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lunes, 2 de abril de 2012

LEYENDAS DE KARUKINKÁ



TARÉMKELAS 
Nicasio Tangol
Escritor chileno (1906-1980)

     Cuando en la tierra aún no había vegetación, ríos ni mares, cielo ni montañas, ya existía el Sur. El Sur de aquellos tiempos era un gigante inmenso llamado Tarémkelas. Nadie sabe en que momento llegó Tarémkelas a la tierra ni de dónde pudo venir. Lo cierto es que se instaló en el último confín del mundo y ahí se quedó dormitando; ese mundo de oscuridad y silencio le producía un letargo morboso. Varias veces intentó salir de él, pero cuando abría los ojos y su mirada caía en la sombra de ese abismo inmutable, volvía a adormecerse. Podemos intuir que permaneció aletargado siglos o milenios, pero para él, el tiempo no existía, porque su mundo era la quietud absoluta. Cuando la inercia estaba por transformarlo en una gigantesca estatua pétrea, la tierra remeció sus entrañas y, en un parto de fuego, le entregó otro mundo. Era el Génesis que iniciaba sus primeros trajines, gestando en la soledad inmensa del universo, un crepitar prolongado y cadencioso. Para Tarémkelas, que durante su existencia sólo había permanecido en la placenta del silencio virginal, esos ruidos eran verdaderos torrentes de truenos infernales que le enseñaron una sensación desconocida: el miedo. Estremecido, sacudió su somnolencia y dando saltos enormes de bestia herida, huyó por la oscura e interminable planicie grumosa. Las pisadas torpes de su andar sin rumbo, despertaban extrañas resonancias que aumentaban su congoja y desesperación. Aunque la extensa llanura no le presentaba obstáculos, llegó el momento en que su robustez de gigante comenzó a flaquear y el cansancio lo obligó a detenerse. El sueño milenario que se adhería a él como un pellejo de sombras, volvió a acosarlo; era una oscuridad espesa y gelatinosa que oprimía su cuerpo con sus enormes manos negras. Pero antes que el Universo del Silencio volviera a germinar, una voz de trueno se desprendió de lo alto de las tinieblas, haciendo retumbar la soledad esteparia. Ese estruendo, que por primera vez llegaba a oídos de Tarémkelas le produjo tal estupor, que lo hizo huir de nuevo. Atemorizado, corría por planicies interminables, sin rumbo corría y corría acosado por la voz de trueno que se desprendía de lo alto de las tinieblas. De pronto esa voz, que tanto estupor le había causado, fue tornándose suave, cada vez más suave y seductora. Por último, se transformó en un arrullo, arrullo que paulatinamente lo fue sumiendo en un dulce sopor de ensueño.
     Y sucedió entonces lo sorprendente. La Bóveda Celeste, que era quien lo arrullaba desde la altura, bajó a la tierra. Descendió tan suave y sigilosa, que Tarémkelas sólo se percató de su presencia cuando ella le dijo con voz de hembra: “soy la Bóveda Celeste”.
     Tarémkelas, a pesar de su sorpresa, no logró salir de su Aturdimiento; la sombría soledad austral lo había sumergido de nuevo en su primitiva somnolencia. Pero su cuerpo de titán, recostado en la falda de una colina rocosa, experimentaba ahora un placer extraño. Era el contacto con la Bóveda Celeste que se había tendido a su lado. Ella, por largo rato, lo acarició con calor y ternura de hembra. Luego se unió a él en un fuerte abrazo de pasión cósmica.
     Y de esta unión, tan sorprendente y heterogénea, nació Kenós.


