro de la ciudad, toda una tarde y toda una noche, platicando, ella colgada de mi brazo, mientras no llegaba la hora de tomar el avión. Juliette había recordado ya todo lo que tenía que recordar, pero parecía empeñada en continuar el juego, porque para entonces nuestras sesiones se habían convertido casi en un juego. Y en aquella ocasión dijo tonterías como “una tarde, en esta parada, el tranvía demoró media hora”, e incluso creo que inventó algunos incidentes. Por eso cuando le dije adiós me sentí aliviado, y la besé un poco fríamente en la mejilla. Ella, como si hubiera adivinado mi estado de ánimo, me preguntó mirándome a los ojos:
     ─ ¿Todavía crees que no soy culpable?
     ─Por supuesto…
     Y terminamos los dos al mismo tiempo:
     ─Desafortunadamente.
     Luego, caminando hacia el avión, no me volví ya a verla.


17


Hay una luz opaca, increíblemente plana y sin reflejos, en Amsterdam: ciudad a la que no volveré nunca.

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