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domingo, 15 de abril de 2012

EL CINTURÓN DE CASTIDAD de PITIGRILLI


EL CINTURÓN DE CASTIDAD
Dino Segré “PITIGRILLI” 1920

Extracto por Antonio Fco. Rodríguez Alvarado Octubre 2007



     Eres un amante demasiado fogoso para poder ser un buen marido – habíale murmurado una pequeña amiga cierto día de infinita languidez.

     Y el doctor CIRMENI, médico cirujano, hombre feo pero inteligente, envejecido prematuramente debido a los “favores” de su demasiada agradecida clientela femenina y a la eterna compañía de una vieja amante, no se casó.

     Empero, tiempo después, rebasada la línea de los cuarenta, el médico comentó con HANS AXENFELD, su joven y científico amigo alemán. ¿Crees tú que puedo gustar todavía a las mujeres? A lo que respondió el amigo ¿qué renta tienes?

     - Sesenta mil liras al año.

     Entonces sí. Aún puedes gustarles.

     Y CIRMENI se casó con una viuda.

     Previniendo comentarios hirientes y mordaces él refería… me he casado con una viuda, sí, pero era una viuda especial. A su segundo matrimonio llegó virgen. (EXCUSAS: 1. El primer marido saliendo de la alcaldía resbaló y se rompió la espina dorsal; 2. Después de la ceremonia nupcial, tuvieron que separarse por incompatibilidad de caracteres. Él era un alcohólico bestial y ella espíritu delicado, se negó a  ser suya y huyó; 3. Él fue arrestado o partió inopinadamente; 4. Impotencia del marido y 5. Él de constitución débil y enfermiza, la había dejado materialmente intacta.)

     El caso es que la hermosa FELKA, era madre de CICRÚ una hermosa niña y en el intermedio de la viudez había tenido un par de amigos para su uso particular.

     Sin embargo, a pesar de gustarle mucho su mujer, no la amaba. Su verdadero amor era para su amante, la cual era considerada debido a vida disoluta y a su avanzada edad como carne de marineros, residuo de prostíbulos, aventurera jubilada, astilla de belleza en naufragio, Venus marchita, vendedora de sacudidas espasmódicas, colilla mordisqueada de mujer. Era una mujer envejecida por los años y por los afeites, en que su sensibilidad debía estar tan fofa como la piel de su cuello, de sus pechos y sus caderas.

     Muchas veces por la mañana, al levantarse CIRMENI de la cama, fatigado y exhausto, de junto a su joven mujer, ávida y hermosa, su amor y su deseo le hacía correr hacia su vieja amante. Ella era su verdadera pasión inextinguible.

     Algunos conocidos de él se preguntaban en relación a la amante – pero, ¿cómo puede gustarle esa mujer sin pechos, descarnada, de labios delgados, de ojos sin expresión?

     El amor ese magnetismo animal por el que un cuerpo siente la necesidad imperiosa de compenetrarse con otro, de fundirse en él, es debido no ya a la forma, sino a la materia; el amor es la atracción física, la afinidad química de dos organismos.

     Pero, algo atormentaba a CIRMENI. Los demonios de los celos por su esposa se habían apoderado de él, por lo que comentó con HANS AXENFELD. Éste le decía: Si no quieres a tu mujer no puedes ser celoso. El amor y los celos obedecen a una ley muy parecida a la de la óptica: el ángulo de incidencia (amor) es igual al ángulo de reflexión (celos).

      -Imagínate un tubo de vidrio en forma de de U-. Si por un extremo viertes amor subirá por el otro extremo y formará dos brazos a un mismo nivel. Por una parte has vertido el amor; por la otra han subido los celos a una altura igual. La columna de amor y la columna de celos tienen invariable y exactamente la misma altura. Si amas débilmente a una mujer, eres débilmente celoso; si la amas con locura, tus celos son locura también.

