JERÓNIMO
SAVONAROLA
PRECURSOR
DE LA GRAN REFORMA 1452-1498
Todo el pueblo de
Italia afluía a Florencia en número siempre creciente. Las enormes multitudes
ya no cabían en el famoso Duomo. El predicador Jerónimo Savonarola abrasaba con
el fuego del Espíritu Santo, y sintiendo la inminencia del Juicio de Dios,
tronaba contra el vicio, el crimen y la corrupción desenfrenada en la propia
iglesia. El pueblo abandonó entonces la lectura de las publicaciones mundanas y
banales, y comenzó a leer los sermones del fogoso predicador; dejó de cantar
las canciones callejeras y se puso a cantar los himnos de Dios. En Florencia,
los niños hicieron procesiones para recoger las máscaras carnavalescas, los
libros obscenos y todos los objetos superfluos que servían a la vanidad. Con todos
esos objetos formaron en la plaza pública una pirámide de 20 metros de altura,
y le prendieron fuego. Mientras esa pirámide ardía, el pueblo cantaba himnos y
las campanas de la ciudad repicaban anunciando la victoria.
Si entonces la situación política allí
hubiese sido igual a la que hubo después en Alemania, el intrépido y piadoso
Jerónimo Savonarola habría sido por cierto el instrumento usado para iniciar el
movimiento de la Gran Reforma, en vez de Martín Lutero. A pesar de todo,
Savonarola se convirtió en uno de los osados y fieles heraldos que condujo al
pueblo hacia la fuente pura y las verdades apostólicas de las Sagradas
Escrituras.
Jerónimo era el tercero de los siete hijos
de la familia Savonarola. Sus padres eran personas cultas y mundanas y gozaban
de mucha influencia. Su abuelo paterno era un famoso médico de la corte del
duque de Ferrara, y los padres de Jerónimo deseaban que su hijo llegase a
ocupar el lugar del abuelo. En el colegio fue un alumno que se distinguió por
su aplicación. Sin embargo, los estudios de la filosofía de Platón, así como de
Aristóteles, solo consiguieron envanecerlo. Sin duda alguna, fueron los
escritos del célebre hombre de Dios, Tomás de Aquino, lo que más influencia
ejerció en él, además de las propias Escrituras, para que entregase enteramente
su corazón y su vida a Dios. Cuando aún era niño, tenía la costumbre de orar, y
a medida que fue creciendo, su fervor en la oración y el ayuno fue en aumento. Pasaba
muchas horas seguidas orando. La decadencia de la iglesia, llena de toda clase
de vicios y pecados, el lujo y la ostentación de los ricos en contraste con la
profunda pobreza de los pobres, le afligían el corazón. Pasaba mucho tiempo
solo en los campos y a orillas del río Po, meditando y en contemplación en la
presencia de Dios, ya cantando, ya llorando, conforme a los sentimientos que le
ardían en el pecho. Siendo aún muy joven, Dios comenzó a hablarle en visiones. La
oración era su mayor consuelo: las gradas del altar, donde permanecía postrado
horas enteras, quedaban a menudo mojadas con sus lágrimas.
Hubo un tiempo en que Jerónimo comenzó a
enamorar a cierta jovencita florentina. Sin embargo, cuando la muchacha le hizo
comprender que su orgullosa familia Strozzi nunca consentiría su unión con
alguien de la familia Savonarola, que ellos despreciaban, Jerónimo abandonó por
completo la idea de casarse. Volvió entonces a orar con un fervor creciente. Resentido
con el mundo, desilusionado de sus propios anhelos, sin encontrar a nadie que
le pudiese aconsejar, y cansado de presenciar las injusticias y perversidades
que lo rodeaban, sin poder remediarlas, resolvió abrazar la vida monástica.
Al presentarse al convento, no pidió el
privilegio de hacerse monje, sino solamente que lo aceptasen para realizar los
servicios más humildes de la cocina, de la huerta y del monasterio.
En el claustro, Savonarola se dedicó con
más ahínco aún a la oración, al ayuno y
a la contemplación en la presencia de Dios. Sobresalía entre todos los demás
monjes por su humildad, sinceridad y obediencia, por lo que lo designaron para
enseñar filosofía, posición que ocupó hasta salir del convento.
Después de haber pasado siete años en
el monasterio de Boloña, Fray Jerónimo
fue para el convento de San Marcos, en Florencia. Cuando llegó, su desilusión
fue muy grande al comprobar que el pueblo florentino era tan depravado como el
de cualquier otro lugar. Hasta entonces no había reconocido que solamente la fe
en Cristo es la que salva.
Al completar un año en el convento de San
Marcos, fue nombrado instructor de los novicios y, por fin, lo designaron
predicador del monasterio. A pesar de tener a su disposición una excelente
biblioteca, Savonarola usaba cada vez más la Biblia como su libro de
instrucción.
