CALANDRINO…
EL HOMBRE INVISIBLE
Octava
Jornada - Narración tercera
GIOVANNI
BOCCACCIO
Calandrino, Bruno y
Buffalmacco van por el Muñone abajo en busca del heliotropo, y Calandrino cree
haberlo encontrado; se vuelve a casa cargado de piedras, la mujer le regaña y
él, airado, la golpea, y a sus compañeros les cuenta lo que ellos saben mejor
que él.
Terminada la historia
de Pánfilo, con la que las señoras habían reído tanto que todavía se ríen, la
reina a Elisa ordenó que siguiese; la cual, todavía riendo, comenzó:
-Yo no sé, amables
señoras, si me será dado haceros con una historieta mía no menos verdadera que
entretenida reír tanto cuanto os ha hecho Pánfilo con la suya, pero me
esforzaré en ello. En nuestra ciudad, que siempre en maneras varias y en gentes
extraordinarias ha sido abundante, hubo, no hace todavía mucho tiempo, un
pintor llamado Calandrino, hombre simple y de costumbres bizarras, el cual la
mayor parte del tiempo con otros dos pintores trataba, llamados el uno Bruno y
el otro Buffalmacco, hombres muy bromistas pero por otra parte avisados y
sagaces, los cuales trataban con Calandrino porque de sus maneras y de su
simpleza con frecuencia gran fiesta hacían.
Había también en
Florencia entonces un joven de maravillosa gracia y en todas las cosas que
hacer quería hábil y afortunado, llamado Maso del Saggio, el cual, oyendo
algunas cosas sobre la simpleza de Calandrino, se propuso divertirse de sus
cosas haciéndole alguna burla o haciéndole creer alguna cosa extraordinaria; y
por acaso encontrándolo un día en la iglesia de San Giovanni y viéndole estar
atento mirando las pinturas y los bajorrelieves del tabernáculo que está sobre
el altar de la iglesia, puesto no hacía mucho tiempo allí, pensó que le había
llegado lugar y tiempo para su intención. E informando a un compañero suyo de
aquello que entendía hacer, juntos se acercaron a donde Calandrino estaba
sentado solo, y haciendo semblante de no verlo, juntos comenzaron a razonar
sobre las virtudes de diversas piedras, de las que Maso hablaba tan
autorizadamente como si hubiera sido un famoso y gran lapidario; a los cuales
razonamientos dando oídos Calandrino y luego de un rato poniéndose en pie,
viendo que no era secreto, se unió a ellos, lo que mucho agradó a Maso. El
cual, siguiendo con sus palabras, fue preguntado por Calandrino que dónde estas
piedras tan llenas de virtud se encontraban. Maso repuso que las más se
encontraban en Berlinzonia, tierra de los vascos, en una comarca que se llamaba
Bengodi en la que las vides se atan con longanizas y se tiene una oca por un
dinero y un pato además, y había allí una montaña toda de queso parmesano
rallado en lo alto de la que había gentes que nada hacían sino macarrones y
raviolis y cocerlos en caldo de capones, y luego los arrojaban desde allí
abajo, y quien más cogía más tenía; y allí al lado corría un arroyuelo de
vernaza del mejor que puede beberse, sin una gota de agua mezclada.
-¡Oh! -dijo
Calandrino-, ése es un buen país; pero dime, ¿qué hacen de los capones que ésos
cuecen?
Repuso Maso:
-Todos se los comen los
vascos.
Dijo entonces
Calandrino:
-¿Has ido allí alguna
vez?
A quien Maso respondió:
-¿Dices que si he
estado? ¡Sí, así he estado una vez como mil!
Dijo entonces
Calandrino:
-¿Y cuántas millas
tiene?
-Tiene más de un millón
cantando a pleno pulmón
Dijo Calandrino:
-Pues debe ser más allá
de los Abruzzos.
-Ah, sí -dijo Maso-,
así de nones.
El simple de
Calandrino, viendo a Maso decir estas palabras con un rostro serio y sin
reírse, les daba la fe que puede darse a la verdad más manifiesta, y por tan
ciertas las tenía; y dijo:
-Demasiado lejos está
de mis asuntos; pero si más cerca estuviese, sí te digo que iría una vez allí
contigo para ver rodar a esos macarrones y darme un hartazgo de ellos. Pero
dime, así seas feliz; ¿en estas comarcas no se encuentran ninguna de esas
piedras maravillosas?