     Pues amigo mío, te equivocas, respondía CIRMENI. Yo amo a la mía lo más débilmente posible, y sin embargo tengo unos celos feroces. Celos de las mujeres que no amé todavía, o que no amaré nunca. Acaso sea lo que produce estos celos inexplicables un amor en estado latente.
      -Efectivamente- rebatía AXENFELD-, puede ser un amor en estado latente, pero por tu mujer.

     Reconozco –dice CIRMENI- que los celos son un sentimiento primitivo, salvaje, que los siglos y la civilización no han podido destruir o borrar. Pues bien, yo soy ten celosamente salvaje como aquellos guerreros de la Edad Media, que antes de partir para las batallas, imponían a sus esposas el cinturón de la castidad.

    Es grotesco y hasta ingenuo. ¿Qué te importa que tu mujer – objetó AXENFELD- entregue a otro macho aquella parte de su cuerpo que cubre el cinturón de castidad, mientras pueda entregarle su boca, su pasión, su alma? Tú no consigues con el cinturón de castidad más que impedir un acto sexual, la conjunción de dos mucosas. Pero no puedes impedir lo demás: el amor, la pasión, el deseo.

      -¡Palabras, palabras! –Replicó CIRMENI- mis celos más bestiales son impuestos por la aproximación de esas dos mucosas húmedas situadas en las fuentes de la vida. El que ella intercambie miradas, su sonrisa, o su lengua en la boca de otro hombre me tiene sin cuidado. El adulterio consumado es lo único que me aterra. Pero el deseo, el amor, el adulterio blanco, no. Por eso desearía encerrar en esa jaula de hierro y de marfil la pelvis de la mujer a quien amo (mi querida) y de la mujer que me gusta (mi esposa).

     Su amigo, HANS AXENFELD, era lo que se dice un moralista, el cual por querer llegar puro al matrimonio se encontraba completamente puro de todo contacto femenino; y sostenía que el hombre, si tiene derecho a exigir de su esposa la virginidad, tiene que darle también, y recíprocamente, la suya propia.

     Las mujeres del amor alquilado y mercenario me asustan como frascos de venenos, como un explosivo, como un virus.
     Seducir a una virgen es un sacrilegio.

     Desear la mujer del prójimo es un delito.

     Durante, el verano, CIRMENI, acostumbraba a enviar a FELKA junto con su hija CICRÚ  de 13 años a una playa del Adriático, en la villa de Cetonia. En esta paradisíaca villa había tres habitaciones para invitados las cuales eran ocupadas por los tres amigos más moralistas de CIRMENI.

     El doctor HANS AXENFELD, el físico alemán, el moralista elegante, pálido, casi joven, hermoso, el hombre que se proclamaba a si mismo puro, ahogando por convicción hasta el más débil grito de la carne. HANS ensañaba física y matemáticas a la hija de FELKA, y le llevaba a ésta la sombrilla en los largos paseos de todas las tardes, por el parque y por la playa.

     El segundo moralista era el teólogo NARDELLI era un curita pulcro, acicalado, joven, elegante, culto y divertido, cuyo traje talar era una absoluta garantía de pureza. NARDELLI le enseñaba literatura clásica a CICRÚ.

     El tercer moralista era un ex juez joven, vicepresidente de la Liga de la Moralidad Pública, un cirujano del ideal, un soñador, que renegaba hasta de la más débil sombra de materia, enamorado de la realidad del espíritu. Él dábale consejos a CICRÚ sobre la dirección que debía imprimir a su preciosa existencia, y llenábale la cabeza de amonestaciones educativas.

     Los tres moralistas que CIRMENI había puesto en torno a la educación de la niña, formaban por el contrario, un estrecho cinturón de castidad en torno a las caderas de FELKA. Él no pudiendo ceñirle a las fuentes de la vida aquel instrumento de hierro y marfil, habíale colocado otro más sólido aún, compuesto de tres moralistas poco sospechosos, de tres virtuosos inflexibles a los que por su invulnerabilidad contra las saetas del amor, habíales puesto los nombres de tres invulnerables legendarios: Aquiles, Orlando y Sigfrido.