Sentía cada vez más el terror y la
venganza del Día del Señor, que vendrá, y a veces se ponía a tronar desde el
púlpito, contra la impiedad del pueblo. Eran tan pocos los que asistían a sus
predicaciones, que Savonarola resolvió dedicarse por entero a la instrucción de
los novicios. Sin embargo, igual que Moisés, no podía de esa manera escapar al
llamamiento de Dios.
Cierto día, al dirigirse a una monja, vio
de repente, que los cielos se abrieron, y delante de sus ojos pasaron todas las
calamidades que sobrevendrán a la Iglesia. Entonces le pareció oír una voz que
desde el cielo le ordenaba que anunciara todas esas cosas a la gente.
Convencido de que la visión era del Señor,
comenzó nuevamente a predicar con voz de trueno. Bajo una nueva unción del
Espíritu Santo, sus sermones condenando el pecado eran tan impetuosos, que
muchos de los oyentes se quedaban por algún tiempo aturdidos y sin deseos de
hablar en las calles. Era común durante sus sermones, oír resonar los sollozos
y el llanto de la gente en la iglesia. En otras ocasiones, tanto hombres como
mujeres, de todas las edades y de todas las clases sociales, rompían en
vehemente llanto.
El fervor de Savonarola en la oración
aumentaba día por día y su fe crecía en la misma proporción. Frecuentemente,
mientras oraba, caía en éxtasis. Cierta vez, estando sentado en el púlpito, le
sobrevino una visión que lo dejó inmóvil durante cinco horas; mientras tanto su
rostro brillaba, y los oyentes que estaban en la iglesia lo contemplaban.
En todas partes donde Savonarola predicaba,
sus sermones contra el pecado producían profundo terror. Los hombres más cultos
comenzaron entonces a asistir a sus predicaciones en Florencia; fue necesario
realizar las reuniones en el Duomo, famosa catedral, donde continúo predicando
durante ocho años. La gente se levantaba a media noche y esperaba en la calle
hasta la hora en que abrían la catedral.
El corrompido regente de Florencia,
Lorenzo de Médicis, trató por todos los medios posibles, como la lisonja, las
dádivas de cohecho, las amenazas y los ruegos, inducir a Savonarola a que
desistiese de predicar contra el pecado y, especialmente, contra las
perversidades del regente. Por fin, viendo que todo era inútil, contrató al
famoso predicador Fray Mariano para que predicase contra Savonarola. Fray Mariano
predicó un sermón, pero el pueblo no le prestó atención a su elocuencia y
astucia, por lo que no se atrevió a predicar más.
Fue en ese tiempo que Savonarola profetizó
que Lorenzo, el Papa y el rey de Nápoles iban a morir dentro de un año, lo que
efectivamente sucedió.
Después
de la muerte de Lorenzo, Carlos VIII de Francia invadió Italia y la influencia
de Savonarola aumentó todavía más. La gente abandonó la literatura banal y
mundana para leer los sermones del famoso predicador. Los ricos socorrían a los
pobres en vez de oprimirlos. Fue en ese tiempo que el pueblo preparó una gran
hoguera en la “Piazza” (plaza) de Florencia y quemó una gran cantidad de
artículos usados para fomentar vicios y vanidades. En la gran catedral Duomo ya
no cabían más los inmensos auditorios.
Sin embargo, el éxito de Savonarola fue
muy breve. El predicador fue amenazado, excomulgado y, por fin, en el año 1498,
por orden del Papa Alejandro VI, fue ahorcado y su cadáver quemado en la plaza pública. Pronunciando
las palabras: “¡El señor sufrió tanto por mi!” terminó la vida terrenal de uno
de los más grandes y abnegados mártires de todos los tiempos.
A pesar de que hasta la hora de su muerte
sustentó muchos de los errores de la Iglesia Romana, enseñaba que todos los que
en realidad son creyentes están en la verdadera iglesia. En todo momento
alimentaba su alma con la Palabra de Dios. Los márgenes de las páginas de su
Biblia están llenos de notas escritas mientras meditaba en las Escrituras. Conocía
de memoria una gran parte de la Biblia y podía abrirla y hallar al instante
cualquier texto. Pasaba noches enteras orando, y tuvo la gracia de recibir
algunas revelaciones mediante éxtasis o visiones. Sus libros titulados “La
humildad”, “La oración”, “El amor”, etc., continúan ejerciendo gran influencia
sobre los hombres. Previamente habían ingresado al índice de Libros prohíbidos.
Destruyeron el cuerpo de ese precursor de
la Gran Reforma, pero no pudieron apagar las verdades que Dios, por su
intermedio, grabó en el corazón del pueblo.
Orlando Boyer Biografía de grandes cristianos. 2001, Editorial Vida, Miami, Florida.
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