A quien Maso repuso:
-Si, dos clases de
piedras se encuentran de grandísima virtud. La una son los pedruscos de
Settignano y de Montisci por virtud de los cuales, cuando se hacen muelas, se
hace la harina, y por ello se dice en los países de allá que de Dios vienen las
gracias y de Montisci las piedras de molino; pero hay de estas piedras de
amolar tan gran cantidad, que entre nosotros es poco apreciada, como entre
ellos las esmeraldas, de las cuales hay allí una montaña mayor que Montemorello
que relucen a la medianoche y vete con Dios; y sabe que quien puliera las
muelas de molino y las hiciera engastar en anillos antes de que se las
agujerease, y se las llevase al sultán, tendría lo que quisiera. La otra es una
piedra que nosotros los lapidarios llamamos heliotropo, piedra de mucha mayor
virtud, porque quien la lleve encima, mientras la tenga no es de ninguna otra
persona visto donde no está.
Entonces Calandrino
dijo:
-Grandes virtudes son
éstas; ¿pero esa segunda dónde se encuentra?
A quien Maso repuso que
en el Muñone se solía encontrar. Dijo Calandrino:
-¿De qué tamaño es esa
piedra y qué color es el suyo?
Repuso Maso:
-Es de varios tamaños,
que alguna es mayor, alguna menor; pero todas son de color casi como negro.
Calandrino, habiendo
todas estas cosas advertido para sí, fingiendo tener otra cosa que hacer, se
separó de Maso, y se propuso buscar esta piedra; pero deliberó no hacerlo sin
que lo supiesen Bruno y Buffalmacco, a quienes especialísimamente amaba. Se dio,
pues, a ir en su busca, para que sin dilación y antes de ningún otro fueran a
buscarlas, y todo el resto de aquella mañana consumió buscándolos. Por último,
siendo ya pasada la hora de nona, acordándose de que trabajaban en el
monasterio de las señoras de Faenza, aunque el calor fuese grandísimo, dejando
toda otra ocupación, casi corriendo se fue donde ellos, y llamándoles les dijo:
-Compañeros, si queréis
creerme podemos convertirnos en los hombres más ricos de Florencia, porque le
he oído a un hombre digno de fe que en el Muñone hay una piedra que quien la
lleva encima no es visto de nadie; por lo que me parece que sin tardanza, antes
que otra persona pueda ir, fuésemos a buscarla. Por cierto que la
encontraremos, porque la conozco; y cuando la hayamos encontrado, ¿qué
tendremos que hacer sino meterla en la escarcela e ir a las mesas de los
cambistas, que sabéis que están siempre cargadas de monedas de plata y de
florines, y coger cuantos queramos? Nadie nos verá: y así podremos
enriquecernos súbitamente sin tener todo el santo día que embadurnar los muros
del modo que lo hace el caracol.
Bruno y Buffalmacco, al
oírle, empezaron a reírse por dentro; y mirándose el uno al otro pusieron cara
de maravillarse mucho y alabaron la idea de Calandrino; pero preguntó
Buffalmacco qué nombre tenía esta piedra. A Calandrino, que era de mollera
dura, ya se le había ido el nombre de la cabeza; por lo que respondió:
-¿Qué nos importa el
nombre, puesto que sabemos la virtud? Yo diría que fuésemos a buscarla sin más
esperar.
-Pero bien -dijo
Bruno-, ¿cómo es?
Calandrino dijo:
-Las hay de distintas
formas, pero todas son casi negras; por lo que me parece que debemos coger
todas aquellas que veamos negras, hasta que lleguemos a ella; así que no
perdamos tiempo, vamos.
A quien Bruno dijo:
-Pero espera.
Y vuelto a Buffalmacco
dijo:
-A mí me parece que
Calandrino dice bien; pero no me parece que sea hora de ello porque el sol está
alto y da dentro del Muñone y ha secado todas las piedras; por lo que tales de
ellas parecen ahora blancas, algunas que hay allí, que por la mañana, antes de
que el sol las haya secado, parecen negras; y además de ello, mucha gente por
diversas razones hay hoy, que es día laborable, en el Muñone, que, al vernos,
podrían adivinar lo que anduviéramos haciendo y tal vez hacerlo ellos también;
y podría venir a sus manos y nosotros habríamos perdido el santo por la
limosna. A mí me parece, si os parece a vosotros, que éste es asunto de hacer
por la mañana, que se distinguen mejor las negras de las blancas, y en día
festivo, que no habrá allí nadie que nos vea.
