LA
NOVELA DEL TRANVÍA
MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA
Cuando la tarde se
obscurece y los paraguas se abren, como redondas alas de murciélago, lo mejor
que el desocupado puede hacer es subir al primer tranvía que encuentre al paso
y recorrer las calles, como el anciano Víctor Hugo las recorría, sentado en la
imperial de un ómnibus. El movimiento disipa un tanto cuanto la tristeza, y
para el observador, nada hay más peregrino ni más curioso que la serie de
cuadros vivos que pueden examinarse en un tranvía. A cada paso el vagón se
detiene, y abriéndose camino entre los pasajeros que se amontonan y se apiñan,
pasa un paraguas chorreando a Dios dar, y detrás del paraguas la figura
ridícula de algún asendereado cobrador, calado hasta los huesos. Los pasajeros
se ondulan y se dividen en dos grupos compactos, para dejar paso expedito al
recién llegado.
Así se dividieron las
aguas del Mar Rojo para que los israelitas lo atravesaran a pie enjuto. El
paraguas escurre sobre el entarimado del vagón, que, a poco, se convierte en un
lago navegable. El cobrador sacude su sombrero y un benéfico rocío baña la cara
de los circunstantes, como si hubiera atravesado por enmedio del vagón un
sacerdote repartiendo bendiciones e hisopazos. Algunos caballeros estornudan.
Las señoras de alguna edad levantan su enagua hasta una altura vertiginosa,
para que el fango de aquel pantano portátil no las manche. En la calle, la
lluvia cae conforme a las eternas reglas del sistema antiguo: de arriba para
abajo. Mas en el vagón hay lluvia ascendente y lluvia descendente. Se está, con
toda verdad, entre dos aguas.
Yo, sin embargo, paso
las horas agradablemente encajonado en esa miniaturesca arca de Noé, sacando la
cabeza por el ventanillo, no en espera de la paloma que ha de traer un ramo de
oliva en el pico, sino para observar el delicioso cuadro que la ciudad presenta
en ese instante. El vagón, además, me lleva a muchos mundos desconocidos y a
regiones vírgenes. No, la ciudad de México no empieza en el Palacio Nacional,
ni acaba en la calzada de la Reforma. Yo doy a Uds. mi palabra de que la ciudad
es mucho mayor. Es una gran tortuga que extiende hacia los cuatro puntos
cardinales sus patas dislocadas. Esas patas son sucias y velludas. Los
ayuntamientos, con paternal solicitud, cuidan de pintarlas con lodo,
mensualmente.
Más allá de la
peluquería de Micoló, hay un pueblo que habita barrios extravagantes, cuyos
nombres son esencialmente antiaperitivos. Hay hombres muy honrados que viven en
la plazuela del Tequesquite y señoras de invencible virtud cuya casa está
situada en el callejón de Salsipuedes. No es verdad que los indios bárbaros
estén acampados en esas calles exóticas, ni es tampoco cierto que los pieles
rojas hagan frecuentes excursiones a la plazuela de Regina. La mano providente
de la policía ha colocado un gendarme en cada esquina. Las casas de esos
barrios no están hechas de lodo ni tapizadas por dentro de pieles sin curtir.
En ellas viven muy discretos caballeros y señoras muy respetables y señoritas
muy lindas. Estas señoritas suelen tener novios, como las que tienen balcón y
cara a la calle, en el centro de la ciudad.
Después de examinar
ligeramente las torcidas líneas y la cadena de montañas del nuevo mundo por que
atravesaba, volví los ojos al interior del vagón. Un viejo de levita color de
almendra meditaba apoyado en el puño de su paraguas. No se había rasurado. La
barba le crecía "cual ponzoñosa hierba entre arenales". Probablemente
no tenía en su casa navajas de afeitar... ni una peseta. Su levita necesitaba
aceite de bellotas. Sin embargo, la calvicie de aquella prenda respetable no
era prematura, a menos que admitamos la teoría de aquel joven poeta, autor de
ciertos versos cuya dedicatoria es como sigue:
A
la prematura muerte de mi abuelita,
a
la edad de 90 años.
