KARMA
Y DHARMA
Antonio
Fco. Rodríguez Alvarado
Imagen Internet
Tardeaba el día cuando
tomé por la vereda, cercana al río, que
me llevaría al pueblo donde habían nacido mis abuelos. Iba entusiasmado
pensando que conocería un poco más de la vida de ellos, que la que me habían
contado mis padres. Las luces del naciente crepúsculo se filtraban a través de
las copas de los árboles dando una policroma tonalidad al boscoso paisaje. Podía
ver reflejos chispeantes de luz en la fronda y en partes de la hojarasca. El
aire traía un fresco aroma de flores. Arriba se escuchaba el trinar y el aleteo
de alguna parvada de tordos que regresaban a sus nidos. Del lado del río, el continuo
murmullo de éste y el croar de algunas ranas. Apresuré el paso, a lo lejos
distinguí un grupo de personas: era un anciano acompañado de un joven de unos
16 años y una muchachita de unos 14 años de edad. Nos saludamos y nos
acompañamos en el viaje.
El viejo me platicó que hacía unos 25 años
había perdido en la ciudad a su hijo de 6 años, y que fue tan grande el dolor
que no quiso tener más hijos, pero al paso del tiempo optó por tener a éstos
dos. La muchacha venía muy atenta cortando flores del camino para los floreros
de la casa, y el joven levantando pequeñas ramas y troncos que servirían de
leña.
Fuimos interrumpidos por los gritos de un
señor corpulento que venía detrás de nosotros y qué acercándose al viejo le
pidió que regresara para checar la marcha de una camioneta. Éste le dijo que
por hoy no podía dejar solos a sus hijos, pero que se comprometía a ayudarlo
muy temprano al día siguiente. El
corpulento, molesto, lo tomó por las solapas y empezó a golpearlo, y el viejo le contestó los golpes,
cayendo ambos al río. Los hijos, al ver al padre en desventaja se lanzaron al
río para defenderlo. Pero fue inútil, el corpulento golpeó a los tres.
Todo sucedió tan rápido que yo no alcancé
a reaccionar, y de momento vi venir a un señor joven y robusto y señalando al
viejo y los muchachos le dije: -Ese tipejo los acaba de golpear. E
instintivamente nos arrojamos al río, golpeando duramente entre los dos al
agresor, el cual llorando nos pidió perdón. ¿Lo matamos? le dije al señor
robusto, y éste respondió: -No, no vale la pena, es mejor que viva para que no
olvide nunca este momento.
El agresor, con la nariz y algunas costillas rotas, con dificultad logró ponerse quejumbrosamente en pie y caminando en forma claudicante, cayó varias veces al suelo.
Al acercarnos a socorrer a los muchachos y
al viejo, éste se quedó viendo fijamente al recién llegado, y sumamente
emocionado y con voz entrecortada le dijo: -Tienes los mismos ojos que mi
padre. Y abrazándolo efusivamente continúo diciendo: al fin te encuentro hijo
mío. E inesperadamente, ambos quedaron abrazados fuerte y cariñosamente y
llorando lágrimas de felicidad.
Llegamos al pueblo, me despedí de mis
nuevos amigos y busqué descansar en un hotel. Mañana… sería mi reencuentro con
los míos.
Veracruz, Ver. México
27/NOV /17
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