EL SACERDOTE DE LAS LIMAS
ROBERTO WILLIAMS GARCÍA
En
la ladera de un montículo, una pareja de niños partía coyoles sobre una piedra
redondeada, cuya forma les animó a sacarla, deteniendo su tarea la sorpresa de
creer que topaban con la cabeza de un difunto petrificado. El suceso tuvo lugar
en el atardecer del 16 de julio de 1965.
El padre de los niños, ayudado por otros
vecinos, terminó la tarea del descubrimiento ocurrido a unos cien metros de su
jacal. El padre de los niños, de habla chinanteca y castellana, sintió que se
enfrentaba a una luz brotada de la tierra, a la floración de una deidad
milenaria todavía poderosa o más que las actuales.
Llevó la escultura a su choza, poniéndola
sobre un rústico asiento, llamado taburete, cubierto por una sábana blanca. Colocó
la pieza arqueológica de espalda al modesto altar, sencilla repisa adosada a la
pared de varas. La situación de la escultura reflejaba el tratamiento especial
que se le brindaba, aunándose al respeto su responsabilidad de convertirse en
propietario transitorio de algo que aún no definía. No faltó quien, movido por
cierto impulso, depositó la primera blanca azucena. En ese momento se generó el
culto a la aparición habida en el recinto de un caserío accesible únicamente
por el camino del Río Jaltepec.
La voz brincó la ribera opuesta narrando
un milagro y los cayucos, largos troncos ahuecados, atravesaron la bronca
corriente, en visitas esporádicas. La gente de habla castellana de Cuapiloloyita
concurría a Las Limas. Concibió como virgen a la representación varonil de un
personaje sentado sobre sus piernas cruzadas, sosteniendo amoroso a un niño
tigre entre sus brazos. El periódico regional lo llamó La Matrona de Las Limas.
Llegamos a la ranchería el domingo 25 de
julio, a los nueve días del culto. El espectáculo que observé con Alberto Beltrán,
Julieta T. de Beltrán y Ángel Leodegario Gutiérrez sobrepasó lo que cada uno de
nosotros hubiese imaginado. Ennichada por un cortinaje de bandas de papel, de
tonos diversos, y sentada sobre un estrado forrado de papel blanco, estaba una
verde escultura, cubierta con capa azul anudada en el pecho y con una corona de
flores de papel color magenta.
El marco del altar lo formaban dos palos
verticales, forrados de hojas, y el arco de una vena de palma torcida. Flores ensartadas
en el marco despedían fragancias, sin que oliéramos la de copal, aunque éste se
había quemado antes, porque aún yacía en el suelo, bajo el altar, un plato de
peltre con restos de carbón quemado. El rostro de la escultura recibía los
tenues resplandores de las veladoras puestas a sus pies. La gente de las cercanías
había manifestado su fe, habiendo sido dos niños de Cuapiloloyita, de apellido
japonés, los que habían donado la capa azul y la corona.
Primera vez que yo miraba una escultura
prehispánica sujeta a un culto mantenido por gente de habla indígena y por
gente de habla exclusivamente castellana. Antes, en La Huasteca , había
observado, en los rústicos altares de los adivinos, pequeñas piezas arqueológicas
que llaman antiguas, de uso ceremonial relativo. En la misma región, cuando el
licenciado Jorge Williams fue comisionado a Castillo de Teayo para transportar
a Xalapa la Piedra
del Maíz, la encontró con ofrenda de monedas y huellas de cera, expresiones de
un culto tímido. También en esta región norte del Estado de Veracruz, el arqueólogo
Alfonso Medellín Zenil fotografió, en una ranchería de Ixhuatlán de Madero, una
escultura arropada, puesta de pie sobre una mesa de una choza para ceremonias. Respetó
la posesión espiritual de la escultura. Después fue robada sin que se sepa,
hasta la fecha, su paradero.
Pero nunca imaginé que en el extremo sur
del Estado de Veracruz fuésemos a encontrar un fragante altar con despliegue de
colores y luces inquietas de veladoras. Artístico altar donde una fe resucitada
había devuelto a la escultura su hierática categoría. Altar ante el cual se
balanceaba, momentáneamente, nuestra emoción estética y el respeto a los mantenedores
de un culto ingenuo e improvisado. Palpamos delicadamente la escultura y el
propietario de la misma la manipuló libremente, quitándole la capa para que la
observáramos bien. Y Alberto dibujó magistralmente a La Matrona de Las Limas.
Era necesario rescatar la pieza lo más
pronto posible. Detener el culto antes de que pudiera encarnar junto al corazón.
