- NO SE DE DONDE LE
SALEN ESAS IDEAS A ELENA. Ella no fue educada de ese modo. Y usted, tampoco,
Víctor. Pero el hecho es que el matrimonio la ha cambiado. Sí, no cabe duda.
Creí que le iba a dar un ataque a mi marido. Esas ideas no se pueden defender,
y menos a la hora de la cena. Mi hija sabe muy bien que su padre necesita comer
en paz. Si no, en seguida, le sube la presión. Se lo ha dicho el médico. Y
después de todo, este médico sabe lo que dice. Por algo cobra a doscientos
pesos la consulta. Yo le ruego que hable con Elena. A mí no me hace caso.
Dígale que le soportamos todo. Que no nos importa que desatienda su hogar por
aprender francés. Que no nos importan esas medias rojas de payaso. Pero que a
la hora de la cena le diga a su padre que una mujer puede vivir con dos hombres
para complementarse... Víctor, por su propio bien usted debe sacarle esas ideas
de la cabeza a su mujer.
Desde que vio Jules e Jim en un cine-club,
Elena tuvo el duende de llevar la batalla a la cena dominical con sus padres –
la única reunión obligatoria de la familia -. Al salir del cine, tomamos el MG
y nos fuimos a cenar al Coyote Flaco en Coyoacán. Elena se veía, como siempre,
muy bella con el suéter negro y la falda de cuero y las medias que no le gustan
a su mamá. Además, se había colgado una cadena de oro de la cual pendía un
tallado en jadeíta que, según un amigo antropólogo, describe al príncipe Uno
Muerte de los mixtecos. Elena, que es siempre tan alegre y despreocupada, se
veía, esa noche, intensa: los colores se le habían subido a las mejillas y
apenas saludó a los amigos que generalmente hacen tertulia en ese restaurant un
tanto gótico. Le pregunté qué deseaba ordenar y no me contestó; en vez, tomó mi
puño y me miró fijamente. Yo ordené dos pepitos con ajo mientras Elena agitaba
su cabellera rosa pálida y se acariciaba el cuello:
- Víctor, nibelungo, por primera vez me
doy cuenta que ustedes tienen razón en ser misóginos y que nosotras nacimos
para que nos detesten. Ya no voy a fingir más. He descubierto que la misoginia
es la condición del amor. Ya sé que estoy equivocada, pero mientras más
necesidades exprese, más me vas a odiar y más me vas a tratar de satisfacer.
Víctor, nibelungo, tienes que comprarme un traje de marinero antiguo como el
que saca Jeanne Moreau.
Yo le dije que me parecía perfecto, con
tal de que lo siguiera esperando todo de mí. Elena me acarició la mano y
sonrió.
- Ya sé que no terminas de liberarte, mi
amor. Pero ten fe. Cuando acabes de darme todo lo que yo te pida, tú mismo
rogarás que otro hombre comparte nuestras vidas. Tú mismo pedirás ser Jules. Tú
mismo pedirás que Jim viva con nosotros y soporte el peso. ¿No lo dijo el
Güerito? Amémonos los unos a los otros, cómo no.
Pensé que Elena podría tener razón en el
futuro; sabía después de cuatro años de matrimonio que al lado suyo todas las
reglas morales aprendidas desde la niñez tendían a desvanecerse naturalmente.
Eso he amado siempre en ella: su naturalidad. Nunca niega una regla para
imponer otra, sino para abrir una especie de puerta, como aquellas de los
cuentos infantiles, donde cada hoja ilustrada contiene el anuncio de un jardín,
una cueva, un mar a los que se llega por la apertura secreta de la página
anterior.
- No quiero tener hijos antes de seis años
– dijo una noche, recostada sobre mis piernas, en el salón oscuro de nuestra
casa, mientras escuchábamos discos de Cannonball Adderley; y en la misma casa
de Coyoacán que hemos decorado con estofados policromos y máscaras coloniales
de ojos hipnóticos: Tú nunca vas a misa y nadie dice nada.
