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miércoles, 8 de febrero de 2012

CORAZÓN ENVENENADO Giovanni Boccaccio


CORAZÓN ENVENENADO 
Giovanni Boccaccio







     Tancredo, príncipe de Salerno, fue un justo señor que al final de su vida se ensució las manos con sangre enamorada. Tuvo una sola hija, y más feliz hubiera sido de  no tenerla. Su padre la amaba tiernamente, hasta el punto que no la casaba para retenerla a su lado. Al fin la entregó a un hijo del duque de Capua, mas quedó viuda muy pronto y regresó con su padre. Era muy joven y bella, y más inteligente de lo que conviene ser a una mujer. Su padre la quería tanto que no se preocupaba de volverla a casar, por lo que ella decidió tener un amante a escondidas.
     En la corte del príncipe había muchos hombres de bien, y ella se fijó en cada uno de ellos, hasta que dio con un paje de nombre Guiscardo, humilde de nacimiento pero noble de virtudes; se fue enamorando de él, cosa que notó el joven, correspondiéndola de tal modo que sólo pensaba en ella.

     Empezaron a amarse secretamente; procurando  no confiar en una tercera persona, ella intentó una artimaña: escribió una carta citándolo para el día siguiente y la colocó en un canuto; se la dio con mucha risa, y dijo:
     -  Esto puede servir de soplete a tu criada, para que soplando encienda el fuego.
     Guiscardo tomó el canuto, y en su casa lo examinó hasta dar con la carta, que leyó. Se puso muy contento y se preparó para visitar a la dama, de la manera indicada.
     Cerca del palacio había una cueva muy oscura en la que sólo entraba algo de luz por una abertura de la roca. Esta estaba casi obstruida por zarzales, y se podía llegar allí por medio de una escalera que salía de una cámara del palacio, ocupada por ella. La puerta que cerraba la escalera estaba obstruida, por no usarse desde hacía mucho tiempo, pero el amor lo inspira todo. Ella, con el mayor secreto, tomó unas herramientas y abriola, entró en la cueva e indicó a Guiscardo que pasara por la abertura. Este, para introducirse, tuvo que deslizarse por una cuerda, y vestirse de cuero para no herirse con los zarzales. Luego entró allí.

     La joven, por su parte, hizo salir a sus damas con la excusa de querer dormir; entrando por la escalera, llegó a la gruta. Se encontraron y lo pasaron de maravilla, juntos en la alcoba. Luego Guiscardo regresó a la gruta y ella cerró la puerta. Siempre de noche, aprovechó para salir de la cueva. Con el mismo sigilo, hicieron esto repetidas noches.
     La suerte no les fue propicia, y su deleite se convirtió en doloroso llanto. Ocurrió que Tancredo, que acostumbraba a entrar en la alcoba de su hija para hablar un rato con ella, un día entró allí sin ser visto por nadie, se sentó junto a la cama, como si adrede se escondiera, y se durmió. Guismunda, que ése era el nombre de la joven, había mandado venir aquel día a Guiscardo. Sin advertir que hubiera alguien en la estancia, le abrió la puerta y se fueron al lecho. Tancredo despertó, vio el espectáculo y le dieron ganas de romper a gritar, pero se contuvo y decidió vengar más cautamente la afrenta.
     Los dos amantes siguieron sin reparar en Tancredo, hasta que les pareció llegado el momento de abandonar la estancia. Tancredo, por su parte, salió deslizándose por una ventana y regresó a su cámara. A la noche siguiente, Guiscardo, al salir del agujero, fue detenido por dos hombres y llevado junto a Tancredo, el cual le dijo entre lágrimas:
     -  Me has causado ultraje y vergüenza.
 A lo que respondió el joven:
-          el amor puede más que nosotros.
     Tancredo mandó que fuera encerrado secretamente. Al día siguiente, ella, que desconocía todos los hechos, recibió la visita de su padre, el cual llorando empezó a decir:
       -  Creí hija mía que eras virtuosa y honesta. Si mis ojos no lo hubieran visto, jamás hubiera creído que aceptaras un amante. Siempre me dolerá eso, en los pocos años que me quedan. ¡Si aún hubieras buscado un hombre de tu nobleza! Pero de todos elegiste a Guiscardo, de vil condición, al que he criado por caridad.  Estoy tan desesperado que no sé qué hacer contigo. Me contiene el amor que te he tenido, pero me arrebata la indignación. El primero te perdonará, pero el segundo me empuja a castigarte. Pero antes de tomar una decisión, quiero oírte.
     Acabado su discurso, se puso a llorar como un niño. Viendo el cúmulo de circunstancias adversas,  a ella le entraron ganas de llorar, como lo hacen las mujeres. Pero en seguida venció esa debilidad y con el rostro grave, sin apenas turbación, dijo:
     -   Tancredo, no voy a negar nada de lo que dices. Tampoco quiero granjearme tu perdón, sino que confieso la verdad. He amado y amo a Guiscardo, y le amaré mientras viva; y si se ama después de la muerte, también le amaré. No me indujo a actuar así mi fragilidad femenina, sino sus virtudes y tu poco interés en casarme. Deberías comprender las leyes de la juventud. He vivido tan poco, que por el motivo que sea estoy llena de pasión. Me esforcé en no deshonrarte, pero el amor me señaló el camino para lograr mis deseos, sin que tú lo supieras. No elegí a Guiscardo casualmente, sino con deliberación. Además, tú me consuelas de que haya pecado con hombre de baja condición, como si no te turbaras si hubiera elegido hombre noble.
     Dejemos esto y pasemos al principio de las cosas, y verás que todos hemos salido de un mismo Creador.  La virtud es lo que nos ha diferenciado a unos de otros, y así quien obre virtuosamente se muestre hidalgo. Tú examina tus nobles, compáralos con Guiscardo, y lo encontrarás nobilísimo y a los otros villanos. Yo le alabo por su propio criterio, ya que tú lo alabaste por hacer cosas laudables. Así que n o puedes decir que me entendí con un hombre de baja condición. Si lo consideras pobre, la culpa es tuya, por no saber conceder a un buen servidor el estado que se merecía. Hubo, además, muchos reyes que antes fueron pobres, y otros que ahora cavan la tierra, antes fueron ricos. En cuanto a mí, si a tus años quieres ser cruel conmigo, usa tu crueldad porque no quiero suplicarte. Además, te advierto que si haces lo que piensas hacer con Guiscardo, yo misma me lo haré con mis propias manos, también. Ahora vete a llorar con las mujeres, y descarga tu rencor en él y en mí.
     El padre comprendió la nobleza de su hija, pero no la creyó dispuesta a cumplir sus palabras. Entonces, separándose de su hija y simulando no querer obrar violentamente con ella, ordenó que con sigilo estrangulasen a Guiscardo y le sacaran el corazón y se lo dieran. Los criados lo hicieron así. Al día siguiente el padre mandó traer una copa de oro, donde puso el corazón de Guiscardo, y a un criado de su confianza le ordenó que lo llevara a su hija, con estas palabras: Tu padre te lo manda para consolarte de aquello que más amas, tanto como le has consolado a él de lo que amaba más.



