LOS
DOS MONTEADORES Y LA SAYONA
Santos
Erminy Arismendi
Y ahí, mientras se calentaba
la comida, uno se puso a recordar a su novia: lo linda que era, qué negros
tenía los ojos y la voz suavecita, como la piel de su cara y de su cuello…
-No hable de mujeres
compadre, compadre. ¿No ve que estamos en un centro de montaña?
-¿Y eso?
-Es que no debe
hablarse de mujeres en un centro de montaña.
-No estaba hablando de
mujeres, estaba recordando a mi novia.
-lo mismo da, igual se
nos puede aparecer la Sayona.
Nada mas nombrarla
sintieron un silbido del lado de la quebrada. Y unas pisadas. El fuego comenzó
a chisporrotear como si le hubiera caído aceite, y los dos monteadores quedaron
sin habla sintiendo aquella oscuridad, escuchando ese silbido y mirando sin ver
hasta que una luz se vino hacia ellos, como flotando, y ya cerca esa luz era una
muchacha linda de ojos brillantes que venía sonriendo y caminando así, con una
gracia.
-Buenas noches.
Y sin esperar a que le
respondieran se sentó al lado de ellos siempre sonriendo. Comenzó a tomar
trozos de cazabe con unos dedos largos y blancos y en cuanto se los echaba a la
boca los escupía al suelo.
-La Sayona -dijo uno de
los monteadores con un hilito de voz y ella lo escuchó, claro, pero no dijo
nada.
Pero el otro, el de la
novia, la miraba embobado. Se parecía a su novia, los ojos tan lindos y esa
sonrisa… Y cuando ya fue hora de irse a dormir le dio espacio en su chinchorro,
que era de los grandes, mientras su compadre apagaba la lámpara y se acostaba
en el otro, así, guindado más bajo.
Y entonces todo estuvo
oscuro, porque no hubo luna y sólo se escuchaban los ruidos de la montaña. Y el
compadre no supo si se durmió. Lo que si fue cierto es que tarde en la noche
sintió unas gotas que caían al suelo. Una tras otra, parejitas. “tac, tac,
tac”, como el final de una lluvia en las hojas, pero más pesadas. Sacó la mano.
Una gota cayó, caliente, espesa y pegajosa. Temblando, encendió la lámpara y se
asomó al chinchorro que estaba guindado alto. Ahí estaba su compadre, ido en
sangre, desgonzado y con los ojos blancos viendo al cielo. Pero apenas pudo verlo,
porque del mismo chinchorro salió la mano huesuda y el rostro de una calavera
con unos ojos que eran una llama de candela. Y la Sayona se le vino encima.
Botó la lámpara y
corrió. Se vino por esas montañas, en lo oscuro, con la Sayona brincando atrás,
silbando su silbido de muerte y echando candela por los ojos. Y cuando ya
parecía que lo iba a agarrar, cuando ya sentía un aliento caliente en el
pescuezo, vio un caño de agua. Y ahí se tiró, en medio del arenal, con los
brazos abiertos en cruz.
La Sayona se quedó
parada silbando y resoplando.
-Vente, vente, vente
-silbaba la Sayona.
Y el hombre volteó la
mirada y tartamudeo un rezo.
-Vente, vente, vente
-repetía la sayona con su voz hueca de calavera.
Y esa voz horripilante
lo halaba. El rezo se le secó en los labios y aunque estaba en cruz, pareció
que la Sayona iba a brincarle encima, pero entonces, justo en ese momento.
cantaron los gallos.
Y la Sayona se volvió
como de agua, primero y
después de aire y su silbido se apagó y ya no estaba más.
El ilustrador de este cuento venezolano es Peli.
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