EL
MAESTRO Y SUS NIÑOS ¿QUIÉN ENSEÑA A QUIÉN?
ELENA
PONIATOWSKA
Patricio Redondo desembarcó en
Coatzacoalcos en 1940; era español y era republicano. Había sufrido. No era muy
joven. Quizá pensó llegar hasta el centro de la República así como todos los
caminos llevan al Zócalo pero se detuvo en San Andrés Tuxtla. Bajo un árbol
reunió a tres o cuatro niños y empezó a hablarles de cosas muy sencillas: el
sol, la luz, el oxígeno que respiramos, el peso del aire y el pájaro que sabe
sostenerse en él. Los niños que pasaban por la calle se acercaron para tomar
lugar bajo el árbol. Los materiales de trabajo eran palitos, hojas, flores
secas, cajitas de cerillos, cualquier cosa a la mano. El instrumento era la voz
del maestro. Pero también eran las voces de los niños, porque Patricio Redondo
los hizo hablar de ellos mismos, de su casa de sus intereses.
-A ver ¿qué es un niño?
Algunos dibujaron una albóndiga con patas,
otros una araña con un moño en la cabeza.
-A ver ¿qué es una mamá?
Una niña escribió:
Mi
mamá se enfermó.
Se
la llevaron al hospital.
Se
estuvo como mil días.
Tuve
el privilegio de conocer a Patricio Redondo y de quererlo, con su guayabera
blanca y sus anteojos, sus zapatos de caminante. Era un hombre recio, a veces
tajante, prodigiosamente alerta; sabía para qué había venido al mundo. En el
Distrito Federal le llamaban mucho la atención los papeleritos, aquellos que el
16 de septiembre se subían al Caballito para ver el desfile. “Estos niños no se
arredran ante nada, estos niños tienen mucho que enseñarnos”. Él mismo vivió
siempre frugalmente, lo único que le hacía falta eran los niños. Poseído, tenía
una sola obsesión: educar a los niños, una sola palabra: aprender.
En el Kikos pedía café con leche en vaso y
con nuestras conchas hacíamos “chopitas”. Él hablaba, nunca se dispersó, su
tema único de conversación era el niño, hacerlo crecer, estirarlo, ensancharlo,
ponerlo en actividad y de paso también activar el espíritu de sus padres, de su
familia, de la comunidad. “¿Cómo, por qué, para qué?” insistía. Los niños lo
miraban con ojos afiebrados. ¿Cómo sacar a flote su ingenio, su capacidad
creadora, su fe en sí mismos, y sobre todo su seguridad? A diferencia de los
niños españoles, los nuestros son tímidos, prudentes, se dejan bocabajear.
Saben y guardan silencio. “Niños, la escuela es la vida, vamos a estudiar
siempre. ¿Qué le pasa a la leche cuando hierve?”
Quizá Patricio no lo sabía pero Sor Juana
también estudiaba en todas las cosas que Dios nos dio. Una prelada muy santa y
muy tonta que creyó que el estudio era cosa de la Inquisición le ordenó a sor
Juana que no estudiase y durante los tres meses que ella fue superiora del
convento, Sor Juana no abrió uno solo de sus amados libros, pero en cuanto a no
estudiar no lo pudo cumplir porque estudiaba en todo lo que Dios creó, nada
veía sin reflejar, nada escuchaba sin consideración, y aunque no estudiara en
los libros, su maestro era toda maquinaria universal, y hasta en la cocina y
frente a los pucheros descubrió secretos naturales, como un huevo por ejemplo,
y dedujo que si Aristóteles hubiera sabido guisar, habría escrito mucho más.
Apenas tuvo lápices de colores y hojas
blancas, Patricio se llevó a los niños de excursión; insectos, mariposas,
flores de muchos pétalos, nervaduras de hojas, tréboles. Los .niños dibujaron
en sus hojas lo que habían visto, trocitos de vida, trocitos de naturaleza. Con
la ayuda del pueblo la escuela adquirió paredes y fue techada, el árbol echó raíces. No es que las paredes fueran indispensables pero la escuela se volvió
un taller. Harían cuadernitos, imprimirían en una prensa manual, fácil de
manejar, sus pensamientos. Activos, dinámicos, los niños empezaron a mostrar
entusiasmo por lo que hacían y por sí mismos como hacedores. Impacientes
aguardaban la hora de ir a esta escuela siempre abierta, sin cerrojos.
“Soy porque hago” parecían decir o ¿soy lo
qué hago? Requerían mayor atención. El diálogo. Patricio lo dijo: “Maestro no
es el que simplemente enseña a los alumnos sino el que sabe aprender de ellos”.
Patricio Redondo no sólo quería identificarse con los niños, también con los
papás, los árboles, las actividades, la gente de San Andrés Tuxtla, la de
Veracruz, la del país entero. Nunca más volvió a hablar de España, ni de sus
experiencias anteriores. Eso ya era pasado, ya estaba muerto, no importaba.
Sólo los niños de México. También quiso humildemente, él, ya maduro, él quien
era maestro de maestros, obtener su maestría en educación, interrumpida por la
Guerra Civil Española, en la Universidad de Veracruz como una muestra de
respeto a México.
Patricio Redondo creía que una de las
mayores obligaciones del maestro era formar hábitos de trabajo y encender la
chispa, que la permanente actividad del espíritu es un antídoto contra la
pasividad tradicional. Educación para la vida, educación para “saber hacer”,
para dominar hasta donde es posible los fenómenos de la naturaleza y procesar
los frutos de la tierra.
Elena Poniatowska Amor
Patricio Redondo quería construir hombres
de esos niños veracruzanos capaces de resumir desde los siete años en algunos
de los cuadernitos escritos, formados, ilustrados e impresos por ellos mismos:
“Mexicanitos”, “Xóchitl”, “Nacú”, este texto de la niña Marisa Morales Paredes:
NIÑO
El niño es travieso. Hay unos que son
malcriados, juguetones, inquietos, trabajadores, inteligentes. Les gusta leer,
escribir y estudiar.
Se sale a la calle a jugar sin permiso y
su mamá le pega.
El niño va creciendo hasta ser muchacho,
después hombre, porque tiene que trabajar. Luego se va haciendo viejito, hasta
que muere.
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