EL MAESE DEL GRIS GABAN
(ERASMO CASTELLANOS QUINTO)
Su paso es vacilante, como si le diera trabajo sostener la carga de los años.
Lleva gruesos libros bajo el brazo y, entre ratos, se acaricia la blanca y
descuidada barba.
Parece una estampa del pasado o un fantasma que a diario recorre las calles del barrio universitario, rumbo a la vieja escuela donde imparte su cátedra erudita. Camina despacio, sin prisa, como acariciando cada loza que pisan sus viejos zapatos; hay quienes aseguran haberlo visto calzar tenis y entonces –dicen- su figura se torna extraña y risible.
Ahí va, hacia San Ildefonso, con sus libros, mesándose la barba, pensando, evocando. Seguramente cada paso es un recuerdo. Tal vez rememora otro tiempo, muchas décadas atrás, los días de infancia en su pueblo natal, esa infanzona villa fundada en el siglo XVI por cédula real; allá estaba su casa de arcos y techo de tejas, muy cerca de la colonial plazuela.
Recuerda su pueblo de casitas de calicanto, por donde serpentea un río cantarino en cuya mansa corriente él jugó y se sumergió para atrapar camarones; el mismo río que se despeña en el palenque, según las consejas, el lugar preferido por los chaneques para sus retozos… El los había visto; un caluroso día cuando refrescaba su cuerpo en las quietas aguas, vio a esos pequeños seres que lo llamaban hacia ellos, entonces sintió miedo y los extraños niños desaparecieron misteriosamente. Esa visión le provocó un ataque de fríos de calentura que no cesaron, hasta que una vieja bruja de por el Puente Grande lo despojó del encanto con limpias de hierbas
Allá estabala Casa
de Piedra, donde eran tan divertido cazar lagartijas y acosar a los perros
vagabundos… Y aquellas excursiones al campo para recolectar frutas de la
estación… la delicia de los nanches, escobillas, chigalapolin, guayabas,
mangos, ciruelas…Y al recuerdo acuden los relatos de los viejos del pueblo
sobre lloronas y almas en pena, que se dejaban ver en noches de luna llena por
el barrio de Xogoyo o cerca del camposanto, donde por las tardes los negros
círculos trazados por los zopilotes en el cielo indicaban que estaba prohibido
acercarse.
Pero que días tan alegres los de la fiesta del señor Santiago, allá por julio, con grandes romerías llegadas de pueblos lejanos, el solemne Te Deum y la procesión del Santo Patrón llevado en andas por las callejuelas… Y después los jaripeos, las mojigangas, la danza de moros y cristianos y las corredizas de los líceres y la algarabía de la plaza con los puestos de los arribeños, que ofrecían golosinas deliciosas.
Por su mente pasa, seguramente, el templo de San Diego, con su torrecita encalada y su nave pequeña que a los ojos infantiles parecía de inmensas proporciones… Y al fondo la imagen del apóstol Santiago en su caballito blanco, como arrancado del volantín de la feria. Precisamente, fue párroco de esa iglesia, un viejecito bonachón, quien le enseñó las primeras letras y le regaló un libro voluminoso para que practicara la lectura.
Recuerda aquel tomo encuadernado en piel, parecido a los que ahora lleva bajo el brazo. Era una novela que contaba las aventuras de un caballero medio loco que luchaba por las causas nobles. Entonces, él, niño azorado comparaba a ese personaje de lanza y escudo con el señor Santiago del templo, y en muchas ocasiones observó detenidamente la imagen religiosa para encontrarle semejanzas con el protagonista de la novela.
Cuando padeció de fuertes fiebres tercianas, deliraba con el caballero héroe; lo veía personificado en el apóstol Santiago que, espada en alto y a galope en el blanco corcel, atravesaba el Puente Grande en persecución de chaneque s y almas en pena, y se perdía entre las nubes, lejos, por los rumbos del volcán San Martín.
Pero hay pasajes que ya no acuden a su mente: Ahora no puede situar cuándo y por qué abandonó aquel plácido pueblo y pasó a la capital inmensa para estudiar y dedicarse a las letras y a la cátedra…
Embelesado en recuerdos llega a su destino. Por los corredores universitarios poblados de inquietos muchachos, corre un aire frío que obliga al anciano a cerrarse el gabán. En el aula lo esperan para escucharlo con atención, pero él permanece largo rato en silencio, con la mirada perdida en la distancia… El maestro quiere seguir recordando.