     Pero ella, no apartándose de su propósito, cogió hierbas y raíces venenosas y las disolvió. Cuando llegó el criado, ella, serenamente tomó la copa y viendo el corazón comprendió que era de Guiscardo. Entonces dijo al criado:
       -  No convenía sepultura que no fuera de oro, a tan noble corazón.
     Diciendo esto, se lo acercó a la boca, lo besó, y añadió:
         -  En toda mi vida he encontrado tiernísimo el amor de mi padre, pero nunca estuve tan agradecida como ahora, así que dale mis últimas gracias.
     Volvió a mirar el corazón, que oprimía estrechamente, y exclamó:
      -   ¡Maldita la crueldad de aquel que con los ojos de mi cara me hace verte así! Cumpliste el curso que la fortuna te enseñó; dejaste las miserias de este mundo, y tu mismo amigo te entrega a la sepultura que mereciste. Sólo te faltaba, para tener las exequias adecuadas, las lágrimas de aquella que tanto amaste. Te ofreceré esas lágrimas, aunque me había propuesto morir con los ojos secos, y luego mi alma se unirá a la tuya.
     Seguidamente se inclinó sobre la copa y, llorando, comenzó a verter lágrimas, besando a la vez el corazón muerto.
     Las damas  no comprendían lo que significaba aquel corazón, pero todas gemían preguntándole la razón de su llanto. Ella, cuando le pareció haber llorado bastante, enjugándose los ojos, dijo:
      -  ¡Oh, amado corazón, sólo me falta procurar que mi alma se una a la tuya!
     Entonces pidió la redoma donde tenía preparada el agua, la echó en la copa donde estaba el corazón bañado en lágrimas, y llevándosela a la boca bebió luego, y con la copa en la mano se acomodó en su lecho, acercando a su corazón el del muerto, y sin decir nada esperó a la muerte.
     Sus damas, al ver tales cosas mandaron decírselo a Tancredo. El padre, asustado por lo que podía ocurrir, b ajo rápidamente a la alcoba y quiso consolarla, pero ya era tarde. Entonces empezó a llorar, diciéndole ella:
      -  Guarda esas lágrimas para una ocasión mejor, no me las ofrezcas a mí, que no las quiero. Pero si te queda algo de amor, concédeme un último favor: que repose  mi cuerpo con el suyo, dondequiera que lo hayas hecho sepultar.
     El llanto no dejó responder al padre. Ella, al ver que llegaba su fin, oprimiendo el corazón del muerto sobre su cuerpo, dijo:
     -  Queda con Dios, que yo me voy.
     Y nubláronsele los ojos, perdió el sentido y luego murió.
     Este es el doloroso fin que tuvieron Guismunda y Guiscardo. El padre, después de mucho llanto, se arrepintió de su crueldad y a los dos amantes honrosamente hizo enterrar en una misma tumba.







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