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miércoles, 1 de marzo de 2017

EL HUÉSPED Amparo Dávila


EL HUÉSPED

Amparo Dávila


Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje. Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer. No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas. Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues...” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa. No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí. Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin   embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba. Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado. La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias. En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera. Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado. Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre. Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.


     Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él... Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más. Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían...



     Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante... Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa. Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.



     Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto. Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza. Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así... te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.” Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él... Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano. Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto. —Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe. —Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.



—¿Pero qué podemos hacer las dos solas? —Solas, es verdad, pero con un odio... Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.



     La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días. No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta. Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia... Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer. Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando. Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas... Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento... Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.



     Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.





NOTA INTRODUCTORIA

La infancia es un lujo, pero es también un peligroso y movedizo terreno que define y retrata una historia. Amparo Dávila lo sabe, lo vivió. Nació en 1928 en Pinos, Zacatecas, uno de esos tantos poblados mineros mexicanos que más parecen cuevas de fantasmas, traspasados por el viento helado, por días largos como años, por años inmensos e inmóviles como la eternidad. Ahí no se habita, ahí se inventa la vida por el único camino posible: la imaginación. Tanto se inventa, tanto se fábula que ya no es posible hallar la frontera entre la verdad y la irrealidad. Si a ello se agrega una precaria salud, una infancia solitaria, de hija única, pesada en el silencio, en la mudez, entonces la inteligencia se vuelve desquiciante. Para completar, la familia va a vivir a San Luis Potosí, y la muchacha acarrea sus espectros y va a parar a colegios de monjas. Ahí comenzó el fatalismo: descubrió la palabra escrita y la lectura perturbadora. Primero fue la poesía. Dos títulos que ciñen tristezas, cercenamientos, ansiedades que encubren lágrimas y deseos de evasiones: Salmos bajo la luna (1950) y Perfil de soledades (1954). Ya en la ciudad de México descubrió la narrativa, de la que, como ataduras ancestrales, como destinación, jamás ha abandonado. En 1959 aparece Tiempo destrozado; en 1964 Música concreta, y Árboles petrificados, ganador del premio Xavier Villaurrutia, en1977. Los tres volúmenes son la constatación de una obsesión, de una terquedad que asombra. El mundo de Amparo Dávila es siempre uno y lo maravilloso es que ese sólo mundo es polifacético, diverso. Nace siempre de lo cotidiano, diría de lo modesto, de lo sin nombre, pero que poco a poco, sin nerviosismo, sin intranquilidades va recorriendo un lento camino hacia lo insólito; es una ruta al erizamiento. Una naturalidad que a veces sin darnos cuenta estamos habitando el sobresalto, la angustia, la desesperación, especialmente el terror. Un terror que es doblemente monstruoso porque estos seres simples, bondadosos a veces, tiernos, cándidos, son en último momento personajes diabólicos, pobladores infernales. Parecería que Amparo Dávila, digo parecería, pero estoy seguro de ello, nos descubre que un hecho, que un instante, también un proceso, puede desatar en nosotros los sentimientos y las acciones más insospechadas, más crueles. De ahí que creo que en este sentido los cuentos de Amparo Dávila no son sólo literatura, sino una profunda investigación en el campo de la ética, del comportamiento humano. Todo hace que estos relatos, que esta escritura de una poderosa vitalidad sea como una telaraña que va acorralando, que va atrapando al lector hacia un mundo interior, no desprovisto de magia, de hechizo, de un poder embrujado. Narraciones de detalles donde hasta el más ínfimo acontecimiento colabora para la realización total, apoyado en un lenguaje ceñido, preciso, elemental. Los personajes de los cuentos de Amparo Dávila son vivencias de una usurpación. Muchas veces he pensado que esta mezcla de convivencia entre seres de la ficción con otros de la vida real —familiares, amigos— responde a esa dualidad, están aclimatados en ese sitio, en ese umbral donde no se percibe la línea de la razón y del enajenamiento. Dije personajes, pero pregunto ¿pueden llamarse así también a esos individuos perturbadores que son más ánimas en pena, creaturas raras, en metamorfosis, animales singulares que cohabitan en la normalidad y en la extrañeza? En última instancia fuerzas oscuras que desatan legendarias memorias de venganza, de muerte y devastación. Ambivalentes son sus paisajes, sus escenografías. Comprenden lo fácil, lo llano, lo franco, pero al mismo tiempo se sostienen en el vértigo de las despiadadas y salvajes pesadillas de los sueños escalofriantes que anticipan dolor y sangre. Panoramas detenidos, sentimientos panteístas donde los objetos representantes de no se sabe qué maquinación sobrenatural se vuelven dominadores, absorbentes. Amos de lo siniestro.



La crítica ha insistido, quizá demasiado en que los cuentos de Amparo Dávila vienen directamente del universo de Edgar Allan Poe, de Franz Kafka y de los latinoamericanos Borges, Arreola y Cortázar. No sería mejor ¿antes que hallar influencias, hablar de afinidades espirituales? Si otra cosa distingue a la narrativa de Amparo Dávila es su originalidad y su honradez que no proviene por vía intelectual, sino por esa ligadura a una existencia padecida, también imaginada.


LUIS MARIO SCHNEIDER


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