KENÓS

     Kenós, que tuvo por padre a Tarémkelas y por madre a la Bóveda Celeste, fue el arquitecto del Universo, el creador del hombre y el poblador de la tierra.
     ¿Quién se preocupó de la crianza de Kenós y cuáles fueron las alternativas de su desarrollo? ¿Qué procedimientos empleó para estructurar el mundo y crear al hombre? ¿Cómo logró concebir sus realizaciones y de dónde sacó el poder para hacerlas? Son las preguntas que, hasta nuestros días, nadie ha podido contestar. Sabemos, sí,  que cuando él tuvo noción de su existencia, la tierra era sólo un mundo de oscuridad y silencio; y que fue él quien, luego de establecer el orden en el Universo, creó la luz, la vida y el movimiento. Posteriormente, y cuando ya comenzaba a gestarse la naturaleza, creó a los ohuens, a los hombres primitivos, quienes, con el transcurrir de los milenios, pasaron a ser los antepasados de los onas.
     Kenós, impulsado por su pasión creadora, distribuyó la luz y la vida por todos los confines de la tierra. Finalmente, después de perfeccionar lo hecho y de agregar nuevas estructuras, viejo ya, regresó a Karukinká.
     Mientras descansaba, comprendió que a pesar de todo lo que ya había realizado, aún quedaba mucho por hacer, y que no debía dejar este mundo sin completar su labor. Pero, ¿cómo continuar trabajando, si sus energías estaban agotadas?
     - Tendré que encontrar la manera de recuperar mis fuerzas –se dijo, y a ese objetivo dedicó la poca vitalidad que le quedaba.
     Después de largo meditar, llamó a los ohuens que colaboraran con él y les dijo:
      - Poco a poco mi cuerpo se ha ido debilitando, todo cuanto he hecho para         fortalecerme ha sido inútil. Me queda, sin embargo, una última posibilidad; para intentarla necesito viajar al norte, y en el estado en que me encuentro no podré hacerlo sin vuestra ayuda y compañía.
     Chinhuken (estrella), uno de los ohuens que acompañó a Kenós hasta que éste abandonó la tierra, manifestó:
           - Ordena, estimado Kenós, todo se hará según tu deseo.
Si es así, saldremos en cuanto estén listos…
     Hostigados por una espesa neblina, el anciano y sus acompañantes emprendieron el peregrinaje hacia el norte. Lenta y penosa se hacía la marcha por la extendida planicie, que se prolongaba más allá de la penumbra de un horizonte sin límite.
     Al llegar a un arroyuelo, el anciano se sentó agobiado por un cansancio que le nublaba los ojos y entorpecía sus movimientos; era la fatiga de la muerte. Pero tuvo ánimo para ordenar a sus discípulos:
     - Ahora cavarán una fosa, y en cuanto esté lista me sepultarán en ella.
     Como los ohuens vacilaban y no se decidían a cumplir sus órdenes, agregó:
     - Nada deben temer. Estoy seguro que es el único procedimiento que me permitirá recuperar mis energías. Y si así no fuese, ¿qué se perdería? Viejo como estoy, ¿sirvo para algo, acaso?; bien saben que no. Hagan, entonces, lo que les pido.
     A pesar de sus dudas, los discípulos obedecieron. Abrieron la fosa, y luego de envolver al anciano en su capa, como él indicó, lo sepultaron vivo.
     - ¿Qué haremos ahora? – preguntó uno de los discípulos.
     - Esperar, esperar como él ordenó, hasta que se recupere- respondió Chinhuken, luego se instaló en cuclillas al lado del sepulcro. Sus compañeros, en reverente silencio, lo imitaron. Y ahí se quedaron en una actitud de rumiantes prehistóricos echados en la inmensidad del silencio.
     El tiempo pasaba y Kenós no daba señales de vida. Sus acompañantes languidecían en la espera, y cuando ya pensaban que no volvería a vivir, la tierra que cubría su cuerpo empezó a moverse, y ante el estupor y la alegría de los discípulos, el maestro se incorporó bruscamente, levantando una inmensa nube de polvo. Al mismo tiempo, una fetidez insoportable se esparció por la llanura.
     Sufriendo el mal olor, pero lleno de júbilo, Chinhuken se acercó al resucitado.
     - ¿Te sientes bien ahora, venerable Kenós? –preguntó.
     - Aún no, llévame al estero y lávame. Después de eso, todo estará bien.
     La limpieza de aquel cuerpo fétido fue una faena demorosa. Cuando los ohuens ya estaban casi agotados, sorpresivamente se desprendió toda la piel y cayó como un pellejo sobre las aguas del estero. Al instante, Kenós se irguió sonriente. Estaba transformado en un mocetón macizo y vigoroso.
     Una alegría indescriptible de saltos y gritos se apoderó de sus discípulos; era por la felicidad de verlo rejuvenecido y también por la posibilidad que ellos tenían de recurrir a esa maravillosa transformación.
     - Jamás olvidaré esta demostración de afecto –les dijo Kenós muy emocionado.
    - Somos parte de tu creación señor, y todo cuanto hagamos por demostrar nuestro agradecimiento será poco –respondió Chinhuken.
     Koyenkosvor, que era otro de los acompañantes, sin poder salir de su asombro, manifestó:
     - En verdad, estoy desorientado, señor; no tengo capacidad para explicarme este acontecimiento.
     - Todo fue muy sencillo. Sólo he recurrido al “Sueño terrenal”; la tierra me devolvió la juventud; así lo hará siempre. Ahora, si tú o cualquiera de ustedes desea recuperar la juventud, puede hacerlo, yo me encargaré de velarles el sueño…
     Y así ocurrió; los seguidores de Kenós decidieron recurrir al “Sueño terrenal” y se hicieron enterrar vivos. Tal como les había prometido, el propio Kenós veló su sueño, y en el momento oportuno, lavó sus cuerpos en el estero.
     De esta manera se establecía en la tierra la juventud y la vida eterna para los hombres, puesto que Kenós, además de dar a conocer a sus discípulos el secreto de la resurrección, los instruyó para que ellos también pudieran realizar ese milagro.
     Posteriormente los viajeros regresaron jóvenes y robustos a su terruño, provocando una verdadera conmoción en la comarca.
     Kenós continuó con mayor entusiasmo en su labor de creación. Absorto en su inmenso trabajo, llegó varias veces a la ancianidad y otras tantas se hizo enterrar vivo para recuperar su juventud. Repentinamente, fue acosado por una terrible congoja, por una angustia persistente, la que se tradujo por último en un cansancio morboso. Era el llamado del “Mundo Sideral”, y como su presencia en la tierra ya no era necesaria, decidió dejarla. Tomada esa determinación, acompañado del fiel Chinhuken, se dirigió al lago Kami (alargado), actual lago Fagnano.
     Cuando llegaron a la orilla de ese hermoso lago, y después de un breve descanso, Kenós preguntó a Chinhuken.
      - ¿No te parece que el Firmamento está demasiado bajo?
      - En realidad así es, señor.
      - Ahora corregiré ese defecto-aseguró Kenós- , y acto seguido se dirigió a uno de los cerros del lugar y comenzó a escalarlo. Al llegar a la cumbre, valiéndose de sus potentes brazos, levantó el Firmamento, dejándolo donde hoy se encuentra. Al instante una gran luminosidad invadió la tierra y el horizonte se alejó. Se fue mucho más allá de las cumbres rocosas. Sólo entonces Chinhuken comprendió que el poderoso Joon (hechicero)  había agrandado al mundo. Después de esa hazaña. Kenós saltó al espacio y subió a las alturas, desapareciendo tras las  nubes.
     Chinhuken se quedó perplejo, mirando embelesado la bóveda celeste. Más tarde regresó al tolderío. Cabizbajo entró a su cabaña, se instaló en cuclillas al lado del fogón, y ahí se quedó rumiando ideas resbaladizas.




