PIGMALIÓN Y GALATEA
Solamente Ovidio nos ha dejado esta leyenda y por esto
a la diosa del Amor se le llama Venus. Es un excelente ejemplo de cómo Ovidio
presenta un mito.
Odiaba los defectos que la naturaleza
había puesto en las mujeres,
y mantenía
la firme decisión de no casarse jamás; su arte le bastaba, decía. Sea que no
pudiera arrancar de su espíritu tan fácilmente como de su vida el objeto de
esta desaprobación, sea que pretendiera modelar una mujer perfecta, demostrar a
los hombres las deficiencias de una especie que le era imposible soportar,
siempre ocurría que la estatua a que dedicaba todo su genio representaba una
mujer.
Con extremo cuidado, pasaba y repasaba
largos ratos su cincel sobre la estatua de marfil, que por fin se convirtió en
una exquisita obra de arte. Pero no estaba todavía satisfecho. Día tras día
trabajaba en ella y al embrujo de sus dedos se iba volviendo cada vez más bella.
No había nacido la mujer, ni se había esculpido la estatua capaz de rivalizar
con ella. Cuando llegó el día en que no le fue posible añadir ninguna perfección,
su creador sintió en sí algo extraño: se enamoró apasionadamente de la forma
nacida de sus manos. A decir verdad, la estatua no parecía tal; nadie la
hubiera creído de marfil o de mármol, sino de carne humana que simulaba por un
momento la inmovilidad. Pues tal era el maravilloso poder de este joven esquivo
que poseía el arte más sublime: el de disimular el arte.
Pero desde ese momento, el sexo que siempre
despreció le dio cruel réplica. Ningún amante transido de amor por una virgen
viva sufrió jamás una pena tan desesperada como la de Pigmalión. Posaba sus
labios sobre los labios rígidos que no podían devolverle su beso; acariciaba
sus manos y su cara y la estatua permanecía insensible; la estrujaba en sus
brazos, pero ella seguía impasible y fría. Durante algún tiempo intentó simular,
como hacen las niñas con sus muñecas. La vestía con trajes suntuosos, cambiándolos
de color, y trataba de imaginarse que era feliz. La colmaba de los presentes
que tanto complacen a las jóvenes: pajaritos, flores y las brillantes lágrimas
de ámbar que lloran las hermanas de Faetón, e imaginaba que se lo agradecía
rendidamente. Por la noche, la tendía sobre un lecho y la envolvía en cálidas y
suaves mantas, como hacen las niñas pequeñas con sus muñecas. Pero él no era un
niño, ni podía continuar durante mucho tiempo este juego, y pronto renunció. Amaba
un objeto sin vida y era terriblemente desgraciado.
Esta pasión tan singular no tardó en
conocerla la diosa del Amor. Venus se interesó por aquel sentimiento tan poco
frecuente, por aquel amante de una especie nueva, y decidió ayudar al muchacho
que podía ser amante y a la vez original.
La fiesta de Venus se celebraba
extraordinariamente en Chipre, la isla que eligió la diosa cuando surgió de la
espuma. Se le ofrecía gran número de becerras blancas como la nieve con sus
cuernos dorados; el olor divino del incienso se elevaba de sus numerosos
altares y se extendía por toda la isla; las multitudes acudían a sus templos,
no había amante desairado que no fuera allí suplicando que el objeto de su amor
se decidiera al fin a escucharle. Y allí también lógicamente estaba Pigmalión. Sin
atreverse a pedir más, suplicaba a la diosa que le hiciera hallar una muchacha
parecida a su estatua. Pero Venus ya sabía su verdadero deseo, y para
demostrarle que acogía favorablemente sus súplicas permitió que por tres veces
se elevara hacia lo alto, luminosa y reverberante, la llama del altar en que
estaba postrado.
Impresionado por esta señal de buen
augurio, Pigmalión volvió a su casa, junto a su amor, la estatua que había
plasmado y había robado su corazón. La encontró en su pedestal más bella que
nunca. La acarició y retrocedió. ¿Era sólo una ilusión o realmente había
sentido un poco de calor bajo sus manos? Depositó un prolongado beso sobre sus
labios y éstos se humanizaron bajo los suyos. Tocó los brazos, la espalda. Como
cera que se funde al sol, desapareció la dureza. La tomó por la muñeca y le
sentía el pulso. “!Venus! – se dijo -. Esto es obra de la diosa”. Y con
gratitud y alegría desbordantes, acogió a la amada en sus brazos. Sonrojose
ella y sonrió.
Venus honró la boda con su presencia, pero de lo que ocurrió después nada sabemos, salvo que Pigmalión otorgó a la muchacha el nombre de Galatea y que su hijo, Épafo, dio el suyo a la ciudad favorita de Venus.
Venus honró la boda con su presencia, pero de lo que ocurrió después nada sabemos, salvo que Pigmalión otorgó a la muchacha el nombre de Galatea y que su hijo, Épafo, dio el suyo a la ciudad favorita de Venus.
EDITH
HAMILTON. MITOLOGÍA. 1976.
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