EL
COLGADO
Ramón
Rubín (1912-199)
Imagen de Internet
¡No le hagas
pelos, porque me tumba!...
Fue mi padre un alteño
de la mejor cepa. Trabajador incansable en los cuatro ranchos que heredase,
alto y desgarbado en su figura, solemne de juicio, huraño de carácter y parco
en la conversación, mostrábase tan fiel a la amistad como fácil a la violencia cuando
alguien hería sus sentimientos.
Tuvo en el pueblo la consideración de
ricos y pobres. Pero su austeridad llegó a alcanzar relieves excepcionales en
el seno de la familia, donde todo se empequeñecía con el contraste de su
presencia.
El resplandor de aquella vigorosa
personalidad suya oscurecía los brillos de la de mi madre, la cual era mujer de
grandes virtudes. Hacendosa y discreta, toda trenzas y enaguas, para ella los
dominios de Satanás comenzaban al otro lado del umbral de nuestra morada, y
casi nunca asomaba la nariz por él. Diríase que en la firmeza y altanería de mi
progenitor, a quien adoraba con honda reverencia, había encontrado el apoyo
necesario para ir sorteando con ventura los mágicos riesgos que mantenían
trémula su voluntad; y que le era preferible no arriesgar un paso afuera sin su
compañía.
Siendo el primogénito, tuve que sentirme
desde el uso de razón particularmente orgulloso de aquel padre. Llegué a
tomarlo por modelo cuando trataba de consolidar esa personalidad austera, firme
y cabal que le daba tono a su patriarcalismo y que fue la más cara de mis
ambiciones.
El día de los comienzos del siglo en que
vine al mundo, tuvo él dos motivos de
satisfacción: mi nacimiento y el aviso de que un par de indómitos
mozalbetes, a los que acusaban de ladrones de ganado y atribuían el hurto de
una yunta desaparecida meses antes de nuestro rancho de Los Tules, estaban
ahorcados y meciéndose con la brisa de la tarde en las ramas de los sabinos,
junto al arroyo, por obra y gracia de la infatigable actividad draconiana de
don Baldomero, el que fue jefe de acordada en la hacienda La Trasquila.
Era el verdugo muy buen amigo de mi
progenitor. Y pasada la fiesta del ajusticiamiento, éste se lo trajo a casa
para celebrarlo.
Penetraron en el zaguán haciendo sonar las
rodajas de sus espuelas y los estoperoles que blindaban la suela de sus botines
de oreja en el piso empedrado de canto aluvial. Y allí los recibió la nueva de
mi nacimiento.
Los rostros de ambos, mirándome con embeleso
por la abertura del ropón, debieron de llenar con su silueta borrosa mi cegata
primera perspectiva. Y tal vez fue preferible que no los distinguiese
claramente, pues me hubiera producido honda impresión de susto el semblante
cetrino de don Baldomero, con sus largos bigotes puntiagudos que marcaban el
cuarto para las tres, sus ojos saltones y aquel flequillo agresivo, en forma de
alero, que la cortesía dejaba al descubierto en el remate de una frente
angosta, despojándole del eterno sombrero alemán, en fieltro color mamey, cuya
copa apiloncillada conformó caprichosamente el cráneo de su pequeña cabeza.
Tomaron algunos tragos en honor del doble
acontecimiento feliz. Y, después de resolver que ese intrépido jefe de acordada
apadrinaría mi bautizo, pasaron a las cuadras del corral para discutir de
caballos.
Debo decir que tuve un padrino ameritado y
rumboso. Me abrumaba con regalos. Y a pesar de que sus quehaceres de
perseguidor implacable de insumisos iban creciendo año por año con los vientos
de rebelión que asolaban el país, nunca desperdició la oportunidad de acudir a
tomarse una copa con mi padre, a conocer el estado de mi salud y progreso y a
dedicarme una caricia cuando en los azares de su profesión pasaba cerca del
pueblo.
La última vez que pude verlo vivo estaba
yo cumpliendo los once años.
Mi padrino traía del cabestro un
potranquillo muy lucido. Y, a tiempo que me daba unos amables capuchones, le
dijo a mi progenitor:
-Va pa dos meses que mi yegua zaina, que
a usté le agrada tanto, parió este animalito, compadre. Y como ya no dilata que
mi ahijado amacice y me había de gustar verlo montado en un buen penco, se lo
truje pa que lo críe pa él.