- Yo tampoco iré y que digan lo que
quieran; y en el altillo que nos sirve de recámara y que en las mañanas claras
recibe la luz de los volcanes: - Voy a tomar el café con Alejandro hoy. Es un
gran dibujante y se cohibiría si tú estuvieras presente y yo necesito que me
explique a solas algunas cosas; y mientras me sigue por los tablones que
comunican los pisos inacabados del conjunto de casas que construyo en el
Desierto de Leones: - Me voy diez días a viajar en tren por la República; y al
tomar un café apresurado en el Tirol a media tarde, mientras mueve los dedos en
señal de saludo a los amigos que pasan por la calle Hamburgo: - Gracias por
llevarme a conocer el burdel, nibelungo. Me pareció como de tiempos de
Toulouse-Lautrec, tan inocente como un cuento de Maupassant. ¿Ya ves? Ahora
averigüé que el pecado y la depravación no están allí, sino en otra parte; y
después de una exhibición privada de El ángel exterminador: - Víctor, lo moral
es todo lo que da la vida y lo inmoral lo que quita la vida, ¿verdad que sí?
Y ahora lo repitió, con un pedazo de
sándwich en la boca: - ¿Verdad que tengo razón? Si un ménage à trois nos da
vida y alegría y nos hace mejores en nuestras relaciones personales entre tres
de lo que éramos en la relación entre dos, ¿verdad que eso es moral?
Asentí mientras comía, escuchando el
chisporroteo de la carne que se asaba a lo largo de la alta parrilla. Varios
amigos cuidaban de que sus rebanadas estuvieran al punto que deseaban y luego
vinieron a sentarse con nosotros y Elena volvió a reír y a ser la de siempre.
Tuve la mala idea de recorrer los rostros de nuestros amigos con la mirada e
imaginar a cada uno instalado en mi casa, dándole a Elena la porción de
sentimiento, estímulo, pasión o inteligencia que yo, agotado en mis límites, fuese
capaz de obsequiarle.
Mientras observaba este rostro agudamente
dispuesto a escuchar (y yo a veces me canso de oírla), ése amablemente ofrecido
a colmar las lagunas de los razonamientos (yo prefiero que su conversación
carezca de lógica o de consecuencias), aquél más inclinado a formular preguntas
precisas y, según él, reveladoras (y yo nunca uso la palabra, sino el gesto o
la telepatía para poner a Elena en movimiento), me consolaba diciéndole que, al
cabo, lo poco que podrían darle se lo darían a partir de cierto extremo de mi
vida con ella, como un postre, un cordial, un añadido. Aquél, el del peinado a
lo Ringo Starr, le preguntó precisa y reveladoramente por qué seguía siéndome
fiel y Elena le contestó que la infidelidad era hoy una regla, igual que la
comunión todos los viernes antes, y lo dejó de mirar. Ése, el del cuello de
tortuga negro, interpretó la respuesta de Elena añadiendo que, sin duda, mi
mujer quería decir que ahora la fidelidad volvía a ser la actitud rebelde. Y
éste, el del perfecto saco eduardiano, sólo invitó con la mirada intensamente
oblicua a que Elena hablara más: él sería el perfecto auditor. Elena levantó
los brazos y pidió un café express al mozo.
Caminamos tomados de la mano por las
calles empedradas de Coyoacán, bajo los fresnos, experimentando el contraste
del día caluroso que se prendía a nuestras ropas y la noche húmeda que, después
del aguacero de la tarde, sacaba brillo a nuestros ojos y color a nuestras
mejillas. Nos gusta caminar, en silencio, cabizbajos y tomados de la mano, por
las viejas calles que han sido desde el principio, un punto de encuentro de
nuestras comunes inclinaciones a la asimilación. Creo que de esto nunca hemos
hablado Elena y yo. Ni hace falta.