     Confiada tácticamente la mujer a la tutela de sus tres amigos, él podía vivir tan tranquilo como el guerrero medieval, que durante las horas de descanso, entre una y otra batalla, pálpabase en un bolsillo de su jubón la llave que había cerrado y que volvería abrir los tesoros de fidelidad de la esposa lejana.

     FELKA tenía 35 años, tenía los cabellos rubios, vestía ropas de seda que le caían ceñidísimas, como a plomo.

     Sensibilidad escasa en apariencia.

     En apariencia, ninguna sensibilidad.

     Mujer fría, imperturbable, reina de la astucia y del disimulo.

     Ojos fríos, impenetrables como si las pupilas fuesen esmeriladas, hechas con minúsculos cristales de hielo.

     La actitud casi indiferente del marido, sus falsas atenciones, no la humillaban ni la ofendían. Él había tenido la lealtad de confesárselo antes de casarse. Ella había tenido la inteligente serenidad de sufrirlo. El matrimonio no es la pasión. El matrimonio es el encuentro de dos seres de sexo distinto que tomaron en común una misma casa, que pusieron su pan en unos mismos manteles, que durmieron en las mismas sábanas, y que en ocasiones aprovecharon la comodidad de la cama para copularse.

     Bien diría CIRMENI – “Cuándo yo me muera, no me enterréis junto a mi mujer: yo he preferido siempre habitaciones separadas”.

     En cambio, FELKA era de la idea de que ser casada y no tener amante es como ir a Roma y no ver al Papa.

     Diariamente se veía en la ardiente playa, bajo la roja sombrilla, en aquel rincón del golfo casi secreto, a los tres moralistas y a la hermosa FELKA, sentados a la sombra, en silencio, o paseando juntos. FELKA           ágil y esbelta como un surtidor, repartía sonrisas elocuentes como promesas. La más de las veces acompañaba uno a uno a FELKA, que no gustaba de departir en coro, alternando los diálogos y salpicándolos de réplicas y donaires, sino que prefería los coloquios bis a bis, bien con este, ora con el otro, y siempre a solas.

     ¡Hablar, hablar! ¡Oír hablar! FELKA CIRMENI tenía un loco terror al silencio.

      -Yo quisiera que alguno de noche, estuviese en mi alcoba, durante mi toilette nocturna, mientras yo me desnudo, en tanto prende en mis ojos el sueño; y que hablase, hablase hasta que yo me adormeciera. Tengo miedo a quedarme sola. Me da terror el silencio. Yo huí de Venecia porque en aquella ciudad el silencio me mataba. Debía usted venir, HANS, por la noche a hacerme compañía, mientras yo me suelto el pelo y me meto en la cama. Entre nosotros dos hay un convenio tácito de castidad. Delante de usted yo me desnudaría sin rubor, y usted podría ver mi carne sin desearla.

      -Esta noche a las once- dijo FELKA, ofreciendo su mano a la mano de HANS- dejará la puerta entreabierta, como en el cuarto de una amante.

     A las once de la noche, una luz se apagaba y una puerta se entreabría, con un débil gemido, que parecía un gemido ahogado.

     Los colores del mar, en la noche estival, eran tan puros que parecían filtrados a través de un prisma de cristal. Y el cielo de agosto estaba salpicado de grandes grupos de estrellas, locamente desperdigadas en el espacio. FELKA y HANS, en silencio, en la estancia oscura, juntos y erguidos debajo de la ventana disfrutaban la vista. Ella estaba envuelta en un sutil kimono blanco bajo el cual sus pequeños y bien torneados pechos parecían estremecerse, él tomó una de sus manos sutil y delicada y la llenó de besos haciendo que el pulso de FELKA latiera como el corazón de una golondrina prisionera. Más audaces luego, a lo largo del brazo, en las axilas, sobre las espaldas, los labios de HANS hallaron una dulce y tibia humedad.

