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domingo, 18 de octubre de 2020

La luna decapitada José Emilio Pacheco

 

LA LUNA DECAPITADA

José Emilio Pacheco

(Ciudad de México, 1939-2014)

 

Imagen de Internet

 

A Raymond L. Williams

 

      Florencio Ortega se dispuso al combate. Repartió en tres columnas a sus hombres que avanzaron despacio y en tinieblas por los bordes de la cañada. Aureliano Blanquet y los restos de su tropa quedaron encerrados en un movimiento de pinzas. La medialuna ardía en el cielo color de sangre.

        En 1914 Victoriano Huerta y Aureliano Blanquet, secretario de Guerra, fueron derrotados por los ejércitos de la Revolución. Desde el exilio algunos sobrevivientes del Porfiriato intentaron la reconquista. Félix Díaz, sobrino del dictador, organizó en 1918 una fuerza a la que se unieron los seguidores de Blanquet. El presidente Venustiano Carranza ordenó al general Florencio Ortega liquidar a los contrarrevolucionarios. 


       Un ordenanza le leyó el telegrama en el cuartel de Veracruz. Florencio sintió que acabar con Blanquet significaba destruir para siempre a quienes lo enviaron a consumirse en San Juan de Ulúa, cuando en 1906 el ejército porfiriano y los rangers sofocaron en Cananea la huelga de la Green Consolidated Copper. Ortega tenía otra cuenta más personal con Blanquet: en 1913 asesinó al presidente Madero y al vicepresidente Pino Suárez mientras Florencio deliraba en un hospital, único sobreviviente de una carga de caballería contra la Ciudadela.


       Dos soldaderas lo arrastraron entre hombres y caballos muertos o agonizantes. Cuando al fin le extrajeron las balas que tenía en todo el cuerpo, no le perdonó a Huerta el haber ordenado aquella carga: el comandante en jefe que nombró Madero acababa de pactar en secreto con el embajador norteamericano Henry Lane Wilson y con los generales sublevados Félix Díaz y Manuel Mondragón. Su propósito era destruir las fuerzas leales que el gobierno había puesto a sus órdenes.


       Entre los cómplices de Huerta figuraba Blanquet. Cuarenta y seis años atrás, como soldado adolescente, Blanquet había formado parte del pelotón que fusiló al archiduque Maximiliano de Habsburgo. De él se contaba que después, en la campaña de Quintana Roo, desollaba a los rebeldes mayas y los abandonaba en la tierra quemada por el sol. Ya que Huerta había muerto prisionero de los norteamericanos, la venganza de Florencio iba a cumplirse en Blanquet.

 

        Una hoguera entre la maleza delataba la presencia del enemigo. Florencio dio la orden de fuego. Al verse rodeados los felicistas se rindieron sin combatir. Sólo Blanquet intentó descolgarse por la barranca. El suelo cedió bajo sus pies y el general fue a hundirse en el lodo cincuenta metros más abajo.

 

       El tren militar llegó a la estación de Veracruz cuando en el otro andén los pasajeros subían al Ferrocarril Interoceánico bajo el temor de que el convoy fuera dinamitado en algún puente. Florencio avanzó con un bulto de yute bajo el brazo. En la sala de espera se cuadró ante el joven general Francisco L. Urquizo, subsecretario de Guerra.


       —Voy a rendirle el parte, mi general, pero le adelanto que acabamos con los felicistas en Chavaxtla. Fusilé a algunos y traigo prisioneros a muchos. Por el rumbo de Huatulco no queda uno solo. Todo salió bien. Entre los nuestros no hubo una sola baja.


       —Lo felicito. ¿Capturó usted a Blanquet?


       La escolta alineó a los vencidos. Urquizo se atusó impaciente los bigotes. Sonaron tres campanadas y se echó a andar el Interoceánico.


       —Mi general, los derrotados no sabían nada de Blanquet. Dijeron que corrió en cuanto empezaron los disparos. Lo buscamos por todas partes y fue inútil. Por la mañana se me informó que había un cadáver en el fondo de la barranca, tan profunda y angosta que sólo podía bajar un hombre. Pedí unas sogas y ya en el lodo caminé chapoteando, agarrado a las lianas de la orilla. En seguida reconocí el cuerpo: no había nadie tan viejo ni tan gordo como Blanquet. Tuve que taparme las narices porque ya se estaba pudriendo. Como era imposible subirlo todo entero, alcé al muerto de los pelos y de un machetazo lo decapité.


       Florencio abrió el bulto de yute y la cabeza de Blanquet apareció entre paños ensangrentados. El aspecto y el hedor horrorizaron a Urquizo. El subsecretario no pudo sino retroceder unos pasos. Florencio pensó que el cuerpo de Blanquet seguiría corrompiéndose en la barranca. Entregó el despojo a su ordenanza. Urquizo dio instrucciones para que lo llevaran a un embalsamador. En vez de elogiarlo, como esperaba Florencio, le recriminó:


          ¿Para qué todo esto? No había necesidad de llegar a los extremos.


