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martes, 24 de abril de 2012

EL COLGADO Ramón Rubín



EL COLGADO
Ramón Rubín (1912-199)

Imagen de Internet


¡No le hagas pelos, porque me tumba!...


     Fue mi padre un alteño de la mejor cepa. Trabajador incansable en los cuatro ranchos que heredase, alto y desgarbado en su figura, solemne de juicio, huraño de carácter y parco en la conversación, mostrábase tan fiel a la amistad como fácil a la violencia cuando alguien hería sus sentimientos.

     Tuvo en el pueblo la consideración de ricos y pobres. Pero su austeridad llegó a alcanzar relieves excepcionales en el seno de la familia, donde todo se empequeñecía con el contraste de su presencia.

     El resplandor de aquella vigorosa personalidad suya oscurecía los brillos de la de mi madre, la cual era mujer de grandes virtudes. Hacendosa y discreta, toda trenzas y enaguas, para ella los dominios de Satanás comenzaban al otro lado del umbral de nuestra morada, y casi nunca asomaba la nariz por él. Diríase que en la firmeza y altanería de mi progenitor, a quien adoraba con honda reverencia, había encontrado el apoyo necesario para ir sorteando con ventura los mágicos riesgos que mantenían trémula su voluntad; y que le era preferible no arriesgar un paso afuera sin su compañía.

     Siendo el primogénito, tuve que sentirme desde el uso de razón particularmente orgulloso de aquel padre. Llegué a tomarlo por modelo cuando trataba de consolidar esa personalidad austera, firme y cabal que le daba tono a su patriarcalismo y que fue la más cara de mis ambiciones.

     El día de los comienzos del siglo en que vine al mundo, tuvo él dos motivos de  satisfacción: mi nacimiento y el aviso de que un par de indómitos mozalbetes, a los que acusaban de ladrones de ganado y atribuían el hurto de una yunta desaparecida meses antes de nuestro rancho de Los Tules, estaban ahorcados y meciéndose con la brisa de la tarde en las ramas de los sabinos, junto al arroyo, por obra y gracia de la infatigable actividad draconiana de don Baldomero, el que fue jefe de acordada en la hacienda La Trasquila.


     Era el verdugo muy buen amigo de mi progenitor. Y pasada la fiesta del ajusticiamiento, éste se lo trajo a casa para celebrarlo.

     Penetraron en el zaguán haciendo sonar las rodajas de sus espuelas y los estoperoles que blindaban la suela de sus botines de oreja en el piso empedrado de canto aluvial. Y allí los recibió la nueva de mi nacimiento.

     Los rostros de ambos, mirándome con embeleso por la abertura del ropón, debieron de llenar con su silueta borrosa mi cegata primera perspectiva. Y tal vez fue preferible que no los distinguiese claramente, pues me hubiera producido honda impresión de susto el semblante cetrino de don Baldomero, con sus largos bigotes puntiagudos que marcaban el cuarto para las tres, sus ojos saltones y aquel flequillo agresivo, en forma de alero, que la cortesía dejaba al descubierto en el remate de una frente angosta, despojándole del eterno sombrero alemán, en fieltro color mamey, cuya copa apiloncillada conformó caprichosamente el cráneo de su pequeña cabeza.

     Tomaron algunos tragos en honor del doble acontecimiento feliz. Y, después de resolver que ese intrépido jefe de acordada apadrinaría mi bautizo, pasaron a las cuadras del corral para discutir de caballos.

     Debo decir que tuve un padrino ameritado y rumboso. Me abrumaba con regalos. Y a pesar de que sus quehaceres de perseguidor implacable de insumisos iban creciendo año por año con los vientos de rebelión que asolaban el país, nunca desperdició la oportunidad de acudir a tomarse una copa con mi padre, a conocer el estado de mi salud y progreso y a dedicarme una caricia cuando en los azares de su profesión pasaba cerca del pueblo.

     La última vez que pude verlo vivo estaba yo cumpliendo los once años.

     Mi padrino traía del cabestro un potranquillo muy lucido. Y, a tiempo que me daba unos amables capuchones, le dijo a mi progenitor:

      -Va pa dos meses que mi yegua zaina, que a usté le agrada tanto, parió este animalito, compadre. Y como ya no dilata que mi ahijado amacice y me había de gustar verlo montado en un buen penco, se lo truje pa que lo críe pa él.