La levita de mi vecino
era muy mayor. En cuanto al paraguas, vale más que no entremos en dibujos. Ese
paraguas, expuesto a la intemperie, debía semejarse mucho a las banderas que
los independientes sacan a luz el 15 de septiembre. Era un paraguas calado, un
paraguas metafísico, propio para mojarse con decencia. Abierto el paraguas, se
veía el cielo por todas partes.
¿Quién sería mi vecino?
De seguro era casado, y con hijas. ¿Serían bonitas? La existencia de esas
desventuradas criaturas me parecía indisputable. Bastaba ver aquella levita
calva, por donde habían pasado las cerdas de un cepillo, y aquel hermoso
pantalón con su coqueto remiendo en la rodilla, para convencerse de que aquel
hombre tenía hijas. Nada más las mujeres, y las mujeres de quince años, saben
cepillar de esa manera. Las señoras casadas ya no se cuidan, cuando están en la
desgracia, de esas delicadezas y finuras. Incuestionablemente, ese caballero
tenía hijas. ¡Pobrecitas! Probablemente le esperaban en la ventana, más
enamoradas que nunca, porque no habían almorzado todavía. Yo saqué mi reloj, y
dije para mis adentros:
—Son las cuatro de la
tarde. ¡Pobrecillas! ¡Va a darles un vahído! Tengo la certidumbre de que son
bonitas. El papá es blanco, y si estuviera rasurado no sería tan feote. Además,
han de ser buenas muchachas. Este señor tiene toda la facha de un buen hombre.
Me da pena que esas chiquillas tengan hambre. No había en la casa nada que
empeñar. ¡Como los alquileres han subido tanto! ¡Tal vez no tuvieron con qué
pagar la casa y el propietario les embargó los muebles! ¡Mala alma! ¡Si estos
propietarios son peores que Caín!
Nada; no hay para qué
darle más vueltas al asunto: la gente pobre decente es la peor traída y la peor
llevada. Estas niñas son de buena familia. No están acostumbradas a pedir.
Cosen ajeno, pero las máquinas han arruinado a las infelices costureras y lo
único que consiguen, a costa de faenas y trabajos, es ropa de munición. Pasan
el día echando los pulmones por la boca. Y luego, como se alimentan mal y
tienen muchas penas, andan algo enfermitas, y el doctor asegura que, si Dios no
lo remedia, se van a la caída de la hoja. Necesitan carne, vino, píldoras de
fierro y aceite de bacalao. Pero, ¿con qué se compra todo esto? El buen señor
se quedó cesante desde que cayó el Imperio, y el único hijo que habría podido
ser su apoyo, tiene rotas las dos piernas. No hay trabajo, todo está muy caro y
los amigos llegan a cansarse de ayudar al desvalido. ¡Si las niñas se
casaran!... Probablemente no carecerán de admiradores. Pero como las pobrecitas
son muy decentes y nacieron en buenos pañales, no pueden prendarse de los
ganapanes ni de los pollos de plazuela. Están enamoradas sin saber de quién, y
aguardan la venida del Mesías. ¡Si yo me casara con alguna de ellas!... ¿Por
qué no? Después de todo, en esa clase suelen encontrarse las mujeres que dan la
felicidad. Respecto a las otras, ya se bien a qué atenerme.
¡Me han costado tantos
disgustos! Nada; lo mejor es buscar una de esas chiquillas pobres y decentes,
que no están acostumbradas a tener palco en el teatro, ni carruajes, ni cuenta
abierta en La Sorpresa. Si es joven, yo la educaré a mi gusto. Le pondré un
maestro de piano. ¿Qué cosa es la felicidad? Un poquito de salud y un poquito
de dinero. Con lo que yo gano, podemos mantenernos ella y yo, y hasta el
angelito que Dios nos mande. Nos amaremos mucho, y como la voy a sujetar a un
régimen higiénico se pondrá en poco tiempo más fresca que una rosa. Por la
mañana un paseo a pie en el Bosque. Iremos en un coche de a cuatro reales hora,
o en los trenes. Después, en la comida, mucha carne, mucho vino y mucho fierro.