Con las manos en los bolsillos del lustroso gabán piensa que ahora no analizará con los alumnos otro capítulo del Quijote. Quizás les hablará de las reminiscencias que han aflorado en él, de su vida, de su pueblo, de todo eso que estaba guardado en algún reducto de su memoria…Pero calla y los muchachos se preguntan “¿qué le pasa al maestro?”, pero nadie puede responder.
Así transcurren los días. El maestro vuelve a sus doctas explicaciones sobre la lengua de Cervantes. Y por momentos queda en silencio, inmerso en un profundo vacío que su sabiduría no alcanza a disipar…Porque hace tiempo, la bruma del olvido ha ido esfumando las imágenes de aquel pueblo del señor Santiago, donde, un día, el cura le regalara el libro que arraigó en él la pasión por el loco genial dela Mancha
Y se tornó taciturno, olvidadizo, malgeniado; su figura se
encorvó más y, alejado ya de las aulas, se dedicó a espiar a la muerte, rodeado
de libros y de gatos callejeros…
La noche que murió, alguien –en su pueblo natal- aseguró haberlo visto: Iba el maestro Erasmo Castellanos Quinto cabalgando un fantasmagórico corcel –tal vez Rocinante o el caballo de Santiago-, seguido por numerosos mininos famélicos… llevaba el mismo gabán gris y lustroso. Bajo el brazo sostenía sus libros “Desde el fondo del abra” y “Estudios sobre El Quijote” y una abultada
alforja de la que se escapaban recuerdos y poemas que, poco a poco, se dispersaron sobre el cielo tuxteco.
Datos de Wikipedia. Erasmo Castellanos Quinto (Santiago Tuxtla, Veracruz; 2 de agosto de 1880 – México, D. F.; 11 de diciembre de 1955. Fue un abogado, humanista y poeta mexicano. Es considerado el más profundo y primer cervantista de América.
Parece una estampa del pasado o un fantasma que a diario recorre las calles del barrio universitario, rumbo a la vieja escuela donde imparte su cátedra erudita. Camina despacio, sin prisa, como acariciando cada loza que pisan sus viejos zapatos; hay quienes aseguran haberlo visto calzar tenis y entonces –dicen- su figura se torna extraña y risible.
Ahí va, hacia San Ildefonso, con sus libros, mesándose la barba, pensando, evocando. Seguramente cada paso es un recuerdo. Tal vez rememora otro tiempo, muchas décadas atrás, los días de infancia en su pueblo natal, esa infanzona villa fundada en el siglo XVI por cédula real; allá estaba su casa de arcos y techo de tejas, muy cerca de la colonial plazuela.
Recuerda su pueblo de casitas de calicanto, por donde serpentea un río cantarino en cuya mansa corriente él jugó y se sumergió para atrapar camarones; el mismo río que se despeña en el palenque, según las consejas, el lugar preferido por los chaneques para sus retozos… El los había visto; un caluroso día cuando refrescaba su cuerpo en las quietas aguas, vio a esos pequeños seres que lo llamaban hacia ellos, entonces sintió miedo y los extraños niños desaparecieron misteriosamente. Esa visión le provocó un ataque de fríos de calentura que no cesaron, hasta que una vieja bruja de por el Puente Grande lo despojó del encanto con limpias de hierbas
Allá estaba
Pero que días tan alegres los de la fiesta del señor Santiago, allá por julio, con grandes romerías llegadas de pueblos lejanos, el solemne Te Deum y la procesión del Santo Patrón llevado en andas por las callejuelas… Y después los jaripeos, las mojigangas, la danza de moros y cristianos y las corredizas de los líceres y la algarabía de la plaza con los puestos de los arribeños, que ofrecían golosinas deliciosas.