Buffalmacco alabó la
opinión de Bruno, y Calandrino concordó con ellos, y decidieron que el domingo
siguiente por la mañana irían los tres juntos a buscar aquella piedra; pero
sobre todas las cosas les rogó Calandrino que con nadie en el mundo hablasen de
aquello, porque a él se lo habían dicho en secreto. Y hablando esto, les contó
lo que había oído de la comarca de Bengodi, con juramentos afirmando que era
así. Cuando Calandrino se separó de ellos, lo que sobre este asunto iban a
hacer lo arreglaron entre ellos. Calandrino esperó con ansiedad el domingo por
la mañana; venida la cual, se levantó al salir el día y, llamando a sus
compañeros, saliendo por la puerta de San Gallo y bajando al Muñone, comenzaron
a andar por él abajo, buscando piedras. Calandrino iba, como más afanoso,
delante y prestamente saltando ora aquí ora allí, donde alguna piedra negra
veía se arrojaba y cogiéndola se la metía en el seno. Sus compañeros andaban
detrás, y de vez en cuando una u otra cogían; pero Calandrino no había andado
mucho camino cuando tuvo el regazo lleno; por lo que, alzándose las faldas del
sayo, que no seguía la moda de Hainaut, y haciendo con ellas una amplia halda,
habiéndolo sujetado bien con el cinturón por todas partes, no mucho después la
llenó y semejantemente, después de algún rato, haciendo halda de la capa, la
llenó de piedras. Por lo que, viendo Buffalmacco y Bruno que Calandrino estaba
cargado y la hora de comer se avecinaba, según lo establecido entre ellos, dijo
Bruno a Buffalmacco:
-¿Dónde está
Calandrino?
Buffalmacco, que lo
veía allí junto a ellos, volviéndose en torno, y mirando acá y allá, repuso:
-No lo sé, pero hasta
hace un momento estaba aquí delante de nosotros.
Dijo Bruno:
-¡Que hace poco! Me
parece estar seguro de que ahora está en casa almorzando y nos ha dejado a
nosotros en el frenesí de andar buscando las piedras negras por el Muñone
abajo.
-¡Ah!, qué bien ha
hecho -dijo entonces Buffalmacco-, burlándose de nosotros y dejándonos aquí, ya
que hemos sido tan tontos como para creerle. ¿Crees que habría alguien tan
tonto como nosotros que hubiera creído que en el Muñone iba a encontrarse una
piedra tan milagrosa?
Calandrino, al oír
estas palabras, imaginó que aquella piedra había llegado a sus manos y que, por
la virtud de ella misma, aunque estuviese él presente no lo veían. Contento,
pues, sobremanera de tal suerte, sin decirles nada, pensó en volver a su casa;
y volviendo sobre sus pasos, comenzó a irse. Viendo esto, Buffalmacco dijo a
Bruno:
-¿Qué hacemos nosotros?
¿Por qué no nos vamos?
A quien Bruno
respondió:
-Vámonos; pero juro a
Dios que Calandrino no me hace ni una más; y si estuviese junto a él como lo he
estado toda la mañana, le daría tal con este guijarro en el calcañar que se
acordaría un mes de esta broma.
Y decir estas palabras
y estirar el brazo y darle a Calandrino con el guijarro en el calcañar fue todo
uno. Calandrino, sintiendo el dolor, levantó el pie y comenzó a resoplar, pero
luego se calló y se fue. Buffalmacco, cogiendo uno de los guijos que recogido
había, dijo a Bruno:
-¡Ah, mira el guijo:
así le diese ahora mismo en los riñones a Calandrino!
Y, soltándolo, le dio
con él un gran golpe en los riñones; y en resumen, de tal guisa, ahora con una palabra
y ahora con otra, por el Muñone arriba hasta la puerta de San Gallo lo fueron
lapidando. Allí, arrojando al suelo las piedras que habían recogido, un tanto
se detuvieron con los guardias aduaneros, los cuales, primero informados por
ellos, fingiendo no verlo, dejaron pasar a Calandrino con la mayor risa del
mundo. El cual, sin pararse se vino a su casa, la cual estaba junto al Canto
della Macina; y tan favorable le fue la fortuna a la burla que mientras
Calandrino por el río se venía y luego por la ciudad, nadie le dirigió la
palabra, ya que encontró a pocos porque todos estaban almorzando. Entró, así
pues, Calandrino, tan cargado, en su casa. Estaba por acaso su mujer (que tenía
por nombre doña Tessa), mujer hermosa y valerosa, arriba de la escalera, y un
tanto enojada por su larga demora, y viéndolo venir comenzó a decirle con
reproches:
-¡Ya, hermano, te trae
el diablo! Todo el mundo ha comido ya cuando tú vienes a comer.
Lo que oyendo
Calandrino y viendo que lo veía, lleno de amargura y de dolor comenzó a gritar:
-¡Ay!, mala mujer, pues
eres tú, me has arruinado; pero por Dios que me las pagarás.