Con eso y con tener una casita por San Cosme; con que ella se vista de blanco,
de azul o de color de rosa; con el piano, los libros, las macetas y los
pájaros, ya no tendré nada que desear.
Una
heredad en el bosque:
Una
casa en la heredad;
En
la casa, pan y amor...
¡Jesús,
qué felicidad!
Además, ya es preciso
que me case. Esta situación no puede prolongarse, como dice el gran duque en la
Guerra Santa. Aquí tengo una trenza de pelo que me ha costado cuatrocientos
setenta y cuatro pesos, con un pico de centavos. Yo no sé de dónde los he sacado:
el hecho es que los tuve y no los tengo. Nada; me caso decididamente con una de
las hijas de este buen señor. Así las saco de penas y me pongo en orden. ¿Con
cuál me caso?, ¿con la rubia?, ¿con la morena? Será mejor con la rubia... digo,
no, con la morena. En fin, ya veremos. ¡Pobrecillas'. ¿Tendrán hambre?
En esto, el buen señor
se apea del coche y se va. Si no lloviera tanto —continué diciendo en mis
adentros— le seguía. La verdad es que mi suegro, visto a cierta distancia,
tiene una facha muy ridícula. ¿Qué diría, si me viera de bracero con él, la
señora de Z? Su sombrero alto parece espejo. ¡Pobre hombre! ¿Por qué no le
inspiraría confianza? Si me hubiera pedido algo, yo le habría dado con mucho
gusto estos tres duros. Es persona decente. ¿Habrán comido esas chiquillas?
En el asiento que antes
ocupaba el cesante, descansa ahora una matrona de treinta años. No tiene malos
ojos; sus labios son gruesos y encarnados: parece que los acaban de morder. Hay
en todo su cuerpo bastantes redondeces y ningún ángulo agudo. Tiene la frente
chica, lo cual me agrada porque es indicio de tontera; el pelo negro, la tez
morena y todo lo demás bastante presentable. ¿Quién será? Ya la he visto en el
mismo lugar y a la misma hora dos... cuatro... cinco... siete veces. Siempre
baja del vagón en la plazuela de Loreto y entra a la iglesia. Sin embargo, no
tiene cara de mujer devota. No lleva libro ni rosario. Además, cuando llueve a
cántaros, como está lloviendo ahora, nadie va a novenarios ni sermones. Estoy
seguro de que esa dama lee más las novelas de Gustavo Droz que el Menosprecio
del mundo del padre Kempis. Tiene una mirada que si hablara, sería un grito
pidiendo bomberos. Viene cubierta con un velo negro. De esa manera libra su
rostro de la lluvia. Hace bien. Si el agua cae en sus mejillas, se evapora,
chirriando, como si hubiera caído sobre un hierro candente. Esa mujer es como
las papas: no se fíen Uds., aunque las vean tan frescas en el agua: queman la
lengua.
La señora de treinta
años no va indudablemente al novenario. ¿A dónde va? Con un tiempo como este
nadie sale de su casa, si no es por una grave urgencia. ¿Estará enferma la mamá
de esta señora? En mi opinión, esta hipótesis es falsa. La señora de treinta
años no tiene madre. La iglesia de Loreto no es una casa particular ni un
hospital. Allí no viven ni los sacristanes. Tenemos, pues, que recurrir a otras
hipótesis. Es un hecho constante, confirmado por la experiencia, que a la
puerta del templo, siempre que la señora baja del vagón, espera un coche. Si el
coche fuera de ella, vendría en él desde su casa. Esto no tiene vuelta de hoja.
Pertenece, por consiguiente, a otra persona. Ahora bien, ¿hay acaso alguna
sociedad de seguros contra la lluvia o cosa parecida, cuyos miembros paguen
coche a la puerta de todas las iglesias, para que los feligreses no se mojen?
Claro es que no. La única explicación de estos viajes en tranvía y de estos
rezos, a hora inusitada, es la existencia de un amante, ¿Quién será el marido?