Por su mente pasa, seguramente, el templo de San Diego, con su torrecita encalada y su nave pequeña que a los ojos infantiles parecía de inmensas proporciones… Y al fondo la imagen del apóstol Santiago en su caballito blanco, como arrancado del volantín de la feria. Precisamente, fue párroco de esa iglesia, un viejecito bonachón, quien le enseñó las primeras letras y le regaló un libro voluminoso para que practicara la lectura.
Recuerda aquel tomo encuadernado en piel, parecido a los que ahora lleva bajo el brazo. Era una novela que contaba las aventuras de un caballero medio loco que luchaba por las causas nobles. Entonces, él, niño azorado comparaba a ese personaje de lanza y escudo con el señor Santiago del templo, y en muchas ocasiones observó detenidamente la imagen religiosa para encontrarle semejanzas con el protagonista de la novela.
Cuando padeció de fuertes fiebres tercianas, deliraba con el caballero héroe; lo veía personificado en el apóstol Santiago que, espada en alto y a galope en el blanco corcel, atravesaba el Puente Grande en persecución de chaneque s y almas en pena, y se perdía entre las nubes, lejos, por los rumbos del volcán San Martín.
Pero hay pasajes que ya no acuden a su mente: Ahora no puede situar cuándo y por qué abandonó aquel plácido pueblo y pasó a la capital inmensa para estudiar y dedicarse a las letras y a la cátedra…
Embelesado en recuerdos llega a su destino. Por los corredores universitarios poblados de inquietos muchachos, corre un aire frío que obliga al anciano a cerrarse el gabán. En el aula lo esperan para escucharlo con atención, pero él permanece largo rato en silencio, con la mirada perdida en la distancia… El maestro quiere seguir recordando.
Con las manos en los bolsillos del lustroso gabán piensa que ahora no analizará con los alumnos otro capítulo del Quijote. Quizás les hablará de las reminiscencias que han aflorado en él, de su vida, de su pueblo, de todo eso que estaba guardado en algún reducto de su memoria…Pero calla y los muchachos se preguntan “¿qué le pasa al maestro?”, pero nadie puede responder.
Así transcurren los días. El maestro vuelve a sus doctas explicaciones sobre la lengua de Cervantes. Y por momentos queda en silencio, inmerso en un profundo vacío que su sabiduría no alcanza a disipar…Porque hace tiempo, la bruma del olvido ha ido esfumando las imágenes de aquel pueblo del señor Santiago, donde, un día, el cura le regalara el libro que arraigó en él la pasión por el loco genial de
Y
La noche que murió, alguien –en su pueblo natal- aseguró haberlo visto: Iba el maestro Erasmo Castellanos Quinto cabalgando un fantasmagórico corcel –tal vez Rocinante o el caballo de Santiago-, seguido por numerosos mininos famélicos… llevaba el mismo gabán gris y lustroso. Bajo el brazo sostenía sus libros “Desde el fondo del abra” y “Estudios sobre El Quijote” y una abultada
alforja de la que se escapaban recuerdos y poemas que, poco a poco, se dispersaron sobre el cielo tuxteco.
Datos de Wikipedia. Erasmo Castellanos Quinto (Santiago Tuxtla, Veracruz; 2 de agosto de 1880 – México, D. F.; 11 de diciembre de 1955. Fue un abogado, humanista y poeta mexicano. Es considerado el más profundo y primer cervantista de América.
Semblanza biográfica
Obtuvo el título
de abogado en la Ciudad de México. Sin ejercer su profesión, se
dedicó a las Letras y a la docencia impartiendo clases en la Escuela
Nacional Preparatoria así como en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad Nacional
Autónoma de México (UNAM).
Fue nombrado miembro
correspondiente de la Academia Mexicana
de la Lengua el
20 de marzo de 1920 y miembro de número el 4 de julio de 1928 para ocupar la
silla VII, sin embargo al no llegar a tomar posesión de la misma, reasumió la
categoría de correspondiente el 4 de enero de 1933. Finalmente tomó posesión de
la silla XIX el 12 de junio de 1953. Murió el 11 de diciembre de 1955 en la Ciudad de México.
Obras publicadas
Del fondo del
abra (1919).
Poesía inédita (1962), publicación póstuma.
hola¡¡ La fotografía del maestro Erasmo de qué libro es?
ResponderEliminarHola, la fotografía de arriba la tomé de Wikipedia.
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