¡Quién hubiera dicho entonces que este
don Baldomero, tan dueño de sí, iba a acabar de aquella triste manera!
El dictador, que llevaba muchos años firme
en el poder, fue derrocado. Y puesto que mi padrino había hecho en el ejercicio
de su profesión tantos enemigos, tuvo que andar algunos meses a salto de mata,
terco en la esperanza de que las cosas volvieran a su estado anterior y
obstinado en no salir de la comarca, como parecía aconsejarlo el más elemental
sentido de la prudencia.
Saqueada varias veces La Trasquila, los
que habían sido sus patrones tuvieron que huir. Y, uno por uno, todos sus
amigos fueron perdiendo el control y las influencias de que antes disfrutaron y
con las que hubieran podido ayudarle.
Del norte del país veíamos descender
marejadas humanas que comandaban extraños generales, con polainas altas,
sombreo tejano y, a veces ostentosas coquetas colgando del lóbulo de sus
orejas. Eran hombres de estatura tan elevada como la nuestra. Y, siempre con el
fusil y las cananas terciados a ala espalda y sobre el pecho, chocaban en
batallas estrepitosas con otros revolucionarios menudos y más prietitos, que
procedían del sur, arrasándolo todo a su paso como si fueran mangas de
langosta. Carneaban las reses, llevábanse nuestros caballos y sometían a saqueo
las trojes y los almiares. Las mujeres tenían que vivir muy alerta para ocultar
a tiempo a sus hijas guapas.
Los alteños fuimos espectadores un poco
despectivos de estas batallas cuya dinámica nos era difícil comprender. A no
ser los de La Trasquila, en este lado de nuestra región nunca existieron
hacendados y peones como en el resto del país. Y la pugna mortal que lo asolaba
había nacido de una rivalidad entre estas dos clases sociales tan extremosas.
Por otra parte, la fatiga que en nuestro temperamento volviese atávica la
necesidad de extraerle el sustento a una tierra tan dura y tan poco pródiga
como la de Los Altos, nos hacía sentir abúlicos frente a los impulsos emotivos
que alentaba la ya larga persistencia de la Revolución, y demasiado absortos en
nuestra lucha contra la pobreza del terreno para que experimentáramos el deseo
de lanzarnos en busca de otros rivales. De modo que solo nos preocupaba recibir
el menor daño posible de las visitas de unos y otros.
Pero los muchos pendientes que el jefe de
acordada tenía con los intrusos hicieron que acabara siendo su víctima.
Lo apresaron un día que llegaba solo, a
campo traviesa y en dirección a mi pueblo.
Creo que le asistía la esperanza de
encontrar refugio en casa de su buen amigo y compadre, mi progenitor. Mas,
sorprendidos por la delación de uno de sus antiguos y numerosos rivales, lo
detuvo la escolta antes que llegara y le hizo caminar dos leguas para colgarlo
de la misma rama en la que él dejo exhibiendo los cadáveres de los mozos que
ejecutara en la fecha precisa de mi nacimiento.
Cuando la noticia se difundió y lo supe,
fui al sabinal del arroyo acompañado por otros muchachos de mi edad para verlo.
Su corpachón largo y desmadejado, de
alteño genuino, colgaba escurrido y lacio hasta casi rozar con los pies las
flores de las cinco-llagas que alfombraban el suelo. Parecía haber crecido con
la muerte como si le hubieran jalado de las piernas. Tenía la lengua gruesa,
ennegrecida y de fuera, los ojos brotándole de las órbitas… Sólo aquellas
agresivas guías horizontales de su bigote conservaban el equilibrio, como esas
astas de novillo cerrero que siempre son lo último en disgregarse de la calaca.
Mis tiernos catorce años se estremecieron
con la contemplación macabra de un muerto por el que en vida había sentido
cariño y admiración. Y me quedé anonadado ante él, sin encontrarle cauce a un
sentimiento rebelde en el que palpitaban tempranos impulsos de violencia.
Media hora después llegaba mi padre a
rescatarme de ese espectáculo.
Yo esperaba que su indignación explotase
respaldando la mía. Y noté asombrado que se conducía con extrema cautela,
eludiendo hasta el hecho elemental de santiguarse ante el difunto y aun de
dirigirle una piadosa mirada. Después pude confirmar que solo había acudido en
mi busca a regañadientes, traído por el afecto de padre y tratando de
sobreponerse a un pánico recóndito que, sin embargo, se le traslucía.