     Cuando el kimono se abrió y los pequeños pechos aparecieron impúdicos, vibrantes, estremecidos de deseos, HANS los acarició levemente, con una de sus mejillas y pensó –físico al fin-  que la electricidad se pierde por las puntas.
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     Una tarde, a la sombra de un eucalipto bajo el que solían sentarse a tomar café, FELKA platicando con el teólogo NARDELLI se confesó triste: - Siento la necesidad de embriagarme, pero quiero hacerlo tomando como cómplice a vuestra autoridad.

      -¿Quiere usted embriagarse?

     Olvidar. Achisparme.

      -Pero en mi habitación no lo quiero a usted vestido así, como de misa negra. Venga en traje de baño, en pijama de playa, como quiera: pero así, no. Le espero de aquí a un cuarto de hora.

     Y ligero de ropas, exhalando un fuerte aroma de cedro entró NARDELLI a la habitación de FELKA que se estaba abrillantando las uñas en aquel momento.

      -¿Afila usted las armas?
      -Sí,-repuso FELKA. –Y ahora también me pinto la boca en presencia de usted.

     Cuando hubieron bebido la tercera copa, FELKA dijo:

      -Qué efímero es el dolor, puesto que bastan tres copas de champagne para suprimirlo.

      -Acaba usted de decir una tontería –repuso sentenciosamente el joven sacerdote. –según eso, también la vida será una cosa efímera, puesto que para suprimirla, basta medio gramo de estricnina.

      -Es verdad –asintió FELKA. –la vida es también algo efímera.

     NARDELLI bebió una cuarta, una quinta copa de champagne.

      -Y efímera es también toda nuestra insensata ideología sobre la castidad, sobre la fidelidad, sobre la espiritualidad del amor –replicó FELKA –puesto que a la quinta copa de champagne, ya habéis renegado de todo.

     La boca de NARDELLI y la de FELKA eran como las dos mitades de un fruto partido, que tiende a unirse.

     De los ojos de ágata de FELKA desaparecía ya la voluntad.

     -Veo en tu cuerpo desnudo un pequeño vientre hecho para los amores estériles y no para la fecundación- le dijo NARDELLI arrobado.

     En los ojos de ágata de FELKA no había ya voluntad.

     Unas horas después volvían a vestirse.

     La única cosa triste, en el amor, es volver a vestirse.

     NARDELLI, el joven sacerdote daba a FELKA, con el ardor de su carne nueva, hasta el fuego de su espiritualidad.

     HANS le daba solamente la gallardía de su cuerpo de atleta griego.

     Y todas las noches, ya el uno, bien el otro, probaban en la cama de FELKA un átomo de muerte. La mujer de la sensualidad inextinguible daba al uno y al otro, por separado, la ilusión de la felicidad.

     Y les daba también a ambos la ilusión de quererles, porque sabía que, en el macho, el paroxismo neurótico, la sacudida epiléptica del placer son más intensamente trágicos cuando sobre la verdad de las sensaciones se vuelca la mentira convencional del amor. Los hombres no lo han comprendido aún; pero la mujer sabe por intuición que en el placer no entra el amor.

     Poned en contacto los dos polos de esas dos máquinas imprecisas que son el macho y la hembra. Si se gustan, brotará enseguida la chispa del goce.

     El amor es un seudónimo que los hombres en convenido en aplicar al placer de los sentidos; pero casi todos creen que es el nombre de una cosa distinta, abstracta e indefinible.

     De una cosa que, realmente, no existe.

      -Una noche HANS le dijo:

      -Usted es algo precioso:

     Y ella repuso:

     Para ti. La mujer en las manos del marido, es oro que se transforma en vil metal. Por el contrario, en las manos del amante, es vil metal que se transforma en oro.

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      -Debía de enseñarme usted algo de filosofía usted que tiene semejante amistad con Kant –dijo una mañana FELKA, en traje de baño muy ceñido, sentada en proa mientras el juez remaba.

      -¿Hace falta mucho talento –preguntó FELKA- para llegar a ser una buena filosofa?

      -Un poco más –contestó el moralista, encorvándose sobre los remos- que para llegar a ser una buena amante.

