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lunes, 20 de abril de 2015

EL DEMONIO ME DIJO Giovanni Papini

EL DEMONIO ME DIJO
GIOVANNI PAPINI

I

     En toda mi vida he hablado con Demonio solamente cinco veces. Entre todos los que viven hoy, me jacto de ser aquel que lo trata con más familiaridad y que lo conoce más íntimamente. Me trata—lo afirmo con cierto orgullo que no quiero ocultar—con una benigna condescendencia, que alguna vez ha llegado a conmoverme. Cuando estoy con él, no me canso de oírle. Mejor aún: lo escucho y lo miro con fijeza. El Demonio, tal como se ha presentado ante mí, al menos, es una figura enormemente sugestiva y que sale fuera de lo vulgar y plebeyo. Es muy alto y muy pálido; es todavía bastante joven, pero su juventud es de aquellas que han vivido mucho y que son más tristes que la vejez. Su rostro, blanquísimo y alargado, no ofrece otras particularidades que la boca sutil, cerrada y estrecha y una arruga, única y muy profunda, que se levanta perpendicularmente entre las cejas y se pierde casi en el nacimiento de los cabellos. No he sabido nunca de qué color son sus ojos, porque no he podido nunca contemplar más de un instante; y no sé tampoco de qué color son sus cabellos, porque un gran gorro de seda, que no se quita jamás, los esconde cuidadosamente. Viste decentemente de negro, y sus manos están siempre, invariablemente, enguantadas.

     Es un poco difícil que en estos tiempos se decida a venir entre nosotros. Un día me confesaba, con aire de tristeza:

     —Ahora los hombres no me interesan realmente. Se compran con poco, pero valen siempre menos. No tienen ni médula, ni alma, ni vida; tal vez carecen de sangre, suficientemente roja para escribir el contrato de pragmática.

     A pesar de estos pesares, cuando se aburre ciertos días en su reino tan concurrido, viene a visitarnos. Nadie, en verdad, se da cuenta de su presencia, porque los hombres ya no le reconocen, y pasan a su vera, creyéndole un prójimo cualquiera, sonriendo y quitándose el sombrero con un gesto de sensualidad y de aplomo que mete miedo. Pero yo siento siempre la huella de su paso, y me apresuro a gozar de su querida compañía. La conversación del Demonio es la más útil y agradable que conozco: es una de esas charlas la suya que hace comprender el mundo—especialmente el que habita en nosotros—mucho mejor que todos esos manualotes que pueden leerse en la biblioteca universitaria de Heidelberg.

     No he encontrado nunca ser más indulgente que el Diablo. Conoce tan maravillosamente las iniquidades, las bribonadas, las porquerías y las bestialidades humanas, que nada le maravilla ni le repugna. Es pacífico antiguo, y me parece más cristiano que todos los cristianos que hay en el mundo. Ha perdonado hasta a aquel que le condenó y le arrojo de su lado. Cuando habla de él, reconoce en efecto, que el Omnipotente obró justamente arrojándole del cielo, puesto que un rey no puede permitir que haya en torno a él seres demasiado soberbios e indisciplinados.

     —Si hubiera sido yo en su lugar—me confesó una vez,—habría condenado al rebelde a una pena harto más terrible. Le habría obligado a la inacción, a la inmovilidad. Por el contrario, Dios estuvo generosamente misericordioso conmigo y me proporcionó medios para seguir la carrera; me aburro de vez en cuando; no tengo muchas quejas; me hubiera aburrido cien mil veces más en el seno de la beatitud celestial.

     Está animado, aún hacia los hombres, de una cierta bondad tenuemente irónica, secundada, digámoslo, de un profundo desprecio que a ratos no sabe disimular. El Demonio es, profesionalmente, el atormentador de los hombres; pero el hábito le ha hecho menos feroz y menos terrible. No es, en la actualidad, el hirsuto y monstruoso demonio de la Edad Media, rabudo y con cuernos, que acariciaba vírgenes en los monasterios y ocasionaba fiebres solitarias a los padres en el desierto.

     Se ha convencido ahora que la tentación es perfectamente inútil. Los hombres pecan porque sí, naturalmente y espontáneamente, sin necesidad de excitaciones ni de súplicas. Les deja en paz, y los hombres corren hacia él como el agua se precipita por la pendiente. Por ende, no les considera como enemigos dignos de conquistarse, mas como buenos y fieles súbditos dispuestos a pagar su tributo sin hacerse rogar cosa mayor. Y no de otro modo, no por otra suerte de razonamientos, le ha brotado, en estos últimos tiempos, por nosotros los hombres, una piedad que no apaga el desdén, sino que lo atenúa y lo vela. Me sostiene en este parecer la última entrevista que he celebrado con él, en la cual me ha revelado algo que no carece de interés para todos los que buscamos en más arriba y el más allá.

II

Lo encontré la última vez en una de esas calzadas solitarias de los alrededores de Florencia, empotradas entre muros grises, de los cuales asoman ramos de olivo. Caminaba leyendo un librito, encuadernado en negro, y reía para sus adentros como él solo sabe reír. Me acerqué a él, y apenas me vio, cerró el libro, me cogió por un brazo y comenzó a decirme:

     —Conozco, muchos siglos ha, este libro. Se trata de la Biblia, y yo la releo de vez en cuando, cuando quiero ponerme de buen humor. Este volumen está escrito en inglés… Apropósito. El inglés encaja perfectamente en el Antiguo Testamento, mientras el italiano se presta admirablemente para el Nuevo. Estaba leyendo ahora mismo, por milésima vez, los primeros capítulos del Génesis: tú comprenderás seguramente la razón. En ellos tengo yo reservado un papel importante, y me permito el lujo de ser alguna vez, además de soberbio, un poco vanidoso. Me complace, pues, verme bajo las prisioneras escamas de la serpiente. Arrollado en el árbol como en las viejas estampas, sacudiendo mi cabeza negruzca hacia el dulce cuerpo de la graciosa Eva. Sin embargo, es un verdadero pecado que la historia de la tentación haya sido alterada por los historiadores, siervos de Dios. Un día u otro, si me sobra tiempo, haré seguramente una edición corregida de la Biblia, pero no solamente corregida, sino aumentada, porque los santos y piadosos Padres han tenido a menos escribir con la debida frecuente mi nombre y han dejado en la obscuridad algunas de mis empresas más insignes.