Tomándome con cierta brusquedad de una mano para obligarme a que lo
siguiera, me amonestó:
-¿Qué vino a hacer aquí?... ¡Ande!
¡Jálele para la casa!...
Sintiendo que las protestas se me
agolpaban en la garganta, resistí el tirón y exclamé, al borde ya del
histerismo:
-¿No vio, pues, quién está colgado ai?...
¡Es mi padrino!
A unos cuantos metros se hallaba el
oficial de la escolta, un fuereño robusto y un tanto maduro, de facciones
chatas. Y debió oírme claramente.
Fijando su mirada en mi padre se nos
acercó paso a paso, hasta interceptarnos el camino por donde a jalones me
empezaba a llevar. Y, de súbito, interpeló al viejo con un acento calmado pero
imperioso:
-¿Conoció al muerto?
Mi progenitor se detuvo, titubeante. Vi
que el pavor bailaba en sus rasgos y que la tez se le iba poniendo lívida hasta
casi la transparencia. Repuso, venciendo una obstrucción en la garganta:
-De vista.
Toda mi contenida exaltación se volvió en
su contra al escucharle. Lo miré con amargura y reproche, resistiéndome a
admitir que él, tan íntegro, negara así al amigo y compadre fulminado por la
desgracia. En aquel momento me parecía que se estuviera desplomando de su
pedestal el elevado concepto que siempre tuve sobre su dignidad y su hombría. Y
atribuyéndole una nueva y despreciable condición de cobarde nato, me sentí
defraudado y presa de desaliento, en lo más hondo de una profunda amargura.
De seguro interpretaba él correctamente
aquellos sentimientos míos; pues eludió, sobrecogido y confuso, el chispear de
mis miradas conminativas.
El oficial estaba atento a la escena. E,
insatisfecho, perseveró:
-¿No fueron compadres?
Volví a contemplar a mi padre con una
tensa expresión de súplica. El anhelo porque correspondiese a la férvida
opinión que de su entereza guardara asumiendo una actitud arrogante, me había
vuelto brutalmente incomprensivo. Y no logró aflojar mi adustez ni el hecho
patético de que me mirase como pidiéndome clemencia… Desmoralizado, se
desentendió de mí para responder a su interlocutor, con la misma angustia que
si se encontrara braceando entre el cieno de un pantano:
-Conocido, nomás.
Solté su mano con repugnancia,
encastillándome en una coraza de desdén. Y exigí, altanero hasta la insolencia:
-¡Déjeme aquí!... ¡Quiero quedarme con mi
padrino!...
Empavorecido por aquella reiteración del
vínculo ante el militar; sin la posibilidad de ablandarme con una explicación y
temiendo comprometerse más si al hacerme violencia suscitaba un escándalo, él
se mantuvo unos instantes, perplejo.
Hasta que, con voz sombría, le preguntó el
oficial:
-¿No es hijo suyo el muchacho?
Y comprendiendo que con admitirlo se
declaraba compadre del ajusticiado y candidato, tal vez, a correr su misma
suerte, después de implorarme perdón con otra mirada, me negó también.
Y se fue cerro arriba, rodeando al
revolucionario que le interceptaba el sendero y dejándome abandonado a su
merced de mi inaudita necedad de adolescente.
El oficial lo vio perderse tras el doblez
más alto del terreno, sin que intentara detenerlo.
Yo les volví la espalda a ambos con
desprecio. Y sentado sobre el peñasco de la ladera, me mantuve de cara al ahorcado, aunque sin verlo, pues un turbión
de sentimientos contradictorios me invadía el espíritu ofuscando mi razón.
Hasta que, momentos después, el militar,
el cual me observaba con una curiosidad que gradualmente se iba convirtiendo en
inquina, avanzó unos pasos hacia mí, despojose de su ferrado cinturón y con
parsimonia, dejó en el suelo sable, pistola y cartucheras y, cruzándome la cara
de dos furiosos cintarazos, se puso a gritarme conminativo:
-¡Mocoso estúpido!... ¡Obedezca a su
padre y lárguese a su casa con él!
Subí el repecho con el ánimo tan torturado
por las confusiones que ni siquiera sentía el dolor que aquellos inesperados
azotes me dejaron en el rostro.
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