      -¿Es que usted sabe si yo soy una buena o mala amante?

      -No lo sé. Pero me gustaría saberlo. ¿Se ofende usted?

      -No. Sólo que un moralista como usted…-

      -Hablemos un poco de usted-. Usted excita mi curiosidad, señora FELKA, yo quisiera conocer alguna intimidad.

      ¿Y le parece a usted poco?

      -Es mucho. Pero yo soy un coleccionista de curiosidades sentimentales, de aberraciones psicológicas.

      -Pues en mí –aseguró FELKA- no encontrará usted ninguna aberración ni ninguna curiosidad. Soy una mujer. Muy mujer. Un amante mío, farmacéutico, me definió diciendo que yo era “un extracto de mujer”. Tengo 35 años. La edad en que los deseos llegan a ser espasmos; en que los espasmos se convierten en delirios: en que el ofrecerme tiene la belleza de las más impúdicas bellezas.

     Usted se horroriza amigo mío. Usted es de aquellos para quienes la viuda debe acompañar a su marido o que, en su honor, debe ahogar la vida que estalla en sus carnes. Si braman sus nervios, si aúllan sus sentidos, que recurra a los innobles subterfugios, ¿no es eso? Los sentidos no pueden apagarse como se apaga la llama del gas, dando vuelta a la llave.
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     FELKA, con un astuto movimiento de las piernas desnudas y del busto encerrado en la malla de seda, mostró pujantemente toda la fuerte juventud de sus formas.

     En la exposición de sus ideas sobre el placer y las maneras de satisfacerlo. FELKA se había excitado pensando en un buen macho lejano, acaso HANS, tal vez el joven NARDELLI, o quizá uno forjado en el desvelo de las noches en vela. Pero aquel macho que tenía enfrente no le gustaba.

      -¿Por qué no puede usted ser mía? Apremió el juez, con la boca pastosa de lujuria-. Si están siempre ávidos sus sentidos, ¿por qué no deja usted que yo los sacie? Si no te me entregas –gritó furioso- comprenderé que tienes un amante. Tu marido está lejos. El deseo vuelve a ti cada día. Si no te me entregas comprenderé que te entregas a otro.
¿Quién es? ¿NARDELLI? ¿HANS?

      -No- gimió ella.

     Y para no decir que esos dos hombres llenaban su vida, permitió que el juez la estrechara y se pusiera a desnudarla.

     Con manos temblorosas replegó él la malla de seda y la hizo bajar sobre sí misma, descubriendo primero los costados, luego los muslos ebúrneos. FELKA, sometiéndose, consentida, levantó una pierna, después otra; y la malla, suelta ya, se deslizó y cayó.

     ¡Qué sabrosos son los labios de la mujer cuando están salados por el viento del mar!
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     Cada uno de los tres moralistas pensaba con íntima complacencia:

      -Yo solo, yo solo he sido quien ha saciado su hambre.

     Y ella de haber podido decir toda la verdad, hubiese gritado:

      -Ninguno de vosotros me sacia. No me habéis bastado todos juntos. La suma de placer que una mujer puede brindar es muy superior. Por la misma razón FELKA aumentó con estas raras especies de moralistas el jardín zoológico de sus amores.

     Llegó el momento en que CIRMENI, el marido, regresó a la villa de Cetonia por su mujer, la hija y los tres amigos a los cuales hizo ricos presentes por haber oficiado devotamente de triple cinturón de castidad, se lo merecían.

     FELKA supo aprovechar en esos veinte días de veraneo como liberarse de los condones de su triple cinturón de castidad. CIRMENI al acostarse con FELKA la encontró suspirosa por el mismo tiempo en que con desesperación ella lo esperaba. Y es que ella, deshecha, liquidada de placer, todavía pedía el sustancial alimento que le exigía su entrañable deseo de vivir.

     La voluptuosidad y el amor son dos de las pocas cosas bellas que existen en este manicomio de sufrimiento y placer que gira alrededor del sol.


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