Lo cierto es que nos da placer hacernos de
cosas viejas, como si las rescatáramos de algún olvido doloroso o al tocarlas
les diéramos nueva vida o al buscarles el sitio, la luz y el ambiente adecuados
en la casa, en realidad nos estuviéramos defendiendo contra un olvido semejante
en el futuro. Queda esa manija con fauces de león que encontramos en una
hacienda de los Altos y que acariciamos al abrir el zaguán de la casa, a
sabiendas de que cada caricia la desgasta; queda la cruz de piedra en el
jardín, iluminada por una luz amarilla, que representa cuatro ríos convergentes
de corazones arrancados, quizás, por las mismas manos que después tallaron la
piedra, y quedan los caballos negros de algún carrusel hace tiempo desmontado,
así como los mascarones de proa de bergantines que yacerán en el fondo del mar,
si no muestran su esqueleto de madera en alguna playa de cacatúas solemnes y
tortugas agonizantes.
Elena se quita el suéter y enciende la
chimenea, mientras yo busco los discos de Cannonball, sirvo dos copas de ajenjo
y me recuesto a esperarla sobre el tapete. Elena fuma con la cabeza sobre mis
piernas y los dos escuchamos el lento saxo del Hermano Lateef, a quien
conocimos en el Gold Bug de Nueva York con su figura de brujo congolés vestido
por Disraeli, sus ojos dormidos y gruesos como dos boas africanas, su barbilla
de Svengali segregado y sus labios morados unidos al saxo que enmudece al negro
para hacerlo hablar con una elocuencia tan ajena a su seguramente ronco
tartamudeo de la vida diaria, y las notas lentas, de una plañidera afirmación,
que nunca alcanzan a decir todo lo que quieren porque sólo son, de principio a
fin, una búsqueda y una aproximación llenas de un extraño pudor, le dan un
gusto y una dirección a nuestro tacto, que comienza a reproducir el sentido del
instrumento de Lateef: puro anuncio, puro preludio, pura limitación a los goces
preliminares que, por ello, se convierten en el acto mismo.
- Lo que están haciendo los negros
americanos es voltearle el chirrión por el palito a los blancos – dice Elena
cuando tomamos nuestros consabidos lugares en la enorme mesa chippendale del
comedor de sus padres –. El amor, la música, la vitalidad de los negros obligan
a los blancos a justificarse. Fíjense que ahora los blancos persiguen
físicamente a los negros porque al fin se han dado cuenta de que los negros los
persiguen sicológicamente a ellos.
- Pues yo doy gracias de que aquí no haya
negros – dice el padre de Elena al servirse la sopa de poro y papa que le
ofrece, en una humeante sopera de porcelana, el mozo indígena que de día riega
los jardines de la casota de las Lomas.
- Pero eso qué tiene que ver, papá. Es
como si los esquimales dieran gracias por no ser mexicanos. Cada quien es lo
que es y ya. Lo interesante es ver qué pasa cuando entramos en contacto con
alguien que nos pone en duda y sin embargo sabemos que nos hace falta. Y que
nos hace falta porque nos niega.
- Anda, come. Estas conversaciones se
vuelven más idiotas cada domingo. Lo único que sé es que tú no te casaste con
un negro, ¿verdad? Higinio, traiga las enchiladas.
Don José nos observa a Elena, a mí y a su
esposa con aire de triunfo, y doña Elena madre, para salvar la conversación
languideciente, relata sus actividades de la semana pasada, yo observo el
mobiliario de brocado color palo-de-rosa, los jarrones chinos, las cortinas de
gasa y las alfombras de piel de vicuña de esta casa rectilínea detrás de cuyos
enormes ventanales se agitan los eucaliptos de la barranca.
