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sábado, 21 de marzo de 2015

LA SEÑORITA PIRUJA. Jorge Caretta Salas

                                       
LA  SEÑORITA   PIRUJA
JORGE CARETTA SALAS

          No puedo, ni quiero, adentrarme en los ignotos laberintos de la persona humana. Me es tan intrincado tratar de desentrañar  el mecanismo de la mente  que esta actividad me parece que la estoy  realizando como si fuera un niño en el salón de párvulos, aprendiendo lo elemental de las operaciones matemáticas y  que, de improviso, me traslada la sociedad en ilusorio enlace, a la programación de operaciones de alta magnitud, como si fuera un niño asombrado y ella  quiere que entienda los fundamentos primarios  de la Teoría Cuántica. Lógicamente que no alcanza mi intelecto a hacerlo.
         
     Solo haré, para regocijo de mi persona y para el alivio de los que leen esto, haré, repito, remembranzas de mi vida (A la que ya me estoy acostumbrando, perdón, no acostumbrándome a mi vida sino a que se las cuente)
         
     Mi estancia en el Hospital Infantil fue no tan fugaz como hubiera deseado pues me “Veteranicé” al no pasar mi materia de Pediatría en el examen oral, (Maldito examen practicado por los adustos sinodales que, posesionados de su papel, ponían cara de circunstancias, semblante insociable, mirada dura y preguntas “muy rebuscadas” para dar a entender que dominaban la materia).
     
     Lo que no dominaban era el aspecto humano: (el pobre examinado había tenido una guardia desde las siete de la mañana del día anterior, no alcanzó ni comida ni cena porque la “tirana” encargada de la cocina no esperó a que se medio desocupara de ingresar, por desgracia, a dos niños con tétanos que para mí desgracia murieron), - claro -, “embotado” por el desvelo y la crisis emocional de tener en mi lista de decesos a dos calaveritas más, tuve la pena oprobiosa de reprobar ése día y prepararme mental e intelectualmente para la “Liga Invernal”, (así le decían a los exámenes extraordinarios pues los hacían en Diciembre, en plena actividad de la Liga Invernal de Béisbol).
    
     Bien, al recibir la boleta de “No promovido” y recibir también las hipócritas condolencias de mis otros diez compañeros de internado, pedí permiso para bajar a desayunar. Las clásicas “migas” del desayuno en el pobretón  hospital, (pan duro remojado en lo que creíamos era caldo de pollo y desgraciadamente no era más que agua de garrafón hervida con unos cubitos de Knorr suiza) pero, la Tirana se me quedó mirando, esbozó una sonrisa entre cruel y jubilosa y me dijo:
    
      - ¡La hora del desayuno terminó!  ¡Ahora hay que esperar hasta la hora de comida! y se fue tan campante al fondo de la cocina, (sus dominios) sin oír mis quejas-protestas. Ni modo, algún día sería médico y me las pagaría: (No me fue posible porque efectivamente, me recibí de médico pero antes, ella murió porque la atropelló un camión amarillo de la ruta 20 de Noviembre)
    
     La vida siguió su curso.  Rutinaria, con episodios de sobresalto o de paz pero, el aliciente de salir en las tardes a ver la novia, cuando no nos dejaban de guardia “aguevoluntariamente” porque los residentes eran unos canijos (en Alvarado se llaman de otra manera)

     La vida era igual. Guardias, estudio, peleas con la Tirana (que al parecer no nos quería a los médicos internos) por la mala alimentación. Mal dormidos pero dejando como un ilusorio “postrecito”, un pedacito de felicidad en las tardes, porque era el momento de ir a visitar a la noviecita santa y por ahí, de paso, poner cara de circunstancias y ponerse descarado cuando los futuros suegros, viendo  nuestra  cara de hambre, nos decían cruelmente:
      
     - ¿Gusta merendar? a sabiendas que en el hospital no daban cena más que a  los internos que estaban de guardia. (Si acaso la Tirana estaba de regular humor)
    
     Lógicamente que  ¡Siempre aceptábamos merendar!
    
