LA
TEMPESTAD
Se anunciaba desde la tarde con turbonadas
e imponentes cúmulos cargados de electricidad, que surcaban el cielo
catemaqueño. Por la noche se desataba la tempestad...
Llovía a cántaros. Los incesantes relámpagos rasgaban las tinieblas. Los truenos se encadenaban en estruendos que parecían no tener fin y aterraban al más valiente. En las casas, se cubrían con lienzos los vidrios y espejos porque “el azogue atrae los rayos” –decía la abuelita- y se cerraban puertas y ventanas, para evitar las “corrientes” propiciatorias “al paso de alguna centella”...
Despiertos y temerosos, los niños
sufríamos el tormento de la “ira de Dios” manifestada en esos truenos
ensordecedores y en los rayos y relámpagos que iluminaban todo y caían a media
laguna, en los cocoteros o en el pararrayos de la torre del reloj...
Y entre los estruendos se escuchaba la voz
de la mamá o de la abuela, diciendo la plegaria que venía de generaciones
atrás... ”Santa Bárbara en el campo, toda vestida de blanco… Santa Ana, Santa
Elena, Santa María Magdalena, sálvanos de los truenos, los rayos y los
relámpagos... Santa Bárbara doncella, que en el cielo fuiste estrella, líbranos
de la centella, como libraste a Jonás del vientre de la ballena...”
Cuando la tempestad se alejaba y la calma
volvía, el sueño desplazaba el desvelo del miedo...
Al otro día, los niños salíamos a la calle
a recolectar los negros y relucientes trocitos de obsidiana -“rayos”, los
llamábamos-, que la nocturna tempestad y las corrientes descubrían a su paso.
©SHG
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