EL
CINTURÓN DE CASTIDAD
Dino
Segré “PITIGRILLI” 1920
Extracto
por Antonio Fco. Rodríguez Alvarado Octubre 2007
Eres un amante demasiado fogoso para poder
ser un buen marido – habíale murmurado una pequeña amiga cierto día de infinita
languidez.
Y el
doctor CIRMENI, médico cirujano, hombre feo pero inteligente, envejecido
prematuramente debido a los “favores” de su demasiada agradecida clientela
femenina y a la eterna compañía de una vieja amante, no se casó.
Empero, tiempo después, rebasada la línea
de los cuarenta, el médico comentó con HANS AXENFELD, su joven y científico
amigo alemán. ¿Crees tú que puedo gustar todavía a las mujeres? A lo que
respondió el amigo ¿qué renta tienes?
- Sesenta mil liras al año.
Entonces sí. Aún puedes gustarles.
Y CIRMENI se casó con una viuda.
Previniendo comentarios hirientes y
mordaces él refería… me he casado con una viuda, sí, pero era una viuda
especial. A su segundo matrimonio llegó virgen. (EXCUSAS: 1. El primer marido
saliendo de la alcaldía resbaló y se rompió la espina dorsal; 2. Después de la
ceremonia nupcial, tuvieron que separarse por incompatibilidad de caracteres.
Él era un alcohólico bestial y ella espíritu delicado, se negó a ser suya y huyó; 3. Él fue arrestado o partió
inopinadamente; 4. Impotencia del marido y 5. Él de constitución débil y
enfermiza, la había dejado materialmente intacta.)
El caso es que la hermosa FELKA, era madre
de CICRÚ una hermosa niña y en el intermedio de la viudez había tenido un par
de amigos para su uso particular.
Sin embargo, a pesar de gustarle mucho su
mujer, no la amaba. Su verdadero amor era para su amante, la cual era
considerada debido a vida disoluta y a su avanzada edad como carne de
marineros, residuo de prostíbulos, aventurera jubilada, astilla de belleza en
naufragio, Venus marchita, vendedora de sacudidas espasmódicas, colilla
mordisqueada de mujer. Era una mujer envejecida por los años y por los afeites,
en que su sensibilidad debía estar tan fofa como la piel de su cuello, de sus
pechos y sus caderas.
Muchas veces por la mañana, al levantarse
CIRMENI de la cama, fatigado y exhausto, de junto a su joven mujer, ávida y
hermosa, su amor y su deseo le hacía correr hacia su vieja amante. Ella era su
verdadera pasión inextinguible.
Algunos conocidos de él se preguntaban en
relación a la amante – pero, ¿cómo puede gustarle esa mujer sin pechos,
descarnada, de labios delgados, de ojos sin expresión?
El amor ese magnetismo animal por el que
un cuerpo siente la necesidad imperiosa de compenetrarse con otro, de fundirse
en él, es debido no ya a la forma, sino a la materia; el amor es la atracción
física, la afinidad química de dos organismos.
Pero, algo atormentaba a CIRMENI. Los
demonios de los celos por su esposa se habían apoderado de él, por lo que
comentó con HANS AXENFELD. Éste le decía: Si no quieres a tu mujer no puedes
ser celoso. El amor y los celos obedecen a una ley muy parecida a la de la
óptica: el ángulo de incidencia (amor) es igual al ángulo de reflexión (celos).
-Imagínate un tubo de vidrio en forma de
de U-. Si por un extremo viertes amor subirá por el otro extremo y formará dos
brazos a un mismo nivel. Por una parte has vertido el amor; por la otra han
subido los celos a una altura igual. La columna de amor y la columna de celos
tienen invariable y exactamente la misma altura. Si amas débilmente a una
mujer, eres débilmente celoso; si la amas con locura, tus celos son locura
también.
Pues amigo mío, te equivocas, respondía
CIRMENI. Yo amo a la mía lo más débilmente posible, y sin embargo tengo unos
celos feroces. Celos de las mujeres que no amé todavía, o que no amaré nunca.