          ¿Y luego, mi general?


 ¿Cómo iba usted a estar seguro de que había muerto Blanquet?


       —Bastaba su palabra.


       —Pero, mi general, con todo respeto, mejor es una prueba. Así no queda duda. Cumplí con lo que me ordenaron usted y don Venustiano.

 

       Al día siguiente, mientras desayunaba en el Café de La Parroquia, Florencio pidió a su ordenanza que le leyera los periódicos. Les costó trabajo hallar en páginas interiores la noticia de su hazaña: las primeras planas se dedicaban a celebrar la muerte de Emiliano Zapata, asesinado por órdenes de Carranza en la hacienda de Chinameca.


       Así como en Cuautla se exhibió el cadáver de Zapata, en Veracruz quedó expuesta la cabeza de Blanquet. Don Venustiano ansiaba disipar cualquier duda acerca de su doble triunfo. En ausencia de Urquizo, Florencio dejó que humeara un puro en la boca ya inmóvil y se fotografió junto a la prueba de su victoria. Más tarde se enteró de que él y Jesús M. Guajardo, el que emboscó a Zapata, tendrían ascensos y recompensas.

 

       — ¿Entiende usted? —Dijo Urquizo mientras paseaban por el muelle—: Fue un salvajismo indigno de un militar constitucionalista. Lejos de estar deshechos, los felicistas nunca habían atacado en esta forma. Mire este parte: a un oficial de los nuestros le cortaron la cabeza en San Andrés Tuxtla. El cuerpo llegará dentro de unas horas. ¿Quiere verlo?


       —No me interesa, mi general. Lo único que me importa es pegarles de nuevo. Si tanto les impresionó lo que hice han de tenerme mucho miedo.


       —Florencio, lo siento y me da un poco de vergüenza, pero no puedo resistir la curiosidad: dígame qué se propuso al mutilar a Blanquet.


       —Verá usted, mi general: para celebrar el triunfo me tomé, con su perdón, unas copas de habanero. Cuando bajé a la barranca andaba un poco tomado y me acordé de algo que me enseñaron en mi pueblo: hay noches en que la luna no tiene cabeza: su hermano se la corta porque la luna quiere dar muerte a su madre.


       —Coyolxauhqui, la luna decapitada… Sí, en la preparatoria me hablaron de eso. O más bien lo leí después en un libro de leyendas mexicanas. ¿Lo conoce usted?


       —No, mi general, todavía no aprendo a leer. Cuando iba a entrar en la escuela vino la huelga de Cananea y me encerraron ahí enfrente, en el castillo de San Juan de Ulúa. Después no he tenido tiempo, no he dejado de combatir desde 1910.


       Urquizo y Florencio seguirán conversando junto al mar. La brisa nocturna alejará el calor del día. El ordenanza llegará con otro telegrama del presidente. Volverán al cuartel a preparar la nueva ofensiva. Muerto Zapata, sólo quedaban los felicistas en Veracruz y en el norte Pancho Villa con los restos de lo que había sido la División del Norte.


       —Villa —comentó Urquizo— no representa ya ninguna amenaza. Nunca volverá a salir de sus montañas y sus desiertos, aunque en ellos también es invencible. Como usted sabe, el mismo ejército norteamericano fue incapaz de encontrarlo.


       —Sí, mi general, pero ¿qué va a pasar ahora que ha terminado la Gran Guerra?


       —Los Estados Unidos presionarán a don Venustiano para que acabe con Villa como liquidó a Zapata. Florencio, en la Revolución como en toda guerra se mata o se muere, no hay otro remedio. No me gusta pero así es. Yo preferiría que hubiera paz. Lo que de verdad me interesa es hacer libros.

 

       El general Urquizo salió de la estación y enfocó sus binoculares. El polvo de la llanura se levantaba en remolinos. La columna expedicionaria volvía al parecer sin demasiadas bajas. Florencio se adelantó a sus hombres y, sin desmontar, se cuadró ante el subsecretario.


       —Les dimos otra vez, mi general. Ahora sí están perdidos. No pasa mucho tiempo sin que se rinda el mismo Félix Díaz. Mire, le traigo un regalito.


       De un saco de lona Florencio extrajo una cabeza sangrante. Sus rasgos se habían congelado en una mueca de horror.


       —Bájese del caballo para hablarme —Urquizo retrocedió como en el andén de Veracruz. Indignado, se golpeó las botas con el fuete—. Ya es tiempo de desasnarse, Florencio. Si vuelve a actuar en contra de mis órdenes lo someteré a consejo de guerra.


