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martes, 15 de enero de 2013

RUDOLF NUREYEV


RUDOLF NUREYEV

ROSARIO MANZANOS


"Mientras mis ballets se bailen yo viviré", sentenció el bailarín y coreógrafo Rudolf Nureyev al darse cuenta de que estaba muriendo.
Ahora, 20 años después de ese 6 de enero de 1993 en el que falleció, el mundo entero se vuelca de nuevo hacia el artista de origen ruso para hacerle un tributo y celebrar su vida, su carrera artística, el impulso que le dio a los varones hacia el ballet, y sobre todo el enorme legado artístico que le dejó al mundo a través de sus obras coreográficas que se interpretan en las versiones especiales que reelaboró.
El gran homenaje conmemorativo al artista del ballet comenzó a finales de 2012 y culminará cuando terminé 2013. Según lo han hecho público los diferentes organizadores, el evento incluirá desde el remontaje de algunos de sus ballets, exposición de diseños de vestuario especiales para sus ideas, muestras fotográficas y documentales de su vida y obra, los que ocuparán las marquesinas de los principales teatros europeos y estadunidenses.
No obstante la importancia del artista, en México hasta ahora ninguna institución oficial o agrupación de ballet se ha sumado a la iniciativa mundial.


                     Aquí con Margot Fonteyn
Nacido en 1938 en un tren transiberiano en algún lugar cercano a Balkal, Rudolf fue el hijo único hombre de Hamet y Farida Nureyev, los dos de origen tártaro-musulmán. La mayor parte de su infancia la pasó en Ufa, capital de la República de Bashkir, en la Unión Soviética, al lado de tres hermanas mayores.
Con su familia hundida en gran pobreza, Rudolf, además de todo, era el foco de las burlas en su escuela porque no poseía zapatos y usaba los viejos y destartalados abrigos que sus hermanas desechaban. Su alimentación era deficiente y se basaba en papas hervidas con un poco de sal. Sus compañeros narraban que muy a menudo se desmayaba de hambre y era escuálido. La esperanza de la familia era que pudiera llegar a la adolescencia y enrolarse en el ejército.
Pero en su caso el viejo dicho freudiano de “infancia es destino” no se cumplió. Su fortuna estaba echada hacia el éxito de alguna forma. Y fue en la noche del año nuevo de 1945, de la mano de su madre, que cifró su destino. Con ella y sus hermanas se escabulló dentro del principal teatro de la ciudad. Tenían un solo boleto para ver un programa de ballet, donde se destacaba la presencia de Zaituna Nazretdinova. Había cumplido siete años y, embelesado por lo que vio, decidió ser bailarín.

Como si se tratara de una de las novelas de Charles Dickens, el jovencito no se imaginaba las múltiples dificultades que tendría que sufrir para lograr lo que su instinto le urgía. Tampoco le pasaba por la mente que sin dudarlo se convertiría en la figura más importante del ballet después de Vaslav Nijinsky, el gran bailarín de Diaghilev, ni que miles o tal vez millones de niños y jóvenes de todo el mundo se dedicarían a la danza gracias a sus presentaciones en todos los foros imaginables, a las películas y programas de televisión hechos sobre él.