Acaso sea lo que produce estos celos inexplicables un amor en estado latente.
-Efectivamente- rebatía AXENFELD-, puede
ser un amor en estado latente, pero por tu mujer.
Reconozco –dice CIRMENI- que los celos son
un sentimiento primitivo, salvaje, que los siglos y la civilización no han
podido destruir o borrar. Pues bien, yo soy ten celosamente salvaje como
aquellos guerreros de la Edad Media, que antes de partir para las batallas,
imponían a sus esposas el cinturón de la castidad.
Es grotesco y hasta ingenuo. ¿Qué te
importa que tu mujer – objetó AXENFELD- entregue a otro macho aquella parte de
su cuerpo que cubre el cinturón de castidad, mientras pueda entregarle su boca,
su pasión, su alma? Tú no consigues con el cinturón de castidad más que impedir
un acto sexual, la conjunción de dos mucosas. Pero no puedes impedir lo demás:
el amor, la pasión, el deseo.
-¡Palabras, palabras! –Replicó CIRMENI- mis
celos más bestiales son impuestos por la aproximación de esas dos mucosas
húmedas situadas en las fuentes de la vida. El que ella intercambie miradas, su
sonrisa, o su lengua en la boca de otro hombre me tiene sin cuidado. El
adulterio consumado es lo único que me aterra. Pero el deseo, el amor, el
adulterio blanco, no. Por eso desearía encerrar en esa jaula de hierro y de
marfil la pelvis de la mujer a quien amo (mi querida) y de la mujer que me
gusta (mi esposa).
Su amigo, HANS AXENFELD, era lo que se
dice un moralista, el cual por querer llegar puro al matrimonio se encontraba
completamente puro de todo contacto femenino; y sostenía que el hombre, si
tiene derecho a exigir de su esposa la virginidad, tiene que darle también, y
recíprocamente, la suya propia.
Las mujeres del amor alquilado y
mercenario me asustan como frascos de venenos, como un explosivo, como un
virus.
Seducir a una virgen es un sacrilegio.
Desear la mujer del prójimo es un delito.
Durante, el verano, CIRMENI, acostumbraba
a enviar a FELKA junto con su hija CICRÚ
de 13 años a una playa del Adriático, en la villa de Cetonia. En esta
paradisíaca villa había tres habitaciones para invitados las cuales eran
ocupadas por los tres amigos más moralistas de CIRMENI.
El
doctor HANS AXENFELD, el físico alemán, el moralista elegante, pálido, casi
joven, hermoso, el hombre que se proclamaba a si mismo puro, ahogando por
convicción hasta el más débil grito de la carne. HANS ensañaba física y
matemáticas a la hija de FELKA, y le llevaba a ésta la sombrilla en los largos
paseos de todas las tardes, por el parque y por la playa.
El segundo moralista era el teólogo
NARDELLI era un curita pulcro, acicalado, joven, elegante, culto y divertido,
cuyo traje talar era una absoluta garantía de pureza. NARDELLI le enseñaba
literatura clásica a CICRÚ.
El tercer moralista era un ex juez joven,
vicepresidente de la Liga de la Moralidad Pública, un cirujano del ideal, un
soñador, que renegaba hasta de la más débil sombra de materia, enamorado de la
realidad del espíritu. Él dábale consejos a CICRÚ sobre la dirección que debía
imprimir a su preciosa existencia, y llenábale la cabeza de amonestaciones
educativas.
Los tres moralistas que CIRMENI había
puesto en torno a la educación de la niña, formaban por el contrario, un
estrecho cinturón de castidad en torno a las caderas de FELKA. Él no pudiendo
ceñirle a las fuentes de la vida aquel instrumento de hierro y marfil, habíale
colocado otro más sólido aún, compuesto de tres moralistas poco sospechosos, de
tres virtuosos inflexibles a los que por su invulnerabilidad contra las saetas
del amor, habíales puesto los nombres de tres invulnerables legendarios:
Aquiles, Orlando y Sigfrido.