       — ¿Estuvo mal? Perdone usted, creí que le iba a hacer gracia después de lo que conversamos el otro día sobre la luna decapitada. Bueno, le aseguro, mi general, que no se repetirá.


       Florencio arrojó la cabeza entre las vías del tren. Volvió a montar y se alejó. En el andén los soldados disponían a los heridos para que los atendiera un médico de campaña. Urquizo entró en la oficina destartalada. Ante el escritorio del telegrafista sacó punta a su lápiz y empezó a escribir en un cuaderno con tapas de hule.

 

       —Qué curioso. De modo que hace veinticinco años usted también anduvo en la lucha contra los felicistas. Debemos de habernos visto entonces ¿no le parece?


       —Es posible pero entonces éramos jóvenes. En cambio ahora…


       —Para mí, como si fuera ayer. No en balde se pasa tanto tiempo en el destierro.


          ¿Usted también?


       —En 1920, cuando vi que Obregón se iba a levantar contra Carranza, no estuve dispuesto a matar a mis compañeros de armas. Lo pagué muy caro: tuve que huir a los Estados Unidos y trabajar doce horas diarias en una fábrica de salchichas. No se imagina qué asquerosidad. Me volví vegetariano. Con eso le digo todo. Acabo de regresar, aprovechando la amnistía. Estuve en la Revolución desde el principio, quiero que reconozcan mi antigüedad, me quiten el cargo de desertor y trato de ponerme al día. En tanto tiempo, ¿lo creerá usted?, no hubo nadie que me escribiera cartas ni me mandara periódicos. Por eso me gustaría preguntarle qué se hizo de Florencio Ortega.


       —Ah, mi general Florencio Ortega. ¿Cómo es posible que usted no sepa la historia?


       —Ya le digo, estuve lejos y apartado de todo.


       —Bueno, pues le cuento. En 1920 Florencio, como tantos otros, cambió de chaqueta. Se unió al levantamiento de Obregón y Calles y atacó el tren en que Carranza intentaba llegar de México a Veracruz.


       —Entonces fue responsable del asesinato de don Venustiano en Tlaxcalantongo.


       —No directamente pero su traición ayudó a que mataran al Primer Jefe. Tanto es así que apenas llegado a la presidencia Obregón le pagó el favor: lo nombró jefe de la guarnición de la capital y sobre todo le dejó manos libres para los negocios.


          ¿Se hizo rico?


       —Millonario. Me acuerdo de su casa en el Paseo de la Reforma. Acaban de echarla abajo para hacer una agencia Ford. Dicen que fue de un hijo natural de don Porfirio. Yo nomás la veía de lejos. No entraba por miedo de ensuciar las alfombras. A veces me ponían de guardia y desde la puerta escuchaba el desmadre que hacía Florencio con las tiples del Teatro Lírico y las coristas del Principal. Quién sabe cuánto se gastaba nada más en champaña que, por cierto, nunca le gustó.


       —Jamás lo hubiera imaginado. ¿Florencio en un palacio de la Reforma? ¿Él, que odiaba a los ricos y los culpaba de todos los males de México?


       —La gente cambia. A Florencio se le subieron a la cabeza sus triunfos militares y se volvió ambiciosísimo. Pretendió que Obregón lo nombrara secretario de Guerra para trepar de allí a la presidencia. Alegaba que él era el pueblo y había estado en la Revolución años antes de que sonara el nombre de Madero.


       —Eso es muy cierto y ni quien se lo quite.


       —Sí, pero Obregón se rió de él. Desde un principio había decidido que lo sucediera en la presidencia el general Calles y no era hombre que tratara de quedar bien con todos. El Manco le hizo ver a Florencio que era muy bruto y muy inculto: el único general que con la paz no había aprendido ni el abecedario.


          ¿Y cómo respondió él?


       —Salió bufando de Palacio Nacional. A la siguiente recepción en Chapultepec no lo invitaron. Un lunes le avisaron que estaba en disponibilidad. Hecho una fiera fue a ver al Presidente. En el Castillo le dijeron que acababa de salir; en Palacio le cerraron las puertas. Florencio se tragó la humillación, esperó de pie en el Zócalo y cuando salió el Manco, se abalanzó sobre el coche presidencial como si fuera a pedir limosna. Obregón no lo invitó a subir y delante de la guardia, compuesta por sus propios soldados, no le habló de tú ni le dijo “Florencio”, como siempre, sino “usted, Ortega”.


          ¿Lo destituyó?


       —Destituirlo y no nada más ponerlo en disponibilidad hubiera sido un buen castigo por sus abusos, escanda los y raterías. Sin embargo, a Obregón no le convenía echarse otro enemigo como él, pues Florencio no iba a tardar en irse al monte. Ya casi todos sus viejos amigos y subordinados estaban en contra del Presidente. Quedaban pocos buenos generales en quienes confiar. Porque eso sí, usted debe acordarse, Florencio no era un oficialito de escritorio: a matón y aventado sólo Pancho Villa le ganaba. Él también se pintaba solo para las cargas de caballería.