      ¡Quién hubiera dicho entonces que este don Baldomero, tan dueño de sí, iba a acabar de aquella triste manera!

     El dictador, que llevaba muchos años firme en el poder, fue derrocado. Y puesto que mi padrino había hecho en el ejercicio de su profesión tantos enemigos, tuvo que andar algunos meses a salto de mata, terco en la esperanza de que las cosas volvieran a su estado anterior y obstinado en no salir de la comarca, como parecía aconsejarlo el más elemental sentido de la prudencia.

     Saqueada varias veces La Trasquila, los que habían sido sus patrones tuvieron que huir. Y, uno por uno, todos sus amigos fueron perdiendo el control y las influencias de que antes disfrutaron y con las que hubieran podido ayudarle.

     Del norte del país veíamos descender marejadas humanas que comandaban extraños generales, con polainas altas, sombreo tejano y, a veces ostentosas coquetas colgando del lóbulo de sus orejas. Eran hombres de estatura tan elevada como la nuestra. Y, siempre con el fusil y las cananas terciados a ala espalda y sobre el pecho, chocaban en batallas estrepitosas con otros revolucionarios menudos y más prietitos, que procedían del sur, arrasándolo todo a su paso como si fueran mangas de langosta. Carneaban las reses, llevábanse nuestros caballos y sometían a saqueo las trojes y los almiares. Las mujeres tenían que vivir muy alerta para ocultar a tiempo a sus hijas guapas.

     Los alteños fuimos espectadores un poco despectivos de estas batallas cuya dinámica nos era difícil comprender. A no ser los de La Trasquila, en este lado de nuestra región nunca existieron hacendados y peones como en el resto del país. Y la pugna mortal que lo asolaba había nacido de una rivalidad entre estas dos clases sociales tan extremosas. Por otra parte, la fatiga que en nuestro temperamento volviese atávica la necesidad de extraerle el sustento a una tierra tan dura y tan poco pródiga como la de Los Altos, nos hacía sentir abúlicos frente a los impulsos emotivos que alentaba la ya larga persistencia de la Revolución, y demasiado absortos en nuestra lucha contra la pobreza del terreno para que experimentáramos el deseo de lanzarnos en busca de otros rivales. De modo que solo nos preocupaba recibir el menor daño posible de las visitas de unos y otros.

     Pero los muchos pendientes que el jefe de acordada tenía con los intrusos hicieron que acabara siendo su víctima.

     Lo apresaron un día que llegaba solo, a campo traviesa y en dirección a mi pueblo.

     Creo que le asistía la esperanza de encontrar refugio en casa de su buen amigo y compadre, mi progenitor. Mas, sorprendidos por la delación de uno de sus antiguos y numerosos rivales, lo detuvo la escolta antes que llegara y le hizo caminar dos leguas para colgarlo de la misma rama en la que él dejo exhibiendo los cadáveres de los mozos que ejecutara en la fecha precisa de mi nacimiento.

     Cuando la noticia se difundió y lo supe, fui al sabinal del arroyo acompañado por otros muchachos de mi edad para verlo.

     Su corpachón largo y desmadejado, de alteño genuino, colgaba escurrido y lacio hasta casi rozar con los pies las flores de las cinco-llagas que alfombraban el suelo. Parecía haber crecido con la muerte como si le hubieran jalado de las piernas. Tenía la lengua gruesa, ennegrecida y de fuera, los ojos brotándole de las órbitas… Sólo aquellas agresivas guías horizontales de su bigote conservaban el equilibrio, como esas astas de novillo cerrero que siempre son lo último en disgregarse de la calaca.

     Mis tiernos catorce años se estremecieron con la contemplación macabra de un muerto por el que en vida había sentido cariño y admiración. Y me quedé anonadado ante él, sin encontrarle cauce a un sentimiento rebelde en el que palpitaban tempranos impulsos de violencia.

     Media hora después llegaba mi padre a rescatarme de ese espectáculo.

     Yo esperaba que su indignación explotase respaldando la mía. Y noté asombrado que se conducía con extrema cautela, eludiendo hasta el hecho elemental de santiguarse ante el difunto y aun de dirigirle una piadosa mirada. Después pude confirmar que solo había acudido en mi busca a regañadientes, traído por el afecto de padre y tratando de sobreponerse a un pánico recóndito que, sin embargo, se le traslucía.