Tal vez pudiera acrecentarse el cariño por la escultura. Tal vez pudiera
lastimarse la sensibilidad de los idólatras católicos si transcurrían otros días
dedicados al naciente culto. La noche anterior habían celebrado un velorio. Las
oraciones fueron dichas en español. No dejaban de creer que se trataba de una
deidad.
Dos días después de nuestra visita de
reconocimiento, la pieza fue recuperada por el arqueólogo Manuel Torres Guzmán,
del Instituto de Antropología de la Universidad
Veracruzana. La operación de rescate fue bastante amistosa y
las demandas de los limeños fueron escuchadas por una de las principales
autoridades del Estado de Veracruz. Todos están satisfechos al entregar la
pieza, excepto uno. Rodaron lágrimas del descubridor de la pieza, del niño que
partía coyoles. La voz de Julieta fue bálsamo que atenuó la tierna congoja,
diciéndole al pequeño que tal vez, con el tiempo, iría al Museo de Xalapa para
ver que la escultura estaría rodeada por otros niños ávidos de conocimiento. Palabras
de abreviado vaticinio. Al tercer día del rescate, de modo inesperado, llegaron
los niños arqueólogos al Museo de Xalapa y encontraron a los niños de la ciudad
en torno de la escultura, aplaudiendo en forma espontánea a los descubridores. Sin
saberlo, los niños de la ciudad, en un acto de reciprocidad, correspondieron a
los aplausos que brindó la gente de Las Limas cuando partió la lancha que transportaba
la escultura.
En Las Limas, dos circunstancias se eslabonaron
para recuperar la devoción por una escultura prehispánica que haya sido descubierta
por niños y que la aparición haya tenido lugar el día de la Virgen del Carmen. Ambas circunstancias
confundieron el sentimiento religioso de los lugareños, moviéndose la
improvisación de un culto que fue momentáneo. Ellos consideraron que era un
milagro y ahora lo aceptan desde un punto de vista material, porque gracias a
ese descubrimiento el poblado fue conocido y todos sus principales problemas
escuchados directamente por el Ejecutivo del Estado y otros funcionarios,
resolviéndose inmediatamente algunas peticiones. En otras circunstancias, pocos
sabrían que Las Limas es una ranchería asentada en una zona arqueológica, a
orillas de un caudaloso río, vena del Coatzacoalcos, que cruza por Jesús
Carranza, estación ferroviaria situada entre los límites de Veracruz y Oaxaca.
Objetivamente, la ranchería de Las Limas
tuvo su suerte. El papá de los niños expresó en Xalapa su profundo sentimiento
religioso. Al preguntarle su impresión sobre las esculturas sembradas en el
patio del Museo, las cuales proceden de distintas regiones del Estado, manifestó:
“Veo que aquí está la suerte de varios pueblos. En varios pueblos ha nacido la
luz que da Dios”. Quizá hablaba de suerte pensando en los beneficios materiales
que recibían los poblados donde se realizaban descubrimientos notables o quizá
conservaba la idea de que esta escultura de Las Limas fue un santo. Aquí, en
Xalapa, ya no la llamaba virgencita, se refería a ella clasificándola como ídolo
olmeca. En unos cuantos días había marcado una diferenciación religiosa.
Algunos periódicos hablan, a veces,
festivamente del paganismo risible, de la idolatría anacrónica, del culto
equivocado. No sopesan la perplejidad del hombre del campo al enfrentar
inesperadamente con algo desconocido. Ignoran los desvelos tenidos por una
incertidumbre de responsabilidades. Estas emociones tuvo el propietario
transitorio de la escultura de Las Limas. Actualmente, esta obra de arte reposa
en un pedestal del Museo, libre del calor humano que le dio la fe religiosa y
al margen de cualquier noticia sobre las condiciones íntimas de su
descubrimiento y rescate. Por eso esta crónica, esta constancia del fenómeno
social que generó, por un instante, la inocencia de Severiano y Rosita, que
partían coyoles en un atardecer del 16 de julio de 1965.
Comentario de Roberto Williams García:
En
1970, el 12 de octubre, el sacerdote fue sustraído del Museo de Antropología de
Xalapa, con lo cual se acrecentó su fama. El sacerdote tuvo suerte de que no se
murieran quienes lo habían inhumado por segunda vez y esperaron hasta el
momento en que consideraron que el asunto estaba muy olvidado para exhumar la
escultura y pasarla, a la venta, a los Estados Unidos, donde se rescató y volvió
a su Museo. Siempre tuve fe de que lo haría.
Roberto
Williams García. Danzas y Andanzas. Primera edición 1997. Instituto Veracruzano
de Cultura, Veracruz, Ver.
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