José sonríe cuando Higinio le sirve las
enchiladas copeteadas de crema y sus ojillos verdes se llenan de una
satisfacción casi patriótica, la misma que he visto en ellos cuando el
Presidente agita la bandera el 15 de septiembre, aunque no la misma – mucho más
húmeda – que los enternece cuando se sienta a fumar un puro frente a su
sinfonola privada y escucha boleros. Mis ojos se detienen en la mano pálida de
doña Elena, que juega con el migajón de bolillo y recuenta, con fatiga, todas
las ocupaciones que la mantuvieron activa desde la última vez que nos vimos.
Escucho de lejos esa catarata de idas y venidas, juegos de canasta, visitas al
dispensario de niños pobres, novenarios, bailes de caridad, búsqueda de
cortinas nuevas, pleitos con las criadas, largos telefonazos con los amigos,
suspiradas visitas a curas, bebés, modistas, médicos, relojeros, pasteleros,
ebanistas y enmarcadores. He detenido la mirada en sus dedos pálidos, largos y
acariciantes, que hacen pelotitas con la migaja.
- ... les dije que nunca más vinieran a
pedirme dinero a mí, porque yo no manejo nada. Que yo los enviaría con gusto a
la oficina de tu padre y que allí la secretaria los atendería...
... la muñeca delgadísima, de movimientos
lánguidos, y la pulsera con medallones del Cristo del Cubilete, el Año Santo en
Roma y la visita del Presidente Kennedy, realzados en cobre y en oro, que chocan
entre sí mientras doña Elena juega con el migajón...
- ... bastante hace una con darles su
apoyo moral, ¿no te parece? Te busqué el jueves para ir juntas a ver el estreno
de Diana. Hasta mandé al chofer desde temprano a hacer cola, ya ves qué colas hay
el día del estreno...
... y el brazo lleno, de piel muy
transparente, con las venas trazadas como un segundo esqueleto, de vidrio,
dibujado detrás de la tersura blanca.
- ... invité a tu prima Sandrita y fui a
buscarla con el coche pero nos entretuvimos con el niño recién nacido. Está
precioso. Ella está muy sentida porque ni siquiera has llamado a felicitarla.
Un telefonazo no te costaría nada, Elenita...
... y el escote negro abierto sobre los
senos altos y apretados como un nuevo animal capturado en un nuevo
continente...
- ... después de todo, somos de la
familia. No puedes negar tu sangre. Quisiera que tú y Víctor fueran al bautizo.
Es el sábado entrante. La ayudé a escoger los ceniceritos que van a regalarle a
los invitados. Vieras que se nos fue el tiempo platicando y los boletos se
quedaron sin usar.
Levanté la mirada. Doña Elena me miraba.
Bajó en seguida los párpados y dijo que tomaríamos el café en la sala. Don José
se excusó y se fue a la biblioteca, donde tiene esa rocola eléctrica que toca
sus discos favoritos a cambio de un falso veinte introducido por la ranura. Nos
sentamos a tomar el café y a lo lejos el jukebox emitió un glu-glu y empezó a
tocar Nosotros mientras doña Elena encendía el aparato de televisión, pero
dejándolo sin sonido, como lo indicó llevándose un dedo a los labios. Vimos
pasar las imágenes mudas de un programa de tesoro escondido, en el que un
solemne maestro de ceremonias guiaba a los cinco concursantes – dos jovencitas
nerviosas y risueñas peinadas como colmenas, un ama de casa muy modosa y dos
hombre morenos, maduros y melancólicos – hacia el cheque escondido en el
apretado estudio repleto de jarrones, libros de cartón y cajitas de música.
Elena sonrió, sentada
junto a mí en la penumbra de esa sala de pisos de mármol y alcatraces de
plástico. No sé de dónde sacó ese apodo ni qué tiene que ver conmigo, pero
ahora empezó a hacer juegos de palabras con él mientras me acariciaba la mano:
- Nibelungo. Ni Ve Lungo. Nibble Hongo.
Niebla lunga.