     Tomándome con cierta brusquedad de una mano para obligarme a que lo siguiera, me amonestó:

      -¿Qué vino a hacer aquí?... ¡Ande! ¡Jálele para la casa!...

     Sintiendo que las protestas se me agolpaban en la garganta, resistí el tirón y exclamé, al borde ya del histerismo:

     -¿No vio, pues, quién está colgado ai?... ¡Es mi padrino!

     A unos cuantos metros se hallaba el oficial de la escolta, un fuereño robusto y un tanto maduro, de facciones chatas. Y debió oírme claramente.

     Fijando su mirada en mi padre se nos acercó paso a paso, hasta interceptarnos el camino por donde a jalones me empezaba a llevar. Y, de súbito, interpeló al viejo con un acento calmado pero imperioso:

     -¿Conoció al muerto?

     Mi progenitor se detuvo, titubeante. Vi que el pavor bailaba en sus rasgos y que la tez se le iba poniendo lívida hasta casi la transparencia. Repuso, venciendo una obstrucción en la garganta:

      -De vista.

     Toda mi contenida exaltación se volvió en su contra al escucharle. Lo miré con amargura y reproche, resistiéndome a admitir que él, tan íntegro, negara así al amigo y compadre fulminado por la desgracia. En aquel momento me parecía que se estuviera desplomando de su pedestal el elevado concepto que siempre tuve sobre su dignidad y su hombría. Y atribuyéndole una nueva y despreciable condición de cobarde nato, me sentí defraudado y presa de desaliento, en lo más hondo de una profunda amargura.

     De seguro interpretaba él correctamente aquellos sentimientos míos; pues eludió, sobrecogido y confuso, el chispear de mis miradas conminativas.

     El oficial estaba atento a la escena. E, insatisfecho, perseveró:

      -¿No fueron compadres?

     Volví a contemplar a mi padre con una tensa expresión de súplica. El anhelo porque correspondiese a la férvida opinión que de su entereza guardara asumiendo una actitud arrogante, me había vuelto brutalmente incomprensivo. Y no logró aflojar mi adustez ni el hecho patético de que me mirase como pidiéndome clemencia… Desmoralizado, se desentendió de mí para responder a su interlocutor, con la misma angustia que si se encontrara braceando entre el cieno de un pantano:

      -Conocido, nomás.

     Solté su mano con repugnancia, encastillándome en una coraza de desdén. Y exigí, altanero hasta la insolencia:

      -¡Déjeme aquí!... ¡Quiero quedarme con mi padrino!...

     Empavorecido por aquella reiteración del vínculo ante el militar; sin la posibilidad de ablandarme con una explicación y temiendo comprometerse más si al hacerme violencia suscitaba un escándalo, él se mantuvo unos instantes, perplejo.

     Hasta que, con voz sombría, le preguntó el oficial:

      -¿No es hijo suyo el muchacho?

     Y comprendiendo que con admitirlo se declaraba compadre del ajusticiado y candidato, tal vez, a correr su misma suerte, después de implorarme perdón con otra mirada, me negó también.

     Y se fue cerro arriba, rodeando al revolucionario que le interceptaba el sendero y dejándome abandonado a su merced de mi inaudita necedad de adolescente.

     El oficial lo vio perderse tras el doblez más alto del terreno, sin que intentara detenerlo.

     Yo les volví la espalda a ambos con desprecio. Y sentado sobre el peñasco de la ladera, me mantuve de cara  al ahorcado, aunque sin verlo, pues un turbión de sentimientos contradictorios me invadía el espíritu ofuscando mi razón.

     Hasta que, momentos después, el militar, el cual me observaba con una curiosidad que gradualmente se iba convirtiendo en inquina, avanzó unos pasos hacia mí, despojose de su ferrado cinturón y con parsimonia, dejó en el suelo sable, pistola y cartucheras y, cruzándome la cara de dos furiosos cintarazos, se puso a gritarme conminativo:

      -¡Mocoso estúpido!... ¡Obedezca a su padre y lárguese a su casa con él!

     Subí el repecho con el ánimo tan torturado por las confusiones que ni siquiera sentía el dolor que aquellos inesperados azotes me dejaron en el rostro.






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