Confiada tácticamente la mujer a la tutela
de sus tres amigos, él podía vivir tan tranquilo como el guerrero medieval, que
durante las horas de descanso, entre una y otra batalla, pálpabase en un
bolsillo de su jubón la llave que había cerrado y que volvería abrir los
tesoros de fidelidad de la esposa lejana.
FELKA tenía 35 años, tenía los cabellos
rubios, vestía ropas de seda que le caían ceñidísimas, como a plomo.
Sensibilidad escasa en apariencia.
En apariencia, ninguna sensibilidad.
Mujer fría, imperturbable, reina de la astucia
y del disimulo.
Ojos fríos, impenetrables como si las
pupilas fuesen esmeriladas, hechas con minúsculos cristales de hielo.
La actitud casi indiferente del marido,
sus falsas atenciones, no la humillaban ni la ofendían. Él había tenido la
lealtad de confesárselo antes de casarse. Ella había tenido la inteligente
serenidad de sufrirlo. El matrimonio no es la pasión. El matrimonio es el
encuentro de dos seres de sexo distinto que tomaron en común una misma casa,
que pusieron su pan en unos mismos manteles, que durmieron en las mismas
sábanas, y que en ocasiones aprovecharon la comodidad de la cama para
copularse.
Bien diría CIRMENI – “Cuándo yo me muera,
no me enterréis junto a mi mujer: yo he preferido siempre habitaciones
separadas”.
En cambio, FELKA era de la idea de que ser
casada y no tener amante es como ir a Roma y no ver al Papa.
Diariamente se veía en la ardiente playa,
bajo la roja sombrilla, en aquel rincón del golfo casi secreto, a los tres
moralistas y a la hermosa FELKA, sentados a la sombra, en silencio, o paseando
juntos. FELKA ágil y esbelta
como un surtidor, repartía sonrisas elocuentes como promesas. La más de las
veces acompañaba uno a uno a FELKA, que no gustaba de departir en coro,
alternando los diálogos y salpicándolos de réplicas y donaires, sino que
prefería los coloquios bis a bis, bien con este, ora con el otro, y siempre a solas.
¡Hablar, hablar! ¡Oír hablar! FELKA
CIRMENI tenía un loco terror al silencio.
-Yo quisiera que alguno de noche,
estuviese en mi alcoba, durante mi toilette nocturna, mientras yo me desnudo,
en tanto prende en mis ojos el sueño; y que hablase, hablase hasta que yo me
adormeciera. Tengo miedo a quedarme sola. Me da terror el silencio. Yo huí de
Venecia porque en aquella ciudad el silencio me mataba. Debía usted venir,
HANS, por la noche a hacerme compañía, mientras yo me suelto el pelo y me meto
en la cama. Entre nosotros dos hay un convenio tácito de castidad. Delante de
usted yo me desnudaría sin rubor, y usted podría ver mi carne sin desearla.
-Esta noche a las once- dijo FELKA,
ofreciendo su mano a la mano de HANS- dejará la puerta entreabierta, como en el
cuarto de una amante.
A las once de la noche, una luz se apagaba
y una puerta se entreabría, con un débil gemido, que parecía un gemido ahogado.
Los colores del mar, en la noche estival,
eran tan puros que parecían filtrados a través de un prisma de cristal. Y el
cielo de agosto estaba salpicado de grandes grupos de estrellas, locamente
desperdigadas en el espacio. FELKA y HANS, en silencio, en la estancia oscura,
juntos y erguidos debajo de la ventana disfrutaban la vista. Ella estaba
envuelta en un sutil kimono blanco bajo el cual sus pequeños y bien torneados
pechos parecían estremecerse, él tomó una de sus manos sutil y delicada y la
llenó de besos haciendo que el pulso de FELKA latiera como el corazón de una
golondrina prisionera. Más audaces luego, a lo largo del brazo, en las axilas,
sobre las espaldas, los labios de HANS hallaron una dulce y tibia humedad.
Cuando el kimono se abrió y los pequeños
pechos aparecieron impúdicos, vibrantes, estremecidos de deseos, HANS los
acarició levemente, con una de sus mejillas y pensó –físico al fin- que la electricidad se pierde por las puntas.