     Después de la merienda (en Veracruz, merienda la equiparan tanto fonética  como prácticamente, a cena), dependiendo más que nada de la abundancia de los alimentos que se ponen en la mesa familiar y al hambre de los que han de ingerirlos, de tal manera, que mis presuntos suegros, al ser “buenas gentes” cobijados en la sentencia bíblica de que “Hay que dar de comer al hambriento”, realmente si se la jugaban: (la suerte) pues,  una invitación a merendar a un hambriento médico interno era abrir la posibilidad de,  Uno: Quedarse ellos viendo cómo engullía lo que ellos tenían destinado para sus hijos, y Dos:  Quedar como “codos” y después de la triste experiencia de ver como comía, jamás se permitirían la osadía de pregúntame: ¿Gusta merendar?
    
     Así y todo, mis presuntos suegros siempre optaban por la primera opción pero yo, basaba su generosidad en la hipócrita idea de que no eran generosos cristianamente, sino que estaban apostando al futuro, o sea, estaban  invirtiendo en aquel tragón que era yo, para que me fijara que mi novia tenía una familia “a todo dar” y no buscara otros derroteros (para casarme)
    
     Una tarde, de esas desgraciadas tardes de norte en Veracruz en que el viento se encargaba de traer toneladas de arena de los médanos, (Ahora ya no) y de desnudar de sus hojas  y frutos a los cientos de almendros, también ahora no y cuando la humedad ambiente se elevaba al 95 %, exageradamente echábamos manos a las chamarras porque bajaba la temperatura ambiental, se oyeron fuertes golpes al portón de entrada del Hospital.
    
     El mozo de guardia (el único que el presupuesto permitía), persona a la que le llamábamos como: Pasante Nico porque se llamaba Nicolás y que, realmente  no era pasante de medicina sino mozo  pero él siempre se  dijo  Pasante y puedo jurarles que a nadie engañó: - ¡Soy el pasante!-   pero, ¡Pasante de Jerga!  ya que era el encargado de la limpieza de los pisos- Abrió con dificultad el portón porque el aire era fuerte y traía, aparentemente,  arena, hojas y almendros, humedad y frío.
      
     Entró una persona con un envoltorio que supusimos de inmediato era un niño “encobijado”, -lógico-, un enfermito para atención médica u hospitalaria.
    

     Ya dentro de un consultorio, me llamaron a gritos (no había bocinas de intercomunicación) diciendo:  
      
     - ¡Médico interno de guardia!   ¡A Urgencias!
    
     Lógico, el famoso  médico interno era yo, (Bueno, ni tan famoso en  aquel entonces ni ahora)
    
     Me apersoné y encontré ya a la diligente enfermera, (Voluntaria, sin sueldo pero sí con la exigencia por parte de la Secretaría de Salubridad de aquel entonces, de cumplir como si le pagaran “un sueldazo”)  
    
     Estaba  quitándole la ropa a una criatura recién nacida, apestosa a sudor, a hierbas, a lociones curativas, a mugre y  abandono.  Le miré  su cuerpo en la posición clásica de Opistótonos (arqueado) y su trismus maseterino, característicos signos de un Tétanos neonatorum y hasta la enfermera dio inmediatamente el diagnóstico.

         La persona que traía aquella criatura se había sentado, muy descuidadamente, en una silla dejando ver sus encantos. Clásica jarocha tal como la estereotipan: Alta, pelo frondoso, negro azabache, con mechones dorados (entonces empezaba ésa moda) cara ovalada, muy maquillada con Ángel Face, (el de moda, ni tan caro ni tan barato)  pestañas de azotador (así le dicen a los moscos de playa, con  tamaño grande y con muchas vibrizas) y con sombras en los párpados entre azul y verde (también empezaba ésa moda) que realzaba la belleza de sus ojos enormes con pupilas dilatadas por posiblemente unos lentes de contacto de color azul (empezaba también el engaño de ésa moda). Cuello delgado y un cuerpo que cualquier artista de moda (ficheras) hubiera deseado, enfundado en un traje embarrado a sus morbideces. Calzaba zapatillas negras, de charol, de ésas que llamaban de punta (mata-culebras)

    
     -       Saludé.
    
     Solo me contestó la enfermera.
    
     Me di cuenta de la situación grave del niño y doctoralmente le dije a la acompañante:

     - ¡Señora!  Su niño está muy grave. Trataremos de que sobreviva.
    
     Aquella persona me barrió con su mirada, tal vez con la demostración de desprecio que en ése momento considero, es la más grande que he recibido en mi  vida. Alzando la voz, me contestó:
    
     - ¡Señorita!   - ¡Señorita!-  El niño no es mi hijo.  Es mi sobrino.
    
     -¡Perdone!   ¡Aquí estamos acostumbrados a que las mamás traigan a sus enfermitos!  ¡No quise ofenderla!
    
     Aquella mujer al parecer no entendió pues en vez de atender mi respuesta, volvió a insistir:
    
     -¡Pues a mí  me importa mucho! ¡Le repito que soy  una señorita decente! ¡Llámeme como lo que soy!  ¡Señorita! haciendo énfasis y  recalcando  exageradamente el término de señorita.
    
     En realidad ni a mí ni a la enfermera nos afectó su situación. ¡Qué nos importaba a nosotros la integridad de su himen!  Lo que nos preocupaba era el estado de gravedad del niño y nos encargamos de llevarlo a Urgencias donde inmediatamente le pusimos atención especializada. 

     Afortunadamente, en ese momento, el Dr. Oros, el Pediatra  infectólogo acudió en mi auxilio- Viendo que el niño estaba muy grave, le instaló  una venoclisis por donde la medicación específica para el Tétanos comenzó a fluir.
    
     Mientras, la persona que había traído al niño tetánico se había ido a sentar en la recepción. Era tan bella que llamaba mucho la atención y rápidamente, todos los residentes e internos pasaron revista de su estado orgánico, suspirando.
    
     La espera no duró mucho.
    
     El niño, tal como esperábamos, murió, a pesar de las antitoxinas, los relajantes musculares y el oxígeno que se le proporcionó.  La enfermera movió negativamente la cabeza y con una muda seña con los pulgares hacía abajo, tal como lo hacían en el circo romano, me dio a entender que ya el niño había dejado de existir.
    
     ¡Bueno pues!  
         
     El que tenía que dar la noticia oficialmente era yo.
         
     Noticias fúnebres que a nadie agradan dar  pero que son obligación hacerlo. - ¡Ni modo!- ¡En la lucha con la muerte, ésta tuvo más probabilidades y ganó!
    
     Fui  a recepción. La dama estaba fumando un cigarro, precisamente abajo del letrero que decía: ¡PROHIBIDO FUMAR!  Hice caso omiso de lo que en ése momento consideraba un tonto formulismo oficial, tomé aire y me encaré con ella para darle la fatal noticia.
    
     Mi voz debió haber sido muy débil. Apenas creo la escuché yo, pero, la violencia con la que arrojó el cigarro al suelo me indicó que si me había escuchado, ¡Bueno! ¡Al menos eso creí!
  
     - ¡Señora! Le dije:
    
     Aquella persona, fulgurando en sus ojos la rabia, me contestó violentamente:
    
      - ¡Señorita!  ¡Señorita!  ¡Soy Señorita!  ¡Por lo visto es usted un tarado que no entiende!
    
     Apenado y comprendiendo su enojo, hice caso omiso de su violenta reacción y le comuniqué que el niño no había “aguantado”.
       
      Ella pareció calmarse.  Comenzó a sollozar.
    
     Quise darle algunas palabras de consuelo pero lo que hice fue, aumentar aún más su violencia pues dije, estúpido de mí:
    
      - ¡Señora!  El certificado de defunción se lo entregará la enfermera. Si Usted quiere, le voy a ayudar a amortajar al niño.  -¡Venga!  -  ¡La ayudaré señora!
    
     La mirada de ella me hubiera fulminado. Puso sus manos en jarras  en su  breve cintura y jamás en mí vida se me ha olvidado su respuesta, porque a pesar de mi obstinado error, no merecía lo que me dijo:

      - ¡Pendejo doctorcito de mierda!   Le he repetido varias veces que soy señorita.   ¡Ud. no quiere entender que me ofende al llamarme señora!  Para que no se le olvide, le deseo que: si llega a tener hijos, ¡Todos se le mueran!
    
     Quedé sorprendido y al mismo tiempo anonadado. Su vaticinio, por ser tan  cruel e inmerecido, (Creo yo, ahora)  nunca se cumplió pero provocó en aquella infernal tarde de norte, un desasosiego terrible en mi corazón.
    
