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lunes, 10 de diciembre de 2012

PIGMALIÓN Y GALATEA


PIGMALIÓN Y GALATEA

Solamente Ovidio nos ha dejado esta leyenda y por esto a la diosa del Amor se le llama Venus. Es un excelente ejemplo de cómo Ovidio presenta un mito.



En Chipre, un joven escultor de gran talento llamado Pigmalión era un misógino declarado;

Odiaba los defectos que la naturaleza había puesto en las mujeres,

y mantenía la firme decisión de no casarse jamás; su arte le bastaba, decía. Sea que no pudiera arrancar de su espíritu tan fácilmente como de su vida el objeto de esta desaprobación, sea que pretendiera modelar una mujer perfecta, demostrar a los hombres las deficiencias de una especie que le era imposible soportar, siempre ocurría que la estatua a que dedicaba todo su genio representaba una mujer.

     Con extremo cuidado, pasaba y repasaba largos ratos su cincel sobre la estatua de marfil, que por fin se convirtió en una exquisita obra de arte. Pero no estaba todavía satisfecho. Día tras día trabajaba en ella y al embrujo de sus dedos se iba volviendo cada vez más bella. No había nacido la mujer, ni se había esculpido la estatua capaz de rivalizar con ella. Cuando llegó el día en que no le fue posible añadir ninguna perfección, su creador sintió en sí algo extraño: se enamoró apasionadamente de la forma nacida de sus manos. A decir verdad, la estatua no parecía tal; nadie la hubiera creído de marfil o de mármol, sino de carne humana que simulaba por un momento la inmovilidad. Pues tal era el maravilloso poder de este joven esquivo que poseía el arte más sublime: el de disimular el arte.



     Pero desde ese momento, el sexo que siempre despreció le dio cruel réplica. Ningún amante transido de amor por una virgen viva sufrió jamás una pena tan desesperada como la de Pigmalión. Posaba sus labios sobre los labios rígidos que no podían devolverle su beso; acariciaba sus manos y su cara y la estatua permanecía insensible; la estrujaba en sus brazos, pero ella seguía impasible y fría. Durante algún tiempo intentó simular, como hacen las niñas con sus muñecas. La vestía con trajes suntuosos, cambiándolos de color, y trataba de imaginarse que era feliz. La colmaba de los presentes que tanto complacen a las jóvenes: pajaritos, flores y las brillantes lágrimas de ámbar que lloran las hermanas de Faetón, e imaginaba que se lo agradecía rendidamente. Por la noche, la tendía sobre un lecho y la envolvía en cálidas y suaves mantas, como hacen las niñas pequeñas con sus muñecas. Pero él no era un niño, ni podía continuar durante mucho tiempo este juego, y pronto renunció. Amaba un objeto sin vida y era terriblemente desgraciado.

     Esta pasión tan singular no tardó en conocerla la diosa del Amor. Venus se interesó por aquel sentimiento tan poco frecuente, por aquel amante de una especie nueva, y decidió ayudar al muchacho que podía ser amante y a la vez original.

     La fiesta de Venus se celebraba extraordinariamente en Chipre, la isla que eligió la diosa cuando surgió de la espuma. Se le ofrecía gran número de becerras blancas como la nieve con sus cuernos dorados; el olor divino del incienso se elevaba de sus numerosos altares y se extendía por toda la isla; las multitudes acudían a sus templos, no había amante desairado que no fuera allí suplicando que el objeto de su amor se decidiera al fin a escucharle. Y allí también lógicamente estaba Pigmalión. Sin atreverse a pedir más, suplicaba a la diosa que le hiciera hallar una muchacha parecida a su estatua. Pero Venus ya sabía su verdadero deseo, y para demostrarle que acogía favorablemente sus súplicas permitió que por tres veces se elevara hacia lo alto, luminosa y reverberante, la llama del altar en que estaba postrado.

     Impresionado por esta señal de buen augurio, Pigmalión volvió a su casa, junto a su amor, la estatua que había plasmado y había robado su corazón. La encontró en su pedestal más bella que nunca. La acarició y retrocedió. ¿Era sólo una ilusión o realmente había sentido un poco de calor bajo sus manos? Depositó un prolongado beso sobre sus labios y éstos se humanizaron bajo los suyos. Tocó los brazos, la espalda. Como cera que se funde al sol, desapareció la dureza. La tomó por la muñeca y le sentía el pulso. “!Venus! – se dijo -. Esto es obra de la diosa”. Y con gratitud y alegría desbordantes, acogió a la amada en sus brazos. Sonrojose ella y sonrió.

     Venus honró la boda con su presencia, pero de lo que ocurrió después nada sabemos, salvo que Pigmalión otorgó a la muchacha el nombre de Galatea y que su hijo, Épafo, dio el suyo a la ciudad favorita de Venus.

EDITH HAMILTON. MITOLOGÍA. 1976.
    


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