………………………………………………………………………………………
Una tarde, a la sombra de un eucalipto
bajo el que solían sentarse a tomar café, FELKA platicando con el teólogo
NARDELLI se confesó triste: - Siento la necesidad de embriagarme, pero quiero
hacerlo tomando como cómplice a vuestra autoridad.
-¿Quiere usted embriagarse?
Olvidar. Achisparme.
-Pero en mi habitación no lo quiero a usted
vestido así, como de misa negra. Venga en traje de baño, en pijama de playa,
como quiera: pero así, no. Le espero de aquí a un cuarto de hora.
Y ligero de ropas, exhalando un fuerte
aroma de cedro entró NARDELLI a la habitación de FELKA que se estaba
abrillantando las uñas en aquel momento.
-¿Afila usted las armas?
-Sí,-repuso FELKA. –Y ahora también me
pinto la boca en presencia de usted.
Cuando hubieron bebido la tercera copa,
FELKA dijo:
-Qué efímero es el dolor, puesto que
bastan tres copas de champagne para suprimirlo.
-Acaba usted de decir una tontería
–repuso sentenciosamente el joven sacerdote. –según eso, también la vida será
una cosa efímera, puesto que para suprimirla, basta medio gramo de estricnina.
-Es verdad –asintió FELKA. –la vida es
también algo efímera.
NARDELLI bebió una cuarta, una quinta copa
de champagne.
-Y efímera es también toda nuestra
insensata ideología sobre la castidad, sobre la fidelidad, sobre la
espiritualidad del amor –replicó FELKA –puesto que a la quinta copa de
champagne, ya habéis renegado de todo.
La boca de NARDELLI y la de FELKA eran
como las dos mitades de un fruto partido, que tiende a unirse.
De los ojos de ágata de FELKA desaparecía
ya la voluntad.
-Veo
en tu cuerpo desnudo un pequeño vientre hecho para los amores estériles y no
para la fecundación- le dijo NARDELLI arrobado.
En los ojos de ágata de FELKA no había ya
voluntad.
Unas horas después volvían a vestirse.
La única cosa triste, en el amor, es
volver a vestirse.
NARDELLI, el joven sacerdote daba a FELKA,
con el ardor de su carne nueva, hasta el fuego de su espiritualidad.
HANS le daba solamente la gallardía de su
cuerpo de atleta griego.
Y todas las noches, ya el uno, bien el
otro, probaban en la cama de FELKA un átomo de muerte. La mujer de la
sensualidad inextinguible daba al uno y al otro, por separado, la ilusión de la
felicidad.
Y les daba también a ambos la ilusión de
quererles, porque sabía que, en el macho, el paroxismo neurótico, la sacudida
epiléptica del placer son más intensamente trágicos cuando sobre la verdad de
las sensaciones se vuelca la mentira convencional del amor. Los hombres no lo
han comprendido aún; pero la mujer sabe por intuición que en el placer no entra
el amor.
Poned en contacto los dos polos de esas
dos máquinas imprecisas que son el macho y la hembra. Si se gustan, brotará
enseguida la chispa del goce.
El amor es un seudónimo que los hombres en
convenido en aplicar al placer de los sentidos; pero casi todos creen que es el
nombre de una cosa distinta, abstracta e indefinible.
De una cosa que, realmente, no existe.
-Una noche HANS le dijo:
-Usted es algo precioso:
Y ella repuso:
Para ti. La mujer en las manos del marido,
es oro que se transforma en vil metal. Por el contrario, en las manos del
amante, es vil metal que se transforma en oro.
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-Debía de enseñarme usted algo de
filosofía usted que tiene semejante amistad con Kant –dijo una mañana FELKA, en
traje de baño muy ceñido, sentada en proa mientras el juez remaba.
-¿Hace falta mucho talento –preguntó
FELKA- para llegar a ser una buena filosofa?
-Un poco más –contestó el moralista,
encorvándose sobre los remos- que para llegar a ser una buena amante.