     “Volviendo a lo de la tentación, repito mi querido amigo, que la narración bíblica es descaradamente falsa. Jamás he hablado así a ningún hombre, pero creo que eres tú aquel a quién puede decirse lo que ningún hombre podría imaginarse de su cuenta y riesgo. Te confesaré, por ende, que no fui, en el verdadero sentido de la palabra un tentador y un engañador. Cuando me dirigí a Eva para obligarla a gustar del fruto prohibido, no tenía ninguna tentación de precipitar a los hombres en la desgracia. Era mi único propósito vengarme de Jehová, que, según se me antoja por entonces, se había portado conmigo indignamente. Quería precisamente crearle enemigos en potencia y no me pasó por las mentes engañar, cuando dije a Eva: Comed de esto y seréis semejantes a Dios.

     “No decía—créeme—más que la pura y verdadera verdad. En efecto; el árbol prohibido era el de la sabiduría, el árbol de la ciencia, no solamente del bien y del mal, como afirma el Hebreo, sino de lo verdadero y de lo falso, de lo visible y de lo invisible, del cielo y de la tierra, de los animales y de los espíritus. Y tú sabes, querido amigo, que sabiduría es potencia y que ser Dios significa precisamente ser sabio y poderoso. Yo no quería engañar a los hombres apuntándole la manera de hacerse semejantes a Jehová. Mi interés estaba en que triunfasen porque contaba con sus ayudas para tornar a conquistar el Cielo.

     “Presiento en tu mirada que quieres preguntarme algo más y sé lo que quieres preguntarme. ¿Cómo se explica entonces que Adán y Eva, a pesar de haber gustado el fruto prohibido, no fueron dioses, sino que, por el contrario, fueron arrojados por su Dios del paraíso terrenal?

     “Te explicaré brevemente, si te agrada, este aparente misterio. Eva, en la confusión del momento, no se dio cuenta de que los frutos del árbol eran muchos y muy diversos entre sí; tan atropellada y confusa estaba, que no oyó lo que yo le gritaba entonces. Porque yo le decía al oído que no era cosa de tocarlos, de comer poco de ellos, sino que era absolutamente preciso despojar enteramente el árbol, o lo que es igual, conquistar toda la sabiduría. Por el contrario, apenas hubo probado parcamente del fruto prohibido, le faltó la presencia de espíritu suficiente para coger y comer rápidamente todos los demás frutos. Y así acaeció que Jehová pudo darse cuenta del peligro y castigarlos con el destierro eterno. Si Adán y Eva hubieran comido todos los frutos del árbol maravilloso el Gran Viejo no hubiera podido, seguramente, arrojarlos del Paraíso. Hubiéranse convertido en dioses contra Dios, y ningún ángel armado de espadas flamígeras hubiera podido obligarles a la vergonzosa fuga. Dios pudo castigarlos porque no habían pecado absolutamente. El pecado original fue castigado porque no fue suficiente grande. Así pasa siempre en la tierra, y no quiero recordarte una vez más la fábula de Alejandro y del pirata, para demostrarte que se castiga un delito cuando es pequeño, y se ensalza y premia cuando es grande.

      “El hombre, en aquel día lejano, perdió, pues, una de las probabilidades de convertirse en Dios, y yo una de las ocasiones más felices para volver al Cielo. Pero yo creo, excelente amigo mío, y así te lo digo, aunque los hombres no concedáis demasiado crédito a los consejos del Demonio, yo creo que estáis aún en sazón de acabar con los frutos del árbol; que aún es tiempo de que lleguéis a ser dioses. No recordáis, ciertamente el camino del Paraíso terrenal; pero yo sé que la semilla del árbol se ha diseminado en los alrededores del Paraíso y que ya ha adquirido vigor y lozanía. Se trata de buscarlo en vuestros bosques y de cultivarlo con amor hasta que vuelva una vez más a mostrar sus frutos. Y entonces—creed en vuestro viejo amigo el Demonio que lacayos envidiosos quieren presentarme como vuestro mortal enemigo, — entonces podréis comer vuestro antojo, hasta saciaros, y mi promesa se cumplirá. “¿Quieres preguntarme alguna particularidad algún signo de reconocimiento fácil para dar con el árbol y sus frutos? No puedo decirte nada; de veras. Órdenes superiores me lo prohíben. Es preciso que lo encuentres por ti mismo, pacientemente, constantemente. Y avísame así que lo encuentres, porque tal vez mi misión concluya y el buen Dios me llamará a su lado.”

     La voz del Demonio al llegar aquí, se hizo un poco más melancólica que de ordinario. La arruga secta y profunda que se insinúa en mitad de su frente, se me antojó más honda. Y después de haberse detenido algún minuto, como preocupado por alguna cavilación nueva, continuó su camino en silencio mirando las estrellas que comenzaban a temblar en el lánguido cielo del crepúsculo.




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