LOS OHUENS

     Las portentosas creaciones realizadas por Kenós no lograron la total conformación del mundo que ahora nos rodea. Quedaba mucho por hacer y esa fue, aunque en forma muy lenta, la labor de los ohuens, quienes fueron, como ya se ha dicho, los primitivos pobladores de la tierra y los antepasados de los onas.
     Los onas, aparte de su gran estatura, en nada se diferenciaban del hombre común. Los ohuens, en cambio, constituían una especie de superhombres. Físicamente eran verdaderos gigantes, y de tan recia contextura, que al andar hacían estremecer la tierra. Su crecimiento era sumamente rápido, de tal manera que una criatura, al poco tiempo de nacer, comenzaba a caminar, convirtiéndose muy pronto en un robusto adolescente. Disponían de una vida eterna y de la facultad de rejuvenecer a voluntad.
     Además, estaban dotados del poder de Joon, don sobrenatural que se heredaba de padres a hijos. Este don, que podían perfeccionar por medio de la ejercitación mental, les permitía ejecutar empresas increíbles, irrealizables para el hombre común. El poder de Joon era una mezcla de magia y hechicería. Gracias a él, los ohuens podían realizar la metamorfosis de los hombres y la de los animales, incluso la de ellos mismos. Les confería, además, poder para dominar los elementos.
     Cuando los ohuens se cansaban de vivir y querían dejar la tierra, buscaban en qué perpetuarse, y en seguida, gracias a sus facultades sobrenaturales, cumplían su último deseo. El sol, la luna, las estrellas, las montañas, los cerros, los abismos, los mares, los ríos, los lagos, las cascadas, los animales y las aves, fueron originalmente ohuens; ohuens que gracias al poder de su hechicería, lograron esas transformaciones. Así, transformándose unos a voluntad y otros por fuerza, estructuraron la flora, la fauna y gran parte del mundo material que nos rodea.


        Karukinká. Nombre que daban los onas a la Tierra del Fuego. Esta isla fue descubierta por Fernando de Magallanes el primero de noviembre de 1520. Él la llamó  “Terra del Fuoco” debido a la gran cantidad de fogatas que aparecían en ella durante la noche; fenómeno ocasionado por la organización social de los aborígenes. Los onas jamás formaron tribus, tampoco aceptaron jefe ni cacique. Cada familia vivía completamente independiente. De ahí que durante la noche se encendieran tantas fogatas como familias había en la isla.

        Este libro reune material del folclor de los onas, grupo étnico principal de la región de Tierra de Fuego; a lo largo de los años Tangol fue "investigando y reconstituyendo, comparando y finalmente atesorando las escasas informaciones que existían sobre el pueblo Ona". Más que un libro científico, esta obra es la expresión literaria de una mitología original. 

     Tierra de Fuego. Es compartida por Argentina y Chile. Se extiende al sur y al este del estrecho de Magallanes y está compuesto por una isla principal, la isla Grande de Tierra del Fuego y una infinidad de islas grandes y pequeñas que forman una complicada red de canales. Pertenece en su mayor parte a la república de Chile, excepto la parte oriental de la isla Grande de Tierra del Fuego y la isla de los Estados que pertenecen a la república Argentina.


    

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