       —Eso ni hablar, nadie se lo discute.


       —Y entonces, aunque usted no lo crea, a Obregón, que era una bala para todo, se le fueron las patas y en vez de hacer lo que don Porfirio: mandarlo a Europa a estudiar los posibles efectos del clima de los Alpes sobre la infantería mexicana, o alguna comisión así de absurda, lo nombró jefe de las operaciones militares en Veracruz.


       — ¡Hágame el favor! Ya me imagino lo que pasó.


       —A los pocos meses se levantó en armas para apoyar a Adolfo de la Huerta en la sucesión presidencial de 1924.


       —Pero lo derrotaron.


       —Claro, se le olvidó con quién se estaba metiendo. Obregón era un águila, el único general mexicano que jamás perdió una batalla.


       —Y mire lo que son las cosas: a manos de qué clase de gente vino a morir, válgame Dios.


       —Sí, pero lo que pasó en 1923 es que Florencio ya no sabía pelear. En tan pocos años la capital se lo comió. Estaba gordo y como atontado. El caballo lo incomodaba después de andar en puro Citroen. Ya no soportaba ver sangre ni cuerpos destripados por la metralla.


       — ¿Ni siquiera tuvo oportunidad de hacer una buena despedida de las armas?


       —Obregón no tardó en hacerlo pedazos. Florencio, insisto, ya no era el mismo de su buena época. Además no tenía atrás, como en 1919, todo el gobierno para hacerlo fuerte. Sus tropas, vencidas en escaramuzas y emboscadas, no tuvieron oportunidad de presentar combate en campo abierto, allí donde Florencio era invencible con sus cargas de caballería. Acabaron por odiarlo y pasarse al otro bando en cuanto pudieron.


       Fue una lucha inútil, una rebelión sin cabeza. Adolfo de la Huerta es una persona buena y honrada, no un militar y mucho menos un caudillo. Sufrió mucho al ver que por su culpa morían uno tras otro los mejores hombres de la Revolución: Salvador Alvarado, Rafael Buelna, Manuel M. Diéguez… Entretanto Obregón tomaba personalmente el mando del ejército y volvía a la guerra con la misma destreza con la que venció a Villa ocho años atrás.


          ¿Y en qué acabó Florencio?


       —No se ha sabido nada en firme. Dicen que ahora en 1944 lo han visto vendiendo agujetas en los portales de Puebla. Otros cuentan que se aparece en sesiones espiritistas. Por mi parte, creo que ya murió.


       —Es lo más probable. Si no estaría bien parado. Ya ve usted que en este régimen de Ávila Camacho todos engancharon, a nadie se le guardó rencor por nada.


       —Todos menos nosotros, los auténticos veteranos de la Revolución.


       —Ya se nos hará en el próximo gobierno si, como todo el mundo cree, don Maximino se queda en el lugar de su hermano. Bueno, le agradezco mucho sus datos. Espero que nos veamos otra vez.

 

       Montado en un caballo agonizante Florencio Ortega se acerca a las ruinas calcinadas de una hacienda. Entre las piedras hay hiedras muertas y magueyes secos. Desmonta. Entra en lo que fue la casa grande, ahuyenta las ratas, tiende su capote, se arroja al suelo y en un instante más se duerme.


       Cuando despierta ya es de noche. Se oyen el viento lúgubre y el grito de los búhos. Hace frío. Florencio se levanta, tiembla y sale al páramo en que antes crecieron los magueyales. Tropieza, cae, intenta levantarse, repta hasta un charco al que la luna muerta arranca destellos de pedernal. Se mira en el agua y ve sobre su cara los ojos en blanco, el cabello sucio, la boca abierta, los dientes rotos, la cabeza amarillenta de Aureliano Blanquet. Grita, intenta arrancarla de su cuerpo. La cabeza sigue inmóvil y los alaridos de Florencio no hacen que se muevan los labios.


       Entonces Florencio escucha el rumor de las caballerías sobre la tierra que se nutre de sangre. Siente que lo persiguen esqueletos armados. Se pone de pie, comprende: está en las nueve llanuras del Mictlán entre el viento cargado de navajas que hieren a los muertos. Y sabe que en esa oscuridad en donde no hay tiempo, bajo la luna decapitada por Huitzilopochtli, ha de buscar la barranca en que sus restos siguen pudriéndose en el lodo y descender al sitio del infierno en que los fantasmas de los soldados muertos tendrán que derrotarlo, hundirlo en el abismo y arrancar su cabeza.

 

 


El viento distante

(México, D. F. Ediciones Era, 1969, 2. ed., rev. y ampliada, 138 págs.)

 

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