-¿Es que usted sabe si yo soy una buena o
mala amante?
-No lo sé. Pero me gustaría saberlo. ¿Se
ofende usted?
-No. Sólo que un moralista como usted…-
-Hablemos un poco de usted-. Usted excita mi
curiosidad, señora FELKA, yo quisiera conocer alguna intimidad.
¿Y le parece a usted poco?
-Es mucho. Pero yo soy un coleccionista
de curiosidades sentimentales, de aberraciones psicológicas.
-Pues en mí –aseguró FELKA- no encontrará
usted ninguna aberración ni ninguna curiosidad. Soy una mujer. Muy mujer. Un
amante mío, farmacéutico, me definió diciendo que yo era “un extracto de
mujer”. Tengo 35 años. La edad en que los deseos llegan a ser espasmos; en que
los espasmos se convierten en delirios: en que el ofrecerme tiene la belleza de
las más impúdicas bellezas.
Usted se horroriza amigo mío. Usted es de
aquellos para quienes la viuda debe acompañar a su marido o que, en su honor,
debe ahogar la vida que estalla en sus carnes. Si braman sus nervios, si aúllan
sus sentidos, que recurra a los innobles subterfugios, ¿no es eso? Los sentidos
no pueden apagarse como se apaga la llama del gas, dando vuelta a la llave.
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FELKA, con un astuto movimiento de las
piernas desnudas y del busto encerrado en la malla de seda, mostró pujantemente
toda la fuerte juventud de sus formas.
En la exposición de sus ideas sobre el
placer y las maneras de satisfacerlo. FELKA se había excitado pensando en un
buen macho lejano, acaso HANS, tal vez el joven NARDELLI, o quizá uno forjado
en el desvelo de las noches en vela. Pero aquel macho que tenía enfrente no le
gustaba.
-¿Por qué no puede usted ser mía? Apremió
el juez, con la boca pastosa de lujuria-. Si están siempre ávidos sus sentidos,
¿por qué no deja usted que yo los sacie? Si no te me entregas –gritó furioso-
comprenderé que tienes un amante. Tu marido está lejos. El deseo vuelve a ti
cada día. Si no te me entregas comprenderé que te entregas a otro.
¿Quién es? ¿NARDELLI?
¿HANS?
-No- gimió ella.
Y para no decir que esos dos hombres
llenaban su vida, permitió que el juez la estrechara y se pusiera a desnudarla.
Con manos temblorosas replegó él la malla
de seda y la hizo bajar sobre sí misma, descubriendo primero los costados,
luego los muslos ebúrneos. FELKA, sometiéndose, consentida, levantó una pierna,
después otra; y la malla, suelta ya, se deslizó y cayó.
¡Qué sabrosos son los labios de la mujer
cuando están salados por el viento del mar!
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Cada uno de los tres moralistas pensaba
con íntima complacencia:
-Yo solo, yo solo he sido quien ha
saciado su hambre.
Y ella de haber podido decir toda la
verdad, hubiese gritado:
-Ninguno de vosotros me sacia. No me
habéis bastado todos juntos. La suma de placer que una mujer puede brindar es
muy superior. Por la misma razón FELKA aumentó con estas raras especies de
moralistas el jardín zoológico de sus amores.
Llegó el momento en que CIRMENI, el
marido, regresó a la villa de Cetonia por su mujer, la hija y los tres amigos a
los cuales hizo ricos presentes por haber oficiado devotamente de triple cinturón
de castidad, se lo merecían.
FELKA supo aprovechar en esos veinte días
de veraneo como liberarse de los condones de su triple cinturón de castidad.
CIRMENI al acostarse con FELKA la encontró suspirosa por el mismo tiempo en que
con desesperación ella lo esperaba. Y es que ella, deshecha, liquidada de
placer, todavía pedía el sustancial alimento que le exigía su entrañable deseo
de vivir.
La voluptuosidad y el amor son dos de las
pocas cosas bellas que existen en este manicomio de sufrimiento y placer que
gira alrededor del sol.
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