Los personajes grises, rayados, ondulantes
buscaban un tesoro ante nuestra vista y Elena, acurrucada, dejó caer los
zapatos sobre la alfombra y bostezó mientras doña Elena me miraba,
interrogante, en la oscuridad, con esos ojos negros muy abiertos y rodeados de
ojeras profundas. Cruzó una pierna y se arregló la falda sobre las rodillas.
Desde la biblioteca nos llegaban los murmullos del bolero: nosotros, que tanto
nos quisimos y, quizás, algún gruñido del sopor digestivo de Don José. Doña
Elena dejó de mirarme para fijar sus grandes ojos negros en los eucaliptos
agitados detrás del ventanal. Seguí su nueva mirada. Elena bostezaba y
ronroneaba, recostada sobre mis rodillas. Le acaricié la nuca. A nuestras
espaldas, la barranca que cruza como una herida salvaje las Lomas de Chapultepec
parecía guardar un fondo de luz secretamente subrayado por la noche móvil que
doblaba la espina de los árboles y despeinaba sus cabelleras pálidas.
- ¿Recuerdas Veracruz? – dijo, sonriendo,
la madre a la hija; pero doña Elena me miraba a mí. Elena asintió con un
murmullo, adormilada sobre mis piernas, y yo contesté: - Sí. Hemos ido muchas
veces juntos.
- ¿Le gusta? – Doña Elena alargó la mano y
la dejó caer sobre el regazo.
- Mucho – le dije -. Dicen que es la
última ciudad mediterránea. Me gusta la comida. Me gusta la gente.
Me gusta sentarme horas en los portales y
comer molletes y tomar café.
- Yo soy de allí – dijo la señora; por
primera vez noté sus hoyuelos.
- Sí. Ya lo sé.
- Pero hasta he perdido el acento – rió,
mostrando las encías - . Me casé de veintidós años. Y en cuanto vive una en
México pierde el acento jarocho. Usted ya me conoció, pues madurita.
- Todos dicen que usted y Elena parecen
hermanas.
Los labios eran delgados pero agresivos: -
No. Es que ahora recordaba las noches de tormenta en el Golfo. Como que el sol
no quiere perderse, ¿sabe usted?, y se mezcla con la tormenta y todo queda
bañado por una luz muy verde, muy pálida, y una se sofoca detrás de los
batientes esperando que pase el agua. La lluvia no refresca en el trópico. No más
hace más calor. Y no sé por qué los criados tenían que cerrar los batientes
cada vez que venía una tormenta. Tan bonito que hubiera sido dejarla pasar con
las ventanas muy abiertas.
Encendí un cigarrillo: - Sí, se levantan
olores muy espesos. La tierra se desprende de sus perfumes de tabaco, de café,
de pulpa...
- También las recámaras. – Doña Elena
cerró los ojos.
- ¿Cómo?
- Entonces no había closets. – Se pasó la
mano por las ligeras arrugas cercanas a los ojos -. En cada cuarto había un
ropero y las criadas tenían la costumbre de colocar hojas de laurel y orégano
entre la ropa. Además, el sol nunca secaba bien algunos rincones. Olía a moho,
¿cómo le diré?, a musgo...
- Sí, me imagino. Yo nunca he vivido en el
trópico. ¿Lo echa usted de menos?
Y ahora se frotó las muñecas, una contra
otra, y mostró las venas saltonas de las manos: - A veces. Me cuesta trabajo
acordarme. Figúrese, me casé de dieciocho años y ya me consideraban quedada.
- ¿Y todo esto se lo recordó esa extraña
luz que ha permanecido en el fondo de la barranca?
La mujer se levantó. – Sí. Son los spots
que José mandó poner la semana pasada. Se ven bonitos, ¿no es cierto?
- Creo que Elena se ha dormido.
Le hice cosquillas en la nariz y Elena
despertó y regresamos en el MG a Coyoacán.