Y subiendo a una salita
y descargadas allí las muchas piedras que había recogido, furibundo corrió
hacia su mujer y, cogiéndola por las trenzas, la tiró al suelo, y allí, cuanto
pudo mover los brazos y las piernas tantos puñetazos y patadas le dio por todo
el cuerpo, sin dejarle en la cabeza cabello o hueso encima que machacado no
estuviese, nada valiéndole pedir merced con los brazos en cruz.
Buffalmacco y Bruno,
luego de que con los guardianes de la puerta se hubieron reído un poco, con
lento paso comenzaron un poco de lejos a seguir a Calandrino; y llegados junto
a su puerta, sintieron la feroz paliza que a su mujer le daba, y fingiendo que
llegaban entonces, le llamaron. Calandrino, todo sudado, rojo y cansado, se
asomó a la ventana y les rogó que subiesen donde estaba él. Ellos, mostrándose
un tanto enfadados, subieron arriba y vieron la sala llena de piedras, y en uno
de los rincones a la mujer despeinada, toda lívida y golpeada en la cara,
llorar dolorosamente; y por otra parte Calandrino, desceñido y jadeante a guisa
de hombre cansado, sentado. Y luego de haber mirado un rato dijeron:
-¿Qué es esto,
Calandrino? ¿Quieres hacer un muro, que te vemos con tantas piedras?
Y además de esto,
añadieron:
-¿Y doña Tessa qué
tiene? Parece que le has pegado; ¿qué novedades son éstas?
Calandrino, cansado por
el peso de las piedras y por la rabia con que le había pegado a su mujer, y con
el dolor de la fortuna que le parecía haber perdido, no podía reunir aliento
para pronunciar enteras las palabras de su respuesta; por lo que, dándole
tiempo, Buffalmacco recomenzó:
-Calandrino, si estabas
airado por algo, no debías por ello escarnecernos a nosotros; que, luego de que
nos indujiste a buscar contigo la piedra preciosa, sin decírselo a Dios ni al
diablo nos dejaste como a dos cabrones en el Muñone y te viniste, lo que
tenemos por muy gran maldad; pero por cierto que ésta va a ser la postrera que
vas a hacernos.
A estas palabras,
Calandrino, esforzándose, repuso:
-Compañeros, no os
enfurezcáis: las cosas han sido de muy distinto modo del que pensabais. Yo,
desventurado, había encontrado aquella piedra; ¿y queréis saber si digo verdad?
Cuando primeramente os preguntasteis por mí el uno al otro, yo estaba a menos
de diez brazos de vosotros, y viendo que os acercabais y no me veíais, me fui
por delante de vosotros, y siguiendo un poco por delante siempre me he venido.
Y empezando por un
extremo, hasta el final les contó lo que habían hecho y dicho ellos, y les
mostró la espalda y los calcañares cómo los habían aderezado los guijarros, y
luego siguió:
-Y os digo que,
entrando por la puerta con todas estas piedras en el seno que aquí veis, nada
me dijeron (que sabéis cuán desagradables y molestos suelen ser) los guardianes
que quieren mirar todo, y además de esto, he encontrado por la calle a muchos
de mis compadres y amigos, los cuales siempre suelen dirigirme algún saludo e
invitarme a beber, y no hubo ni uno que me dijese media palabra, como quienes
no me veían. Al final, llegando aquí a casa, este diablo de esta maldita mujer
se me puso delante y me vio, porque, como sabéis, las mujeres hacen perder la
virtud a todas las cosas; de lo que yo, que podía decirme el hombre más
venturoso de Florencia, he quedado el más desventurado: y por ello le he pegado
tanto cuanto he podido mover las manos y no sé qué me detiene en cortarle las
venas, ¡que maldita sea la hora en que primero la vi y cuando vino a esta casa!
Y encendiéndose de
nuevo en ira, quería levantarse para volver a pegarle de nuevo. Buffalmacco y
Bruno, oyendo estas cosas, ponían cara de maravillarse mucho y con frecuencia
confirmaban lo que Calandrino decía, y sentían tan grandes ganas de reír que
casi estallaban; pero viéndole furioso levantarse para pegar otra vez a su
mujer, saliendo a su encuentro lo retuvieron diciéndole que de estas cosas
ninguna culpa tenía su mujer, sino él que sabiendo que las mujeres hacían
perder su virtud a las cosas no le había dicho que se guardase de ponérsele
delante aquel día; de la cual precaución Dios le había privado o porque la
suerte no debía ser suya o porque tenía en el ánimo engañar a sus compañeros, a
los cuales, cuando se dio cuenta de haberla encontrado debía descubrirla. Y
luego de muchas palabras, no sin gran trabajo reconciliando con él a la
doliente mujer, y dejándolo melancólico en la casa llena de piedras, se fueron.
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