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martes, 4 de junio de 2013

VIAJE A NUESTRAS RAÍCES Antonio Fco. Rguez. A.

VIAJE A NUESTRAS RAÍCES
ANTONIO FCO. RGUEZ. A.



     Hace un par de años viajé a la sierra tarahumara, en donde conocí a los raramurí (pies ligeros), compartí con ellos el tesguino, de ahí pasé a conocer a los huicholes quienes me invitaron peyotl en una ceremonia religiosa.

     Empecé a caminar y mis pasos me condujeron a través de la montaña hacia un corpulento y frondoso árbol, de cerca observé que estaba hueco por dentro, entré ¡y que emoción! Tenía un manantial cuyas aguas formaban una cascada que se rompía al nacimiento de un gran río.

     Me adentré, aún más, en el huey ameyalli (gran manantial) y una cihuamazacóatl (mujer boa), que era el espíritu guardián del lugar, se ofreció a llevarme montado sobre ella, recorrimos días y noches eternas, sólo paramos para descansar y comer raíces, yerbas y frutos que ella me señalaba. Me sentía un moderno Quetzalcóatl rumbo a su divinización para convertirse en Tlahuizcapantecutli, Señor de la Aurora, o  lucero celestial de Venus. En las mañanas era común ver árboles con frutos de oro, los cuales fueron sembrados por Tonatiuh, el Sol,  y por las noches los árboles con frutos de plata sembrados por Metztli, la Luna.  Partes del piso brillaban como estrellas, era citlalcuitlatl (excremento de estrellas), la obsidiana. Sobre la rivera se miraba el teocuitlatl argéntico y áureo. A lo lejos las milpas de centli (maíz) tenían un fulgor   verde chalchihuitl  (jade). El canto de las aves, el rugido del ocelotl (jaguar) y las dulces y encantadoras voces de las chanecas que jugaban en el río y en las copas de los árboles lacustres eran parte misma de este exótico y mágico lugar. En el cielo había un esplendor de densas nubes atravesadas por policromos rayos solares que daban un gran colorido a la tierra y entrando la noche todo se llenaba de una paz que pintaba el mundo de gamas claro-oscuras. Esto era vivir y soñar en un mismo instante. De pronto, el río se metió dentro de una enorme montaña y salió dividido a través de 7 cuevas, supe por mi compañera que ahí era Chicomoztoc. Se miraban partir de cada una de las cuevas a indígenas sobre sus acalli (canoas) , sobre troncos, o simplemente caminando sobre la orilla, en busca de la tierra prometida. A lo lejos un ahuizotl, gran nutria sobrenatural, se estaba comiendo a un joven indígena, mi guía me dio a entender que no podíamos intervenir. De un momento a otro ¡qué bellezas! Pirámides colosales hechas por quinames o gigantes estaban a la vista: Teotihuacan, Tula, Tenochtitlan. El río desembocó sobre unos grandes lagos, el Anahuac me dijo mi compañera. Así llegamos a un bellísimo jardín en Texcoco, el cual era  creado, cuidado y conservado por el Rey Sabio y Poeta Nezahualcóyotl. Y ahí estaba él sentado con Azcalxochitzin sobre unos equipates admirando las pequeñas cascadas del hermoso azuzul, hablándole y declamándole poemas sobre su amor a ella y al único Dios, en el cual siempre creyó… Ipalnemohuani, dador de la vida, a través de cuyo poder se manifiesta la naturaleza y del que los dioses menores derivan de su fuerza y su existencia. El rey me invitó a su palacio en donde comimos ricos manjares y finalmente me fui a  dormir sobre una estera de plumas de aves preciosas para que el sueño fuera ligero y hermoso.

     Un frío de montaña me despertó y de pronto me vi acostado en un petate o estera de palma, que me habían puesto los huicholes. Así de esta forma vi interrumpido mi “viaje”. Y aún así... al levantarme creí ver en el suelo un hondo surco serpiginoso que se perdía a la distancia rumbo a una gran ceiba...


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