Rudolf inició sus estudios de danza folklórica a los 10 años como parte de su formación en arte, actividad obligatoria en el régimen comunista para todos los niños “pioneros”. Su maestra se dio cuenta de sus condiciones y le habló de los grandes bailarines rusos y del mundo que se le podía abrir si audicionaba en la mítica escuela de Leningrado, considerada en ese momento como la mejor del mundo.
Su padre, con mentalidad machista, quería que hiciera otro tipo de estudios. Por fortuna su madre se hizo de la vista gorda cuando se dio cuenta de que Rudolf tomaba clases a escondidas. Hombre de decisiones rápidas y claras, hizo su mayor esfuerzo hacia el baile hasta que a los 17 años audicionó en el famoso Kirov,0,0, donde recibió la amenaza de que, según señalan sus biógrafos, “sería un bailarín brillante o un fracaso total y seguramente se acercaba más lo segundo”.
     De inmediato subió como la espuma: era bien parecido, atlético, tenía un gran salto. Y desde la noción de que era un bailarín destacado, durante un tour en Francia –su primera gira internacional–, a punto de volar a Londres, los directivos de la compañía le entregaron su boleto de regresó a la URSS urgiéndolo para que estuviera en una supuesta gala.
     En el aeropuerto dio uno de sus famosos saltos, pero ahora para escapar de la policía soviética, que trató de detenerlo:
“Me quiero quedar y ser libre”, dijo a los franceses. Tenía 23 años. Se quedó en el mundo occidental y se convirtió en el artista más famoso de la historia del ballet.
     En ausencia fue juzgado en Moscú como “desertor” y se le condenó a prisión, incluso se dice que el propio presidente de la Unión Soviética firmó su sentencia de muerte.
Sin pasaporte o documento alguno de por medio, y sin un solo centavo o bienes, Nureyev empezó desde cero pero con el mayor golpe publicitario que hubiese tenido ningún soviético hasta el momento.
Se hizo famoso de inmediato y las principales compañías del mundo se peleaban por tenerlo en sus filas.
Fuera de la llamada cortina de hierro, Nureyev bailó como estrella siempre, hizo creaciones sobre los viejos ballets, dirigió el Ballet de la Ópera de París, bailó con los Muppets, se compró una isla y se enfermó de VIH en un momento en el que la enfermedad era una condena de muerte.
Sus condiciones físicas bajaron y optó por seguir bailando al precio que fuera.
Así llegó a México a principios de los noventa; desesperado por estar en un foro había aceptado presentarse en un antro para ricos en avenida San Jerónimo. No le importó que la gente bebiera, comiera y hasta fumara mientras él, sin el brillo de su energía habitual, interpretaba La pavana del moro, de José Limón. Anna Kisselgoff, la famosa crítica de danza de The New York Times, ya le había hecho varías notas “malas” contando que hacía presentaciones en secundarias neoyorquinas.
Nureyev aprovechó el viaje a la Ciudad de México para visitar a su gran amigo Michel Descombey, director del Ballet Teatro del Espacio. La amistad entre ellos era legendaria y se sabía por el propio Descombey que cuando le pidieron que regresara a ser director de la sección de la Ópera de París, había declinado a favor de Nureyev.
Callado y atento, Nureyev visitó la sede de la compañía que se encontraba en la calle de Hamburgo, en plena Zona Rosa. Se tomó fotografías con el grupo, los abrazó a todos y una vez que se encontró a solas con Descombey le ofreció trabajar con él:
“Te cobraré un dólar por cada función que dé”, dijo.
El coreógrafo francés bromeó con él, le parecía una locura, pero Nureyev insistió y aquel aceptó esperando con ilusión que su amigo pudiera trabajar con él, pero con el corazón encogido por saberlo enfermo.
El pacto nunca se cumplió. Nureyev murió al poco tiempo y Descombey le hizo Homenaje a Nureyev, obra en la que los bailarines hacen caravanas frente a una silla vacía.

Iniciado en noviembre, el homenaje a Nureyev tuvo como primeras sedes la Ópera Bastilla de París, con Don Quijote, y la Ópera de Viena, con El Cascanueces. Seguirá la Ópera de París en marzo con un tributo especial. Habrá en esas mismas fechas todo un programa para él en Bordeaux y otro en el Ballet Chatelet con el Ballet de la Ópera de Viena. En mayo se realizará una gala de homenaje en el que sería el cumpleaños 75 del artista.
En Inglaterra, el Royal Ballet hará lo suyo en enero de 2013 con Raymonda, en febrero con Margarita y Armando. El London Ballet presentará Petrushka, Raymonda y una pieza que Maurice Béjart hizo para Nureyev. En forma paralela la Scala de Milán, el Ballet del Teatro del Kremlin y la Ópera de Viena harán galas en su honor. En octubre se abrirá un Centro de la Memoria para Nureyev en Francia.
Lo mismo sucederá en Estados Unidos, donde el Ballet de San Francisco celebrará galas, el American Ballet Theater prepara un programa especial, mientras la BBC de Londres exhibirá sus documentales y filmes sobre el artista, entre ellos Desde Rusia con amor.
En México no se ha anunciado ningún conmemorativo al que fuera el mejor bailarín del mundo.

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