DE
LA MARIMONDA NO SE DEBE HABLAR
Octavio
Marulanda
Versión
de
Jennifer
Silva De Marco
-Dime, negrito -lo
saludó la vieja- ¿y esa cara tan larga?
-Ay, seño Juana
-suspiró Jacinto-. Hoy cuando fui a buscar agüita para regar los naranjos, el
río estaba seco. No bajaba ni un chorrito y como hace rato que no llueve, pues
no sé qué voy a hacer.
-¿Seco el río? Mala
seña, negrito, mala seña-y la vieja meneó la cabeza como si presintiera
calamidades.
-¿Y eso, seño?
-Pues ve, negrito. Vos
sos muy joven y no sabés nada. Pero yo te digo, si el río se secó, es porque
ella va a venir y entonces… ¡pobre del que se la tope!
-¿Pobre del que se la
tope? ¿De quién habla usted, seño?
Jacinto estaba muy
asustado.
-Pues de la marimonda,
negro, la mismísima marimonda. No me hagás hablar; no se puede, se me hielan
los huesos… Tené cuidado. Vos sos un buen muchacho, Jacinto, y no como otros,
no como ese Runcho- y apresuradamente la vieja siguió su camino.
Jacinto sintió un
escalofrío que le corría por la espalda. Se acordó entonces del Runcho Rincón.
Hacía mucho tiempo ya que este hombre tumbaba árboles de la cabecera del río,
allá arriba en el monte. Cuando los campesinos se dieron cuenta, le preguntaron
por qué lo hacía y él explicó que unos señores del aserrío le pagaban por cada
árbol cortado.
Serafín, el hombre más viejo del pueblo, le advirtió:
-Mirá, Runcho, no te
metás a dañar el monte. Eso es peligroso, puede venir la marimonda.
Mas el Runcho no hizo
caso y siguió destrozando cuanto árbol encontraba. Al poco tiempo, los
campesinos notaron que el río bajaba con menos agua, y que en el monte se oían
con menos frecuencia los gritos de los loros y los cantos de los mirlos.
Camino al rancho,
Jacinto siguió pensando qué haría con sus naranjitos recién sembrados y sin
agua para regarlos. Ya oscurecía, y por detrás del monte se veía salir una luna
redonda y amarilla. Tan preocupado estaba, que no se dio cuenta del alboroto
que armó su perro Canijo al verlo. Pronto observó que el animal estaba muy
inquieto: gruñía y ladraba, daba vueltas alrededor de su amo y le mordía el
pantalón tratando de guiarlo hacia el camino que llevaba al monte. Jacinto
sintió la angustia de Canijo y decidió seguirlo. Después de echarse la bendición
varias veces, subió por el camino detrás del perro, que no dejaba de ladrar y
gruñir.
Al rato, oyó un ruido:
… Juiss, juiss, silbaba un machete al derribar higuerillas, zarzas y helechos.
Desde lejos, Jacinto vio al Runcho Rincón quien, aprovechando la oscuridad,
abría una trocha hasta el sitio donde crecían unos enormes samanes que deseaba
cortar. El viento hacía crujir las ramas de los árboles; parecía que lloraran.
Súbitamente, una nube
escondió la luna y Jacinto no vio nada más. Canijo se detuvo y dejó de oírse el
ruido del machete y de las ramas. La oscuridad y el silencio llenaron el monte,
y un resplandor luminoso surgió entre la espesura.
El Runcho, como
hipnotizado, dejó caer el machete y se levantó con los ojos fijos en el
resplandor, el cual poco a poco, fue tomando la figura de una hermosa mujer. Su
pelo largo y oscuro caía sobre sus hombros y le cubría todo el cuerpo. Sus ojos
grandes y negrísimos echaban chispas de fuego y sus labios se curvaban en feroz
sonrisa. Una voz repetía: “Ven… ven… ven… ” Jacinto quiso gritar pero el miedo
no lo dejaba. Despavorido, vio al Runcho avanzar hacia la mujer con las manos
extendidas como queriendo abrazarla, mientras la voz insistía: “Ven… ven… ven…
”
Tan pronto el Runcho
tocó a la mujer, ésta soltó una aguda carcajada que retumbó en el silencio de
la noche. Rápida como un rayo sacudió la cabeza y al instante su larguísimo
pelo se convirtió en espeso musgo gris y gruesos bejucos que, como serpientes,
se enrollaron alrededor del cuello, los brazos y las piernas del hombre.
Jacinto cerró los ojos.
Su corazón golpeaba desaforadamente y sus piernas parecían haberse clavado en
la tierra. Al cabo de unos instantes, oyó de nuevo los ladridos furiosos de
Canijo y sintió el crujir de las ramas agitadas por el viento. Abrió los ojos y
se acercó al Runcho. Estaba muerto. Un bejuco le apretaba el cuello y a su lado
se extendía un sendero de musgo gris que se perdía entre los matorrales. A lo
lejos, escuchó el agua del río que volvía a correr.
Jacinto nunca dijo
nada.
De la marimonda no se
debe hablar.
Ilustraciones de esta leyenda colombiana Consuelo Ardila de Beltrán.
Ilustraciones de esta leyenda colombiana Consuelo Ardila de Beltrán.
Cual es el tiempo o momento historico del cuento
ResponderEliminarEsta buena la historia
ResponderEliminarBuena historia, ya la había leído hace unos años en un viejo libro de la escuela primaria
ResponderEliminarPinchi Runcho mamo por lento 🤣🤣🤣🤣🤣
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