- Perdona esas latas de los domingos –
dijo Elena cuando yo salía de la obra a mañana siguiente -. Qué remedio. Alguna
liga debía quedarnos con la familia y la vida burguesa, aunque sea por
necesidad de contraste.
- ¿Qué vas a hacer hoy? – le pregunté
mientras enrollaba mis planos y tomaba mi portafolio.
Elena mordió un higo y se cruzó de brazos
y le sacó la lengua a un Cristo bizco que encontramos una vez en Guanajuato. –
Voy a pintar toda la mañana. Luego voy a comer con Alejandro para mostrarle mis
últimas cosas. En su estudio. Sí, ya lo terminó. Aquí en el Olivar de los
Padres. En la tarde iré a la clase de francés. Quizás me tome un café y luego
te espero en el cine-club. Dan un western mitológico: High Noon. Mañana quedé
en verme con esos chicos negros. Son de los Black Muslims y estoy temblando por
saber qué piensan en realidad. ¿Te das cuenta que sólo sabemos de eso por los periódicos?
¿Tú has hablado alguna vez con un negro
norteamericano, nibelungo? Mañana en la tarde no te atrevas a molestarme. Me
voy a encerrar a leerme Nerval de cabo a rabo. Ni crea Juan que vuelve a
apantallarme con el soleil noir de la mélancolie y llamándose a sí mismo el
viudo y el desconsolado. Ya lo caché y le voy a dar un baño mañana en la noche.
Sí, va a “tirar” una fiesta de disfraces. Tenemos que ir vestidos de murales
mexicanos. Más vale asimilar eso de una vez. Cómprame unos alcatraces, Víctor
nibelunguito, y si quieres vístete de cruel conquistador Alvarado que marcaba
con hierros candentes a las indias antes de poseerlas – Oh Sade, where is thy
whip? Ah, y el miércoles toca Miles Davies en Bellas Artes. Es un poco passé,
pero de todos modos me alborota el hormonamen. Compra boletos. Chao, amor.
Me besó la nuca y no pude abrazarla por
los rollos de proyectos que traía entre manos, pero arranqué con el auto con el
aroma del higo en el cuello y la imagen de Elena con mi camisa puesta,
desabotonada y amarrada a la altura del ombligo y sus estrechos pantalones de
torero y los pies descalzos, disponiéndose a ... ¿iba a leer un poema o a
pintar un cuadro? Pensé que pronto tendríamos que salir juntos de viaje. Eso
nos acercaba más que nada. Llegué al periférico. No sé por qué, en vez de
cruzar el puente de Altavista hacia el Desierto de los Leones, entré al anillo
y aceleré. Sí, a veces lo hago. Quiero estar solo y correr y reírme cuando
alguien me la refresca. Y, quizás, guardar durante media hora la imagen de
Elena al despedirme, su naturalidad, su piel dorada, sus ojos verdes, sus
infinitos proyectos, y pensar que soy muy feliz a su lado, que nadie puede ser
más feliz al lado de una mujer tan vivaz, tan moderna, que ... que me ... que
me complementa tanto.
Paso al lado de una fundidora de vidrio,
de una iglesia barroca, de una montaña rusa, de un bosque de ahuehuetes. ¿Dónde
he escuchado esa palabrita? Complementar. Giro alrededor de la fuente de
Petróleos y subo por el Paseo de la Reforma. Todos los automóviles descienden
al centro de la ciudad, que reverbera al fondo detrás de un velo impalpable y
sofocante. Yo asciendo a las Lomas de Chapultepec, donde a estas horas sólo
quedan los criados y las señoras, donde los maridos se han ido al trabajo y los
niños a la escuela y seguramente mi otra Elena, mi complemento, debe esperar en
su cama tibia con los ojos negros y ojerosos muy azorados y la carne blanca y
madura y como la ropa en los honda y perfumada bargueños tropicales.
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