     La enfermera trajo el cadáver amortajado. Se lo entregó a aquella singular persona.
        
      Yo, avergonzado, me sumergí en el trabajo tratando de olvidar aquella desagradable entrevista pero  me di cuenta cuando un taxista, con su vozarrón que ni el norte amenguó, dijo:
      
      -¡Morena!  ¡Te llevó gratis a tu casa! ¡Deja al muertito aquí! ¡Luego  regresamos!
   
      Ella no hizo caso, se subió al taxi con todo y el niño muerto, no pagó nada de la atención médica en el hospital y se fue-
        
     Jamás la volvía a ver.
                                                 
                                           Capitulo II.

         Mi novia, actualmente mi esposa, vivía en una colonia cerca de la avenida  Circunvalación. En ése barrio, los muchachos “no permiten” que les arrebaten las muchachas las gentes que no sean del barrio. Las consideran casi objeto de su propiedad y eran (Ya no), muy agresivos con los que tratamos de “noviar” en lo que llaman sus dominios.  
Pero ni modo, me gustaba mi novia y tenía sanas intenciones con ella. Jamás se metieron conmigo porque vieron, al través de mi trabajo de médico interno del Hospital infantil, que yo tenía muchas consideraciones con la gente que acudía al nosocomio y prácticamente hicieron una excepción conmigo, no así con un Naval que pretendía a una cuñadita y que le dieron “una madriza” entre todos e incluso, le robaron el espadín, lo que motivó que lo expulsaran de la escuela naval.-
    
     Al día siguiente de lo que relato, puestísimo estaba a las 5 de la tarde para visitar a mi novia.  Me bajé de mi democrático camión Arista y casi llegando donde estaba la casa de ella, se me emparejó un tipo al que reconocí de inmediato como el jefe de la palomilla, el que dirigía a todos en el acto de “madrear” (en bola) a los que les estaban robando sus muchachas y  poniéndome una mano a mi flacucho pecho, me dijo:
      
     - ¡Médico!  ¡Supe que ayer en la tarde tuviste un problema serio y que se te murió un niño!
      
     Me alarmó porque supuse era tal vez un familiar del fallecido y generalmente, cuando se alivian los enfermitos no te agradecen nada, pero cuando se mueren, quieren, no sé por qué, que les devuelvas la vida del muertito o ya de perdida, quieren cambiar tu vida por la del finado.
Le respondí, muy “escamado”:

      - ¡No te entiendo “Caimán”! (Así le decían de apodo, ahí en el barrio, al patibulario sujeto)
   
     - ¡Claro que me entiendes médico!  ¡Anoche estuve en el velorio del niño!

     Fingiendo demencia, le miré directamente a los ojos, suplicando a Dios que no descubriera el miedo atroz que tenía y le respondía:
      
      - ¡Ah sí!  ¡Ayer se murió un niño que atendí en hospital! Por cierto, iba ya muy pasadito y nada pudimos hacer.
      
      - ¡Sí!  ¡Nos lo contó “la Morena”!  ¡Al parecer tuvo  una discusión contigo!

     Me acordé de los sucesos y le dije al “Caimán”:

    -La discusión fue porque yo no la conozco. Se enojó conmigo porque le dije señora y ella me insistía en que le llamara “Señorita”  ¡No entiendo el por qué!
     
     Tampoco entendí, de momento, el por qué el “Caimán” se estremecía en carcajadas, como si le hubiera dicho el mejor chiste de su vida.
       Ya calmado, me dijo, abrazándome (lo cual lógicamente no me gustó); 
      
      - ¡A que mi médico tan pendejo! ¡A poco no te diste cuenta!..
      
      -¿Cuenta?  ¿De qué?
      
      - ¡A que mi médico tan pendejo!  ¡La morena es la mejor puta de la calle de Guerrero!  - ¡Señorita!   -  Y  volvió a carcajearse.
       
     - ¡Señorita! ¡Ja! ¡Ja!- ¡Ja! - ¡Ja!  ¡Ni de la niña de sus ojos!


Doctor Jorge Caretta Salas.

Recuerdos verídicos del Hospital Infantil  de Veracruz.

Junio del Mil Novecientos Sesenta y Cinco




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