Debe de ser un hombre
acaudalado. La señora viste bien, y si no sale en carruaje para este género de
entrevistas, es por no dar en qué decir, Sin embargo, yo no me atrevería a
prestarle cincuenta pesos bajo su palabra. Bien puede ser que gaste más de lo
que tenga, o que sea como cierto amigo mío, personaje muy quieto y muy
tranquilo, que me decía hace pocas noches:
—Mi mujer tiene al
juego una fortuna prodigiosa. Cada mes saca de la lotería quinientos pesos.
¡Fijo!
Yo quise referirle
alguna anécdota atribuida a un administrador muy conocido de cierta aduana
marítima. Al encargarse de ella dijo a los empleados:
—Señores, aquí se prohíbe jugar a la lotería. El primero que se la saque lo echo a puntapiés.
¿Ganará esta señora a
la lotería? Si su marido es pobre, debe haberle dicho que esos pendientes que
ahora lleva son falsos. El pobre señor no será joyero. En materia de alhajas
sólo conocerá a su mujer que es una buena alhaja. Por consiguiente, la habrá
creído. ¡Desgraciado!, ¡qué tranquilo estará en su casa! ¿Será viejo? Yo debo
conocerle.,. ¡Ah!... ¡sí!... ¡es aquél! No, no puede ser; la esposa de ese
caballero murió cuando el último cólera. ¡Es el otro! ¡Tampoco! Pero ¿a mí, qué
me importa quién sea?
¿La seguiré? Siempre
conviene conocer un secreto de una mujer. Veremos, si es posible, al incógnito
amante. ¿Tendrá hijos esta mujer? Parece que sí. ¡Infame! Mañana se
avergonzarán de ella. Tal vez alguno la niegue. Ése será un crimen; pero un
crimen justo. Bien está; que mancille, que pise, que escupa la honra de ese
desgraciado que probablemente la adora.
Es una traición; es una
villanía. Pero, al fin, ese hombre puede matarla sin que nadie le culpe ni le
condene. Puede mandar a sus criados que la arrojen a latigazos y puede hacer
pedazos al amante. Pero sus hijos ¡pobres seres indefensos, nada pueden! La madre
los abandona para ir a traerles su porción de vergüenza y deshonra. Los vende
por un puñado de placeres, como Judas a Cristo por un puñado de monedas. Ahora
duermen, sonríen, todo lo ignoran; están abandonados a manos mercenarias; van
empezando a desamorarse de la madre, que no los ve, ni los educa, ni los mima.
Mañana, esos chicuelos serán hombres, y esas niñas, mujeres. Ellos sabrán que
su madre fue una aventurera, y sentirán vergüenza. Ellas querrán amar y ser
amadas; pero los hombres, que creen en la tradición del pecado y en el
heredismo, las buscarán para perderlas y no querrán darles su nombre, por miedo
de que no lo prostituyan y lo afrenten.
Y todo eso será obra
tuya. Estoy tentado de ir en busca de tu esposo y traerle a este sitio. Ya
adivino cómo es la alcoba en que te aguarda. Pequeña, cubierta toda de tapices,
con cuatro grandes jarras de alabastro sosteniendo ricas plantas exóticas.
Antes había dos grandes lunas en los muros; pero tu amante, más delicado que
tú, las quitó. Un espejo es un juez y es un testigo. La mujer que recibe a su
amante viéndose al espejo, es ya la mujer abofeteada de la calle.
Pues bien; cuando tú
estés en esa tibia alcoba y tu amante caliente con sus manos tus plantas
entumecidas por la humedad, tu esposo y yo entraremos sigilosamente, y un
brusco golpe te echará por tierra, mientras detengo yo la mano de tu cómplice.
Hay besos que se empiezan en la tierra y se acaban en el infierno.
Un sudor frío bañaba mi
rostro. Afortunadamente habíamos llegado a la plazuela de Loreto, y mi vecina
se apeó del vagón. Yo vi su traje; no tenía ninguna mancha de sangre; nada
había pasado. Después de todo, ¿qué me importa que esa señora se la pegue a su
marido? ¿Es mi amigo acaso? Ella sí que es una real moza. A fuerza de encontrarnos,
somos casi amigos. Ya la saludo.
Allí está el coche;
entra a la iglesia; ¡qué tranquilo debe estar su marido! Yo sigo en el vagón.
¡